27 de Marzo de 1841
Juan Manuel de Rosas recibe la “Máquina Infernal”
En
1841, mientras el pueblo y las autoridades colmaban a Juan Manuel de Rosas de
honores excepcionales, un ruidoso acontecimiento vino a conmover en diverso
sentido esa inmensa masa de opinión que los exaltaba, y a estimular una vez más
los rencores políticos que se sentían satisfechos con los triunfos sucesivos
del ejército federal. El mencionado
acontecimiento está relacionado con una nueva tentativa de los unitarios para
matar a Rosas, por medio de la célebre “máquina infernal”; la cual se encuentra
actualmente en exhibición en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires.
José
Rivera Indarte, fanático en religión como en política, el propagandista radical
del gobierno con la suma del poder público, el mismo que escribió los versos de
brocha gorda para las solemnidades en honor de Rosas en 1835 y redactor desde
1839 de El Nacional de Montevideo, publicó una disertación, que hizo suya su
partido, con el título de: “Es acción santa matar a Rosas”. Teorizaba con caudal de frases y de ejemplos
sobre las supremas necesidades políticas que autorizaban el asesinato; e
incitaba y exaltaba anticipadamente a los que tuviesen el coraje de realizar
esa hazaña que abriría, en su sentir, una era nueva de progreso, de libertad y
de ventura para la República Argentina.
Como por este medio no se obtuviera el resultado que se buscaba, se
propusieron otros más directos, entre los cuales es digno de mencionarse el de
un aderezado pastel que fue introducido hábilmente en casa de Rosas, a nombre
de uno de sus amigos, y del cual fue víctima un perro. Un hecho imprevisto y diestramente explotado
por el mismo Rivera Indarte, ofreció a estas tentativas probabilidades
positivas de éxito.
Rosas,
si bien rehusó siempre las condecoraciones que le brindaron los soberanos
extranjeros, aceptó sí, con franca complacencia, los diplomas que le
discernieron las asociaciones histórico-geográficas, arqueológicas, etc., quizá
en recompensa de los medios que facilitó a Darwin y a Fitz-Roy en 1834, y a la
ayuda eficaz que prestó posteriormente a varias comisiones y delegados
científicos que la solicitaron de él a objeto de adquirir datos y conocimientos
del país, o de enriquecer sus propias colecciones con ejemplares y piezas del
inexplorado y abundante suelo argentino.
La Sociedad de Anticuarios del Norte, de la que era miembro Rosas, le
envió a éste por intermedio del ministro de Portugal una caja con
medallas. El ministro la remitió al
cónsul de esta nación en Montevideo, juntamente con un oficio para que lo
hiciese llegar a su destino. Parece que
la caja y el oficio fueron interceptados en Montevideo, lo cual se explica
perfectamente habida cuenta que Rivera le hacía la guerra a Rosas, y que le
eran naturalmente hostiles a este último todos los hombres que figuraban por
entonces en los cargos y empleos públicos de aquella ciudad. La misma vinculación que existía entre estos
hombres y los emigrados unitarios, y la circunstancia de ser la imprenta de El
Nacional el centro del elemento joven, bullicioso y radical, explica igualmente
el que allí se tuviera noticia inmediatamente de la existencia de la tal caja
con medallas. Lo cierto es que el modo
de explotarla contra Rosas fue obra que quedó librada a la mente dañina de
Rivera Indarte. Este se puso manos a la
obra… En vez de medallas colocó una máquina mortífera compuesta de dieciséis
cañones cargados a bala, superpuestos, con la boca hacia los bordes de la caja
como otros tantos radios de un círculo, y unidos por dos resortes de percusión
a ambos goznes de la misma y de manera que al abrirla explotasen
simultáneamente. Rivera Indarte dio la
idea para la construcción de la caja al mecánico Aubriot, que fue quien la
realizó.
A
fines de marzo de 1841 el señor Leonardo de Souza Acevedo Leite, cónsul general
de Portugal, recibió del ministro de ese gobierno en Dinamarca una nota en la
que le pedía se sirviese entregar al general Juan Manuel de Rosas una caja con
medallas, y un oficio lacrado dentro del cual iba la llave de la caja; todo lo
que se le adjuntaba, y que dedicaba a dicho general la Sociedad de Anticuarios
del Norte. El señor Acevedo Leite,
aprovechando la primera oportunidad que le presentó la partida del almirante Dupotet
para Buenos Aires, remitió por medio de Bazaine, edecán de este último, la caja
y el oficio, más una nota suya, al general Rosas. Balzaine entregó todo ello en manos de
Manuela de Rosas, y ésta se dirigió inmediatamente a mostrárselo a su padre.
Rosas
trabajaba inclinado sobre una mesa, en su misma alcoba, y le dijo que dejase el
presente encima de la cama, la cual venía a quedar a sus espaldas y a menos de
un metro del asiento que ocupaba, dando el frente a la puerta que servía de
entrada a esa habitación. Como Manuelita
permaneciese allí contra su costumbre a esas horas, en que a no ser por grande
urgencia, solamente los oficiales del despacho interrumpían la ruda labor que
se imponía el gobernador, éste la inquirió con la mirada y ella se vio obligada
a retirarse, poseída de esa curiosidad de niña, que hace recorrer súbitamente a
la imaginación la escala de las conjeturas múltiples, de las inquietudes vagas,
hasta de los temores inexplicables; como se lo manifestara al propio Adolfo
Saldías, cuando departiera con él en Londres sobre este y otros sucesos de esa
época.
A
la caída de la tarde volvió Manuelita.
Su padre trabajaba todavía.
Probablemente no se había movido de la silla desde mediodía en que lo
vio. La caja estaba en el mismo sitio, y
los oficios cerrados como ella los dejó… ¿Podía saberlo ella acaso? Aquello era como la estatua de Diana en el
templo de Táurida. Orestes sería aquí
cualquiera que la tocase. Tocarla era
morir. Siquiera en el drama de
Eurípides, realzado por Goethe, lo consiguió felizmente el amor sublime de
Ifigenia triunfante sobre el corazón del salvaje rey Thoas. Aquí se trataba de un drama de sangre, en el
que no campeaban más sentimientos que el odio y la venganza. Y Rosas supuso que su hija, como siempre solícita,
venía a invitarlo a comer. Pero como
permaneciese allí a pesar de que él seguía escribiendo, y de que no colocaba el
tintero sobre el montón de notas, estados, cuentas y borradores que atestaban
su mesa, que así era cómo significaba la interrupción de su labor hasta otro
momento, dedujo que su hija deseaba algo más.
-
Vea niña, le dijo, usted tiene mucha curiosidad de ver esa caja, Llévela no más, y luego sabré lo que
contiene.
-
Hay también unos oficios….. observó Manuelita.
-
Abralos, niña, ábralos también.
Manuelita
Rosas llevó la caja y los oficios a sus habitaciones donde se encontraba
Telésfora Sánchez que la acompañaba habitualmente. Rasgó el oficio del cónsul Leite, se informó
de él rápidamente, rasgó el otro en que venía la llave, y entonces ya no fue
cuestión más que de unas tijeras para descoser el forro del paño blanco de la
caja. Pero las visitas cotidianas
interrumpieron esta tarea. La
conversación se prolongó después de la comida hasta pasada media noche. Recién en la mañana siguiente, esto es el 28
de marzo, Manuelita, su amiga y su sirvienta de confianza Rosa Pintos, atacaron
decididamente la abertura de la caja.
Manuelita tenía la caja sobre sus rodillas, mientras su amiga y la
negrita acababan de descoser el forro.
Cuando introdujo la llave y la hizo girar en la cerradura, la tapa de la
caja se levantó súbitamente como dos pulgadas, produciendo ese ruido seco de un
hierro o gozne que se quiebra. Telésfora
Sánchez creyó ver algo como tubos o cilindros de bronce dentro de la caja, y lo
propio observó Manuelita inclinándose.
Sin
darse cuenta de la realidad cerró vivamente la caja, y se dirigió con ella a
las habitaciones de su padre que trabajaba en su sitio habitual. Apenas le dijo lo ocurrido, Rosas arrojó la
pluma con que acababa de hacer algunas correcciones a varias notas, se puso de
pie bruscamente y por un movimiento instintivo, sacó la caja de manos de su
hija y la colocó encima de su cama. En
el instante en que Rosas se inclinaba para abrir la caja a la que cubría por
decirlo así, con su cabeza y con su pecho, estaba a sus espaldas, con unos
papeles en la mano, el oficial de su secretaría Pedro Regalado Rodríguez,
girando un poco más hacia su izquierda , creyó distinguir dentro de la caja
algo como fulminantes o pistones, y adelantándose un paso dijo:
-
Señores, parece que hay un gatillo…
-
¡Que diablos de salvajes unitarios!, exclamó Rosas sin cambiar de posición.
El
gobernador permaneció impasible un momento, después del cual hizo aproximar a
Rodríguez y le dijo: “Vea, son diez y seis cañones cargados a bala y ligados a
los lados de la caja de modo que explotasen al abrirla. Uno solo bastaba para matar a mi hija siendo
así que venía destinado para mi”. Su
hija rompió a llorar entre sus brazos.
Fuente
Saldías,
Adolfo – Historia de la Confederación Argentina
Turone,
Gabriel O. – La Máquina Infernal, Buenos Aires (2007)
Agradezco
especialmente el aporte de www.revisionistas.com.ar