Un ejemplo acerca del rol del intelectual comprometido


En referencia al trabajo del intelectual 
y la militancia de base.


Un fragmento del Ensayo     
Peronismo. Filosofía política de una obstinación argentina, de José Pablo Feinmann. 



Ahora estamos en julio de 1973 y vamos a romper el cerco del Brujo López Rega. 
Llegan los tres compañeros. 
Uno trae un bombo. Yo estaba con el Renault. ¿Dónde meter el bombo? 
El compañero que lo había traído era alto, fuerte, musculoso, tenía una pinta de peronacho de barricada que metía respeto, por lo menos. 
Andaría por los 26 años. Abrí el baúl. El joven metió el bombo y fue milagroso: el bombo entró con precisión milimétrica. 
–La Renault hizo estos autos para bombos peronistas –dije–. 
Fue una partida que salió muy buena. 
–Supongo que lo compraste por eso –dijo el joven, que se llamaba Atilio. 
–Qué te pensás. Claro. Apenas me avisaron lo compré. 
–¿La Renault te avisó que había fabricado autos para bombos peronistas? 
Dije que sí. 
–Andá a cagar –dijo Atilio. 
Habíamos empezado mal. 


En media hora estábamos en Puente Saavedra. Cada uno se fue con los suyos. 


Miguel estaba a cargo de una columna y –como siempre– cagaba a gritos a todo el mundo. 
–¡Todos en sus columnas y por el medio de la calle! 
¡Nadie se sale de su columna! 


Siguen a los jefes de columnas y ellos les van a decir las consignas. 


**********


Ahí estaba Ernesto. Era un pibe bajito, callado, con cara de triste. Estudiaba Letras. Pero debía estar alto en algún lado. En algún puesto de superficie. 
A esa altura uno sabía que la Orga dictaba las líneas centrales, pero no había otro lugar donde estar sino en la Jotapé. 
Y los pibes de la Jotapé estaban enamorados de la Orga. 


“Far y Montoneros son nuestros compañeros” se cantaba en todos los actos y –a veces– abrumadoramente. Y “Si Evita viviera sería Montonera” era la consigna para cerrar cualquier arenga. 
“Porque esto... Porque esto... Y porque ‘Si Evita viviera sería Montonera, compañeros’”. Y todos aplaudían a rabiar. 


Ernesto estaba sentado en el cordón de la vereda. Me senté a su lado. 
–Hay rumores jodidos –me dijo–. Que el C. de O. va a tirotear las columnas. 
Desde las primeras páginas dejé bien claro que yo no soy un tipo muy valiente. De modo que me cagué en las patas. 
Pregunté: 
–¿De dónde te viene esa información? 
–Troxler. 


Julio Troxler era subjefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. 
–¿Y él qué piensa hacer? 
¿No va a custodiar a los compañeros? 
–Por supuesto. Va a hacer todo lo que pueda. Pero una emboscada se le puede escapar. 
–Ernesto sonrió, hizo un movimiento con la cabeza y dijo–: Miralo a Paco. Él sí que se vino preparado. 


Con bigotazos, con esa sonrisa que mataba, hablando con tres o cuatro a la vez, con un sobretodo cerrado hasta el cuello y más relleno que un canelón de domingo, ahí estaba Paco Urondo. 
–La de fierros que debe tener adentro de ese sobretodo –dijo Ernesto. 


**********


Empezó la marcha. 


Era impresionante. Entre 60 mil y 80 mil jóvenes. 
Eran dos o tres columnas. 
Cada una llevaba un responsable al frente. 
El responsable empezaba a cantar las consignas y todos lo seguían. 


Había una chica menuda, de pelo muy negro, con cara de mala, siempre ceñuda y, para peor, con unas cejas pobladas y casi más negras que su pelo. 
Iba al frente de una columna y se veía hermosa cuando alzaba su brazo derecho –con la autoridad de un jefe– y les indicaba a los suyos que reanudaran la marcha, que solía detenerse. 
A mí me gustaba mucho. Conservo su imagen. Puedo, todavía, verla con perfecta nitidez. 


Debió trepar bastante en la Orga porque –a fin de ese año–, en una reunión de profesores con alumnos, cuando me propusieron para una cátedra que debía dictarse durante el verano (de 1974), dijo: 
–Nosotros nos oponemos a que le den esa cátedra a él. 
Estaba Gunnard Olsson. 
–¿Por qué? –preguntó. Había sido uno de los héroes de las Cátedras Nacionales. Después empezó a tener problemas con su salud mental. 
–Porque nos oponemos –dijo la morocha, malhumorada y durísima–. No voy a decir más. Nos oponemos. 


A esa altura ya los Montos habían amasijado a Rucci y mi desacuerdo –en la Facultad al menos– era muy conocido. La Orga no me quería. 
Igual, no sé quién, me llamó para dar otra cátedra: Teoría y método. La dimos con la hoy muy vigente Alcira Argumedo, la compañera de Pino Solanas, de quien no quiero hablar mal ni criticarlo, de modo que el mejor método es no decir nada. 


**********


La cuestión es que la morocha no quería saber nada conmigo porque era un cuadro de hierro de la Orga. Ni me miraba. Podía sentir su odio. 


Qué apasionada era esa chica. Cuánto fuego había en ese cuerpo menudo. 


Nunca supe más de ella. Ni bueno ni malo. Ni si sobrevivió a la tragedia ni si fue boleta. 


Pero uno lleva esas caras en la conciencia y si piensa que murieron, que a chicas como ésa las torturaron, las violaron y las tiraron al río, se le parte el corazón. 


Uno es fiel a esas caras. A todos esos jóvenes. Con muchos no estuvo de acuerdo. Ni ellos con uno. 
La piba morocha me odiaba. Pero nadie merecía morir como murió. 


Nadie merecía ser víctima del salvajismo más extremo. 
De un Estado sin justicia. 


Nadie merecía ser carne de campo de concentración. Por eso –a muchos de nosotros– nos importan los derechos humanos. 


Por eso viene un gobierno, nos tira un hueso en ese campo, nos juzga a algunos viejitos genocidas y nosotros adherimos. 
Porque además de haber perdido tantos rostros que queríamos, quedamos medio tontos, o peor: bastante idiotas, cualquiera nos engaña, nunca vamos a ser tan vivos como un notero del señor Gelblung o como esos brillantes pensadores que cruzaron la vereda, y andan de frente y guapeando aunque escriban de perfil. 


**********


Ahora marchábamos por la avenida Maipú hacia Gaspar Campos. 
Al rato se anuncia que Perón está en la quinta de Olivos y que ahí espera a la juventud peronista para recibirla y “dialogar con ella”. 
Hay varias exclamaciones, varios “Viva Perón” o “Perón o Muerte” o sencillamente “Viva Perón, carajo”. 


Se reanuda la marcha. Vienen las consignas. 


Hay una tan inolvidable como triste, patética: 
Vamos a Olivos 
vamos compañeros 
vamos a ver a un viejo montonero. 




**********


Doy mi testimonio. 
Al principio, en medio de miles de jóvenes, apretujado, prieto entre ellos, me dije: “Esto es una locura. No me voy a entregar”. 
Al rato estaba gritando: “Sí –me dije–, voy a acompañarlos. Volvámonos todos locos. Vamos hacia la embriaguez con alegría y con furia”. 
Luego, agotados, regresamos. Salimos por Libertador. 


Entre las sombras lo vimos a Julio Troxler. 


–Salud, compañero. Gracias. 


Julio levantó su mano derecha y saludó con la V peronista. 


Llegamos a mi Renault. Apareció Atilio. Lo había visto a lo largo de toda la avenida Maipú dándole al bombo. 
¡Qué pinta de combatiente tenía! 
Físicamente era la perfecta antítesis de lo que yo hubiera querido ser. 
Espaldas anchas, caderas estrechas, culo flaco, piernas largas. 
Yo, un asco. Espaldas angostas, poca cintura, caderas gordas, culón, patas largas pero gorditas. 


Carajo, el destino me había venido escrito en el cuerpo: “Vos, gilastro, a los libros. Dejales el combate a otros más dotados”. 


Metimos el bombo en el Renault. 


Por altoparlantes se anunciaban mentiras: “El general Perón ha recibido a la Jotapé. Entre otras promesas nos aseguró presidir un acto rodeado por toda la potencia masiva y militante de la juventud peronista”. 


Apareció Miguel y se metió en el Renault. 
Yo seguía sintiéndome una mierda al lado de Atilio. 


De pronto, como para hablar de algo, Miguel se pone a hablar del próximo número de Envido. 
–¿Vos qué vas a escribir, José? 
–No sé. Algo sobre Conducción y vanguardia. 


Entonces se produce el milagro. 
Atilio, desde atrás, pone una de sus poderosas manos en mi hombro. 
–¿Vos sos José? ¿El que escribe en Envido? 
–Sí. 
–¿Feinmann? 
–Sí. 
Y Atilio dice: 
–Flaco, ¿vos sabés lo que yo te admiro? 


Me leo todo lo que escribís. 


Carajo, ¿qué importaba entonces tener gordo el culo, estrechas las espaldas, anchas las caderas? 
Atilio me admiraba igual. No le importaba nada del escracho físico que yo me sentía. 
Leía mis notas y le gustaban. 


–A mí me pareció fantástico cómo le diste al bombo toda la tarde –dije. 
–¡Eso no es nada, viejo! 
Lo importante es lo que hacés vos. Le abrís el bocho a la militancia. 
Miguel me miró sonriendo, sobrador, gastándome: 
–Se te hizo, José –dijo. 
Fue, para mí, lo mejor del día. 

********************
“El campo del intelectual es la conciencia, por definición, la conciencia. 
Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la antología viva de su tierra.”

Rodolfo Walsh
1º de Mayo de 1968

"¿No estamos en una guerra verdadera, y lo que es peor revolucionaria con los españoles? ¿No minan éstos la opinión pública? 
¿No hostilizan por todos los medios nuestro sistema? 
¿No siembran la desconfianza y los temores, no seducen las familias, corrompen los incautos y nos amenazan hasta con sus semblantes? 
¿Pues por qué se nos predica moderación con estos crueles asesinos? 
¡Odio eterno a esta raza impía! Debe ser nuestra invariable máxima".

Bernardo Monteagudo, de un artículo escrito en El Independiente, enero de 1815.