sábado, junio 29, 2013

Por qué los medios adoran la violencia de los manifestantes, pero no la de los bancos


En diciembre de 2001 murieron 110 de los 112 celebrantes de una boda gracias a un bombardero B-52 y dos B-1B que utilizaban armamento de precisión para, en esencia, barrer una aldea del este de Afganistán (y luego, en una segunda incursión, para llevarse por delante a los afganos que excavaban en los escombros). Aquí el incidente no llamó la atención de casi nadie. Al fin y al cabo, no se trataba de violencia «estadounidense», sino de un lamentable error. A nadie se le ocurrió proponer que la invasión de Afganistán debería cancelarse por ello, ni tampoco quedó desacreditada por aquella matanza masiva.

Había sido un error. Igual que lo fueron aquellas otras bodas arrasadas por la fuerza aérea estadounidense en Iraq y Afganistán en los años posteriores. Como también los fueron los funerales y ritos de bautismo hechos pedazos en los años siguientes. Como lo han sido, más recientemente, los más de 60 niños a los que mataron los ataques de los aviones no tripulados de la CIA en los territorios fronterizos paquistaníes, en los funerales a los que alcanzaron esos mismos aviones no tripulados y en los ataques de menor relieve documentados hace poco -como el de diciembre de 2001- contra rescatadores que trataban de sacar a heridos de entre los escombros.

Nada de esto, por supuesto, recibe aquí atención significativa. Pese a las súplicas del presidente afgano Hamid Karzai, pocos proponen cancelar las operaciones aéreas de Estados Unidos y de la OTAN en aquel país por la violencia contra civiles. Hay pocos gritos de espanto por los ocho pastores afganos, todos ellos adolescentes y uno seguramente de nada mas que seis años de edad, a quienes asesinó un ataque aéreo de la OTAN en la provincia de Kapisa el otro día. No se publica ningún editorial importante, ni ningún reportaje de primera página en donde se pida que Estados Unidos y sus aliados corrijan sus violentos modos de actuación o cambien de política por todo esto que ocasionan. Sin duda, no es popular sugerir que esos actos desacreditarían la política exterior estadounidense.

Sin embargo, como señala Rebecca Solnit, colaboradora habitual de TomDispatch, la «violencia» ocurrida en nuestro país en torno al movimiento Occupy -estamos hablando de unas cuantas agresiones sexuales en campamentos de Occupy, un suicidio, consumo de drogas y una reducida dosis de daños contra la propiedad, lanzamiento de botellas y cosas semejantes por parte de participantes atípicos en las manifestaciones de Occupy- ha bastado en algunos entornos para desacreditar el movimiento e, incluso, para que en algunos casos se les represente como una especie de pesadilla viviente. Esta violencia, por mínima que haya sido, ha desacreditado de inmediato a Occupy en el paisaje estadounidense.

Y todo, si se me permite decirlo, en una sociedad en la que en el año 2011 se cometieron 14.000 asesinatos, en la que fallecieron más de 30.000 personas en accidentes de tráfico o en el que un informe reciente del Pentágono indicaba que los delitos sexuales violentos en el ejército han aumentado un 64 por ciento desde el año 2006 (el 95 por ciento de ellos contra mujeres, aun cuando solo representen el 14 por ciento del personal militar). Y sin embargo, no se sabe cómo, ni las armas, ni los coches, ni el ejército de Estados Unidos quedan desacreditados por tanta violencia.


De hecho, sería asombroso imaginar que un movimiento cuyos campamentos en realidad acogieron, albergaron y alimentaron a quienes esta sociedad, en esencia, ha expulsado, carecería de problemas. En realidad, el movimiento Occupy debería haber silo aclamado por su lucha contra la violencia en todos los ámbitos de esta sociedad. Nada en el artículo de Solnit sorprende tanto como que las estadísticas que cita sobre sobre el goteo de violencia en Oakland, California, llamativamente pasado por alto en las semanas anteriores a que el propio movimiento Occupy Oakland recibiera un ataque violento de la policía de la ciudad. 

Ingleses y su “Estado canalla”


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Desde finales del siglo pasado la expresión “Estado canalla” ganó creciente aceptación en la opinión pública internacional. Impulsado por la maquinaria propagandística estadunidense, el concepto tenía por objetivo satanizar a los países hostilizados por Washington, con la evidente intención de justificar las agresiones del imperio. Se incluía en esa lista a Afganistán, Corea del Norte, Cuba, Irak, Irán, Libia, Serbia-Montenegro, Sudán y Siria.

En la actualidad el listado se redujo a cinco, porque gracias a las políticas de promoción de “cambios de régimen” (eufemismo para evitar decir “abierta intervención de Estados Unidos”), Afganistán, Irak, Libia y Serbia-Montenegro fueron incorporados a la categoría de naciones democráticas. Sudán, a su vez, fue partido en dos y la región rica en petróleo se convirtió en Sudán del Sur; el resto sigue siendo un “Estado canalla”.

Pero las vueltas de la historia, o la “astucia de la razón” hegeliana, hicieron que hoy ese término se vuelva contra su creador. Los estigmatizados lo eran porque por su presunta violación de los derechos humanos, su apoyo al terrorismo y sus armas de destrucción masiva constituían letales amenazas a la comunidad de naciones. ¡Cuba, la mayor exportadora mundial de maestros y médicos, sigue en esa lista de la infamia hasta el día de hoy! En síntesis, eran gobiernos que violaban la legalidad internacional y, por eso mismo, la obligación de Estados Unidos y sus aliados era acabar con ese flagelo. Sin embargo fueron dos eminentes intelectuales estadunidenses, Noam Chomsky y William Blum, y un cineasta como Oliver Stone, quienes dieron vuelta como un guante al argumento de la Casa Blanca al fundamentar las razones por las cuales el principal “Estado canalla” del planeta y la mayor amenaza terrorista a la paz mundial no era otro que Estados Unidos.

El Reino Unido no le iba en zaga como “Estado canalla”, pero en los últimos tiempos hizo méritos más que suficientes para compartir el podio con su vástago del otro lado del Atlántico. La evidencia es abrumadora, y si algo faltaba a sus reiteradas manifestaciones de desprecio ante la legalidad internacional representada por las resoluciones de la Asamblea General y el Comité de Descolonización de Naciones Unidas en el caso de las Islas Malvinas (amén de otros nueve casos más, sobre un total de 16), la actitud de Londres en relación con Julian Assange despeja cualquier duda en la materia.

Podría decirse que con la gestión de David Cameron el Reino Unido se convirtió en un auténtico “violador serial” de leyes y tratados internacionales. Bravuconadas como el envío del destructor Dauntless a las Malvinas empalidecen ante la denuncia del canciller ecuatoriano Ricardo Patiño afirmando que el gobierno británico transmitió a Quito una “amenaza expresa y por escrito de que podrían asaltar nuestra embajada de Ecuador en Londres si no entregan a Julian Assange”.

El secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido ratificó posteriormente esa amenaza, violatoria de la Convención de Viena que establece la inviolabilidad de las sedes diplomáticas (extensiva a la residencia de los embajadores, los automóviles de las embajadas y las valijas diplomáticas), cosa que ni siquiera dos sanguinarios dictadores como Jorge R. Videla y Augusto Pinochet se atrevieron a violar. Recuérdese que el ex presidente Héctor Cámpora estuvo refugiado en la embajada de México en Buenos Aires durante cinco años y cuando obtuvo el asilo político salió del país sin ser molestado. Londres, en cambio, aseguró que pese a que Ecuador ya concedió el asilo a Assange no lo dejará salir de la embajada, transgrediendo lo que explícitamente establece la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados que el Reino Unido firmó pero ahora desahucia en la práctica con su desobediencia. Es que el delito cometido por Assange al hacer públicos las trapisondas y los crímenes cometidos y mantenidos en secreto por el imperio es imperdonable.

En consecuencia, Estados Unidos ha movilizado sus fuerzas a escala mundial para atraparlo, aunque sea violando todas las leyes y tratados internacionales y atropellando todas las libertades y derechos humanos, para darle el escarmiento que se merece. La prensa hegemónica de todo el mundo aplaude la “valentía de Londres”. Es que el Reino Unido es un dócil peón de la estrategia imperial, como también lo es el actual gobierno sueco y, peor aún, el de Australia, país del cual es originario Assange y que se desentendió escandalosamente del caso. Claro, en noviembre de 2011 Barack Obama anunció que enviaría una dotación de 2 mil 500 marines a una nueva base a inaugurarse en Canberra, Australia, como primer paso de una estrategia mucho más ambiciosa para contener desde ese país al “expansionismo chino”. 
Ante eso, ¿cómo podría el gobierno australiano preocuparse por la suerte del más famoso de sus ciudadanos?

Atilio Borón