En diciembre de 2001
murieron 110 de los 112 celebrantes de una boda gracias a un bombardero B-52 y
dos B-1B que utilizaban armamento de precisión para, en esencia, barrer una
aldea del este de Afganistán (y luego, en una segunda incursión, para llevarse
por delante a los afganos que excavaban en los escombros). Aquí el incidente no
llamó la atención de casi nadie. Al fin y al cabo, no se trataba de violencia
«estadounidense», sino de un lamentable error. A nadie se le ocurrió proponer
que la invasión de Afganistán debería cancelarse por ello, ni tampoco quedó
desacreditada por aquella matanza masiva.
Había sido un error.
Igual que lo fueron aquellas otras bodas arrasadas por la fuerza aérea
estadounidense en Iraq y Afganistán en los años posteriores. Como también los
fueron los funerales y ritos de bautismo hechos pedazos en los años siguientes.
Como lo han sido, más recientemente, los más de 60 niños a los que mataron los
ataques de los aviones no tripulados de la CIA en los territorios fronterizos
paquistaníes, en los funerales a los que alcanzaron esos mismos aviones no
tripulados y en los ataques de menor relieve documentados hace poco -como el de
diciembre de 2001- contra rescatadores que trataban de sacar a heridos de entre
los escombros.
Nada de esto, por
supuesto, recibe aquí atención significativa. Pese a las súplicas del
presidente afgano Hamid Karzai, pocos proponen cancelar las operaciones aéreas
de Estados Unidos y de la OTAN en aquel país por la violencia contra civiles.
Hay pocos gritos de espanto por los ocho pastores afganos, todos ellos
adolescentes y uno seguramente de nada mas que seis años de edad, a quienes
asesinó un ataque aéreo de la OTAN en la provincia de Kapisa el otro día. No se
publica ningún editorial importante, ni ningún reportaje de primera página en
donde se pida que Estados Unidos y sus aliados corrijan sus violentos modos de
actuación o cambien de política por todo esto que ocasionan. Sin duda, no es
popular sugerir que esos actos desacreditarían la política exterior
estadounidense.
Sin embargo, como señala
Rebecca Solnit, colaboradora habitual de TomDispatch, la «violencia» ocurrida
en nuestro país en torno al movimiento Occupy -estamos hablando de unas cuantas
agresiones sexuales en campamentos de Occupy, un suicidio, consumo de drogas y
una reducida dosis de daños contra la propiedad, lanzamiento de botellas y
cosas semejantes por parte de participantes atípicos en las manifestaciones de
Occupy- ha bastado en algunos entornos para desacreditar el movimiento e,
incluso, para que en algunos casos se les represente como una especie de
pesadilla viviente. Esta violencia, por mínima que haya sido, ha desacreditado
de inmediato a Occupy en el paisaje estadounidense.
Y todo, si se me permite
decirlo, en una sociedad en la que en el año 2011 se cometieron 14.000
asesinatos, en la que fallecieron más de 30.000 personas en accidentes de
tráfico o en el que un informe reciente del Pentágono indicaba que los delitos
sexuales violentos en el ejército han aumentado un 64 por ciento desde el año
2006 (el 95 por ciento de ellos contra mujeres, aun cuando solo representen el
14 por ciento del personal militar). Y sin embargo, no se sabe cómo, ni las
armas, ni los coches, ni el ejército de Estados Unidos quedan desacreditados
por tanta violencia.
De hecho, sería asombroso
imaginar que un movimiento cuyos campamentos en realidad acogieron, albergaron
y alimentaron a quienes esta sociedad, en esencia, ha expulsado, carecería de
problemas. En realidad, el movimiento Occupy debería haber silo aclamado por su
lucha contra la violencia en todos los ámbitos de esta sociedad. Nada en el
artículo de Solnit sorprende tanto como que las estadísticas que cita sobre
sobre el goteo de violencia en Oakland, California, llamativamente pasado por
alto en las semanas anteriores a que el propio movimiento Occupy Oakland
recibiera un ataque violento de la policía de la ciudad.