23 de Marzo de 1833 – Juan Manuel de Rosas inicia la Conquista del Desierto
CONTEXTO ANTERIOR
Guerra de la
pampa hasta 1833
En los días en que la nacionalidad argentina empezaba
a forjarse y nuestros próceres discernían las fórmulas de patria y
civilización, la indómita fiereza autóctona llevaba sus violencias hasta los
límites mismos de la jurisdicción urbana, como ramalazos de la barbarie del
desierto. El atavismo araucano,
capitaneado por caudillos inexorables, volvía por sus fueros primitivos
asolando la llanura cultivada por el blanco y sembrando el terror con la lanza
y las boleadoras. Acaso intuyera en la
gestación política y social de la cosmópolis porteña una pausa de vigilia
armada.
España, al penetrar en las pampas, debió enfrentarse
con el indio, su auténtico dueño.
Desde la fundación misma de la capital del Plata hasta
la presidencia del general Julio Argentino Roca, con muy breves intervalos de
paz, la pugna de la civilización con el desierto refractario estuvo jalonada de
estoicismos inéditos, sólo conocidos de la posterioridad por los nombres
simbólicos del fortín, del teatro de acción, o del jefe, como hitos de virtud y
coraje.
Un partícipe y cronista de los primeros hechos, Ulrich
Schmidl, que acompañaba al adelantado don Pedro de Mendoza, relata con crudo
realismo la iniciación de esta dramática guerra de exterminio entre el aborigen
y el conquistador. En su testimonio se
evidencia la iniciativa española en al ruptura de las hostilidades, a la que
replicó el salvaje con inesperada violencia.
El primer combate ocurrió en las inmediaciones del río Luján (1), el 15
de junio de 1536. Trescientos soldados
de infantería, armados de arcabuz y ballesta, y treinta y tantos jinetes de los
veteranos conquistadores, al mando de don Diego, hermano del adelantado, se
trabaron en lucha con los pampas, que Schmidl llama “carendíes”. Los españoles quedaron dueños del campo, pero
“bien escarmentados”. En la lucha
murieron cerca de cuarenta españoles y aproximadamente unos mil indios. Poco después los indígenas ponían sitio a la
aterrorizada aldea de Buenos Aires, a la que hicieron soportar inauditos
horrores. La guarnición, que incluía
también mujeres y niños, llegó a carecer de municiones, agua y víveres, e iba
quedando diezmada y maltrecha, sin la fuerza necesaria para intentar una salida
y despejar así la situación. Por último,
los sitiadores, lanzando flechas incendiarias sobre los techos de paja de la
ranchería, lograron prenderle fuego y aniquilar a la mayor parte de los
sitiados.
Aquel derramamiento de sangre encendió el odio del
indio contra el cristiano en estas tierras, lo que habría de llenar la crónica
de trescientos cincuenta años de lucha, hasta finalizar con las campañas del
general Lorenzo Vintter en 1885.
Para crear el “hinterland” o zona de tierra
indispensable para el normal desarrollo de las actividades comerciales y
civiles, también el intrépido don Juan de Garay, chocó más de una vez con la
hostilidad de las tribus. En el sector
denominado Matanza, más allá del actual puente Pueyrredón o Barracas, que
entonces constituía parte de la línea
exterior del recinto de seguridad, fue pasado por las armas un importante
núcleo de prisioneros capturados en una de las salidas de la guarnición
encaminadas a romper el cerco de flechas y lanzas que amenazaba asfixiar a la
naciente ciudad.
En las crónicas de la conquista se leen a cada paso
narraciones como esta que se transcribe de R. Levene: “En 1628 serranos (indios
que bajaban de la cordillera) bien montados y armados de lanzas, arcos y
flechas, olas y hondas, avanzaron desde el lejano Sur, acampando por las
cercanías de la ciudad. Después de un
amago de invasión, los pobladores se rodearon de precauciones. La matanza de ganado vacuno silvestre, que,
como se sabe, era una de las más pingües ocupaciones y por tanto a la que se
entregaban la mayor parte de los habitantes, se hizo desde entonces faena arriesgada. En 1629, los campesinos reunidos para salir a
vaquear, tuvieron que hacerlo al mando del capitán Amador Baz de Alpoin, para
evitar tropelías de los salvajes”.
Pero los ataques de los indios no tienen carácter de
ofensiva de gran envergadura sino a partir de 1740. En efecto, hasta entonces hubo escasos
motivos de fricción, ya que la frontera de Buenos Aires circunscribía un área
determinada, siguiendo el curso del Salado, y abarcaba los antiguos dominios de
los llamados querandíes. Los españoles no
habían llevado aún su acción colonizadora y ni siquiera expedicionaria a los
territorios propiamente pampas, en que señoreaban los tehuelches, ranqueles,
puelches y huiliches, y posteriormente los temidos vorogas, de origen araucano.
Tales tribus fueron a mediados del siglo XVIII
avasalladas por nuevas corrientes araucanas, las que realizaban sus invasiones
a sangre y fuego.
La inteligencia pacífica no estaba aún obstruida por
la serie de exacciones, conquistas territoriales y su réplica, el malón, transgresiones
de tratados, etc., que luego iban a suceder.
La guerra contra los indios no tienen un pretexto que pidiéramos llamar
geográfico o político. Es más bien
consecuencia de una táctica desacertada para con ellos, que frecuentemente se
mostraban sumisos y serviles con el cristiano limítrofe. He aquí la apertura de una era hostil, cuando
la situación era aún oportuna para asegurar la concordia.
Los españoles expulsaron violentamente a la tribu del
cacique Mayu Pliya, que vivía en pacto de amistad dentro de la jurisdicción
civilizada, y divorciado, por este hecho,
de sus congéneres de Leuvucó, de Salinas Grandes y del sur del
Colorado. A la muerte de ese cacique a
mano de los indios enemigos, sucedió la invasión de los partidos de Areco y
Arrecife. Para castigar a los invasores,
emprendió expedición el maestre de campo Juan de San Martín, quien, no pudiendo
alcanzarlos, hizo sentir su ferocidad en la pacífica tribu de Caleliyán,
pasando a cuchillo, según Falkner (2), hasta mujeres y niños.
Del desquite se encargó un hijo de Caleliyán, que se
hallaba ausente en el momento del injusto atropello. Con los escasos supervivientes y el concurso
de trescientos picunches, llevó un malón terrible, sobre todo contra Luján,
cuya guarnición, así como los civiles puestos a su amparo, fueron lanceados sin
piedad, quedando cautivas las mujeres y las criaturas.
La cólera del maestre de campo ante tan fiera venganza
lo impulsó a otra “expedición punitiva”.
En todo el trayecto hasta Salinas Grandes no encontró indios en quienes
desahogarse. Desde allí se desvió hasta
Casuhatí (actual Sierra de la Ventana) y Vulcán, donde halló una partida de
huiliches mansos, sin armas, que ajenos a toda idea de violencia, vinieron a
cumplimentar al jefe español. Por orden
de éste fueron “cortados en pedazos”. A
la vuelta pasó por las tolderías del cacique sometido Talmichi Ya, de la
familia de Cangapol, que residía a unas cuarenta leguas de Buenos Aires, con
licencia escrita del gobernador Salgado.
Cuenta el misionero inglés Falkner que, mientras el cacique exhibía
confiadamente su documento, el propio San Martín lo mató de un disparo de
pistola. Luego aniquiló a la tribu y se
llevó prisioneros a mujeres y niños.
El resultado de esta represión inhumana fue el que
cabía esperar. Todas las tribus
indígenas se confabularon para llevar la expoliación y el terror a las
poblaciones, horrorizando a la propia Buenos Aires.
En 1770 organiza el maestre de campo Manuel de Pinazo
una batida contra los tehuelches, para escarmentarlos, según el cronista Juan
Antonio Hernández, por una acción llevada a cabo por éstos contra las tolderías
de una tribu reducida. La expedición,
compuesta de 232 soldados y 291 indios auxiliares, después de una marcha
prolongada a través de Casuhatí, Coluleuvú (río Colorado) y Quequén, encuentra
en las proximidades de la reducción de Vulcán a unos indios que arreaban
hacienda robada. Tras breve combate
fueron recuperados 4.000 equinos, y el enemigo dejó 102 cadáveres en el
campo. El gran número de víctimas revela
el ensañamiento por parte de Pinazo.
En 1777 el virrey don Pedro Cevallos eleva a la corte
un oficio en que indica la conveniencia de emprender un ataque combinado desde
varios ángulos, incluso desde Chile. “Yo
medito, dice, que se haga una entrada general en la vasta extensión adonde se
retiran y tienen su madriguera estos bárbaros, favorecidos de la gran distancia
y de la ligereza y abundante provisión de caballos. Convocaré para después de la cosecha a la
gente de Córdoba, de Mendoza, de San Luis de la Punta y de la jurisdicción de
esta ciudad (se refiere a Buenos Aires).
Estoy haciendo un pequeño mapa donde se descubrirán los rumbos por donde
deba conducirse cada uno de los cuerpos de gente, el tiempo en que,
consideradas las distancias, deben salir de sus respectivos distritos y el
punto de reunión adonde hayan de dirigirse.
Avisaré igualmente al presidente de Chile, por si le pareciese salir
también con su gente, por ser esencialmente interesado en esta expedición, la
cual hago juicio que se podrá efectuar a principios de febrero, que estarán
desocupadas las gentes, y me persuado que en el espacio de tres meses puede
haber tiempo suficiente para concluir la diligencia y que todos vuelvan a sus
casas antes que entre el invierno”.
En 1780 parte Amigorena de Mendoza para castigar a los
pehuenches, que habían llevado algunos malones contra la provincia. Luego de una larga marcha hasta más allá del
río Colorado, declara no haber hallado ni rastros de indios.
Los reyes de España adoptaron a su tiempo una serie de
medidas oportunas, tales como la provisión de hombres y armas para las
fronteras con el indio por parte de los cabildos, los que debían con esos
elementos garantizar el avance de la civilización en las inmensas planicies de
la América sudoriental. El cabildo de
Buenos Aires construyó, en consecuencia, los fuertes de Nuestra Señora del
Pilar de los Ranchos, San Miguel del Monte, San Juan Bautista de Chascomús, San
Lorenzo de Navarro y muchos otros, según se lee en un “estado” hecho por el
comandante general de fronteras don Francisco Balcarce en 1792.
Táctica de los primeros gobiernos patrios
A principios del siglo XIX los indígenas eran señores
indiscutidos de la pampa. Las
actividades guerreras languidecían allí en razón de encontrarse los blancos
ocupados en la organización de sus ejércitos, realista y argentino
respectivamente..
Los gobiernos de la revolución emancipadora atrajeron
psicológicamente al autóctono a su causa y lo incorporaron a la lucha
común. La independencia que forjaban los
caudillos argentinos lo afectaba también a él, cuya existencia cambiaría en el
sentido de una mayor dignidad y civilización.
De ahí que fuese secundada la causa libertadora por las tribus
propiamente argentinas; no así por los vorogas y puelches, que, procedentes de
las tierras chilenas, habíanse establecido, con fines de guerra y pillaje, en
las Salinas Grandes y el Neuquén, particularmente en la época subsiguiente, de
que nos ocuparemos más adelante. En
junio de 1810 la Junta ordena una inspección de los fuertes de la frontera, con
el objeto de averiguar “su estado y medios de su mejoría, tanto por las
variaciones convenientes a su situación cuanto por las reformas que debían adoptarse
en el sistema de su servicio”, y sobre “los medios de reunirlos en pueblos; si
tenían ejido y manera de darse los terrenos realengos, sin las trabas usadas”.
Don Pedro Antonio García (3) partió de Guardia de
Luján (hoy Mercedes) el 21 de octubre de 1810 en dirección al Palantelén,
distante 17 leguas, paraje indicado como punto de reunión, con 25 soldados del
regimiento 4, 50 milicianos de caballería, armados con lanzas, 2 pequeños
cañones de campaña servidos por 10 artilleros, 25 carretas y 3 vehículos. El 28 de octubre llegaba al lugar llamado
Cruz de Guerra, donde aparecieron los indios.
Un año después se presenta en la ciudad de Buenos Aires el cacique
Quintelán, respondiendo a una invitación que la Junta le había hecho por
intermedio de dicho jefe expedicionario, y con numerosa comitiva es recibido
por el presidente de turno don Feliciano Chiclana. En tal circunstancia el indígena reconoce a
las nuevas autoridades y ratifica los convenios de paz negociados.
Los indios esperaban verse aliviados de los tributos
que pesaban sobre ellos y equipararse así a los criollos. Esto ocurrió cuando, en nombre del rey de
España Fernando VII, la Junta Provisional del Río de la Plata tomó tal
decisión.
Para el Congreso Nacional de 1811 se pensó elegir, en
el norte del país, diputados indígenas, con iguales derechos y representación
que los cristianos, a fin de que, “confundidas las generaciones”, pudieran
reunirse bajo un mismo techo y compartir los frutos de la conquistada
independencia. La derrota de Huaqui
malogró este proyecto, por la invasión realista que le siguió.
El comandante Pedro Nolasco López, el 14 de julio de
1815, pide armamento para reforzar la defensa de la Guardia del Monte ante un
ataque de tribus araucanas y ranqueles.
En enero del año siguiente, por resolución del
gobierno y bajo el comando del capitán Ramón Lara, marchan nuevos contingentes
a reforzar la guarnición estacionada al sur del río Salado con el nombre de
Compañía de Blandengues de Frontera. Por
el beneficio que significó para Chascomús, al defenderlo contra las invasiones,
así como por haber conquistado para la civilización nuevos territorios, esa
compañía fue el núcleo de un escuadrón que más adelante el gobernador general
Juan Martín de Pueyrredón resuelve transformar en Regimiento de Blandengues de
la Frontera. En 1817 el Director Supremo
de las Provincias Unidas del Río de la Plata envía al coronel Juan Ramón
Balcarce, conocedor del desierto, para que estimule a los pobladores a
establecerse definitivamente en las tierras que el gobierno les adjudicara
gratuitamente. Posteriormente,
hacendados de la provincia forman un cuerpo de tropas veteranas, “Coraceros de
Buenos Aires”, que es puesto a las órdenes del coronel Juan Lavalle, y, de
acuerdo con los antecedentes que tenía el jefe del estado mayor, general José
Rondeau, dichos hacendados entran en negociaciones con el ministro de
relaciones exteriores, Dr. Gregorio Tagle.
El coronel Eduardo Holmberg es comisionado para
inspeccionar los fortines que se construirán en Salto, Pergamino y Rojas.
En el año 1818 avanza hacia el desierto Feliciano
Chiclana. En el año siguiente se interna
hasta Mamul Mapú, a doscientas leguas de la ciudad de Buenos Aires, y concluye
un tratado de paz con los ranqueles en diciembre de 1820.
El general chileno José Miguel Carrera provoca una
situación tensa en el territorio de soberanía argentina, el 2 de diciembre de
ese mismo año. Expulsado de Buenos Aires
y Santa Fe, emprende viaje a Melincué, y penetra en la pampa al frente de un
malón al Salto y, al igual que los indios que lo secundan, siembra el terror
entre los pobladores.
En sus “Escritos históricos” incluye el coronel
Pueyrredón un comunicado del comandante del fuerte Areco al inspector del
ejército, general Rondeau, que dice así: “Acaban de llegar a este punto el cura
de Salto, don Manuel Cabral, don Blas Represa, don Andrés Maracuci, don Diego
Barruti, don Pedro Canoso y otros varios, que es imponderable cuanto han
presenciado en la escena horrorosa de la entrada de los indios a Salto, cuyo
caudillo es don José Miguel Carrera y varios oficiales chilenos con alguna
gente con los cuales han hablado todos estos vecinos que en la torre se han
escapado. Han llevado sobre trescientas
almas de mujeres, criaturas, etc., sacándolas de la iglesia, robando todos los
vasos sagrados, sin respeto, el copón con las formas sagradas, ni dejarles como
pitar un cigarrillo, en todo el pueblo, incendiando muchas casas; luego se
retiraron tomando el camino de la Guardia de Rojas, pero ya se dice que anoche
han vuelto a entrar en Salto…”(4)
En 1822 nuevamente sale en misión pacífica don Pedro
Andrés García, quien llega hasta Casuahatí o Sierra de la Ventana.
De la Guardia del Monte salieron, el 10 de marzo de
1823, 2.500 hombres, con 7 piezas de artillería y una gran columna de carretas,
al mando del gobernador de Buenos Aires general Martín Rodríguez, para
internarse en las pampas y construir una línea avanzada de fortines destinados
a proteger la campaña. Se llegó a la
sierra de Tandil, donde se estableció como avanzada el fortín
Independencia. La conducta cruel en
exceso del gobernador suscitó el recrudecimiento de los malones como
represalia. Bernardino Rivadavia, sobre
la base de reconocimientos hechos con anterioridad, establece en 1826 una nueva
línea de fronteras, con tres fuertes que se construirían en Curalafquen, Cruz
de Guerra y Potrero respectivamente. Así
hablaba Rivadavia al enterarse de una invasión reciente: “Sólo el poder de la
fuerza puede imponer a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y
nuestro derecho”.
La sala de representantes autoriza el 14 de noviembre
de 1827 al comandante de milicias Juan Manuel de Rosas para llevar la frontera
hasta Bahía Blanca mediante la preparación de un plan. Más de 3.000 indios llegan a un acuerdo con
Rosas, y en sus campos se ven, en virtud de lo tratado, apuntar al cielo las
lanzas de colihue destinadas a reforzar el ejército que llevará a cabo la
primera conquista formal del desierto.
En 1828 Federico Rauch, por orden del coronel Manuel
Dorrego, hizo avanzar las fronteras desde Fuerte Federación (actual Junín), por
Veinticinco de Mayo y Tapalqué, hasta la zona de Sierra de la Ventana.
Al año siguiente el general Viamonte consigna en un
decreto el mal estado económico y espiritual en que vivían muchas familias como
consecuencia de la guerra, e indica la necesidad de resolver perentoriamente el
problema del indio, cada día más peligroso para las poblaciones, ya que
resultaban insuficientes las guarniciones de que se disponía. Se otorgaron entonces a argentinos nativos
parcelas entre los fortines, a fin de que se trasladaran a ellas con sus
familias, con la obligación de construir ranchos y trabajar la tierra, y de
contribuir a defender la frontera con armas y ganado. Sólo después de diez años de permanencia
quedarían exentos de este servicio militar.
Al mismo tiempo se remontaron los efectivos de las guarniciones, se
crearon nuevos cuerpos y se dividió el territorio de la provincia en dos
comandancias. Norte y Sur, que, al mando respectivo de los coroneles Ramón
Estomba y Angel Pacheco, defendieron la tierra conquistada y combatieron junto
a los valientes pobladores de la zona.
Estas sabias disposiciones trajeron largos períodos de
paz. Pero el advenimiento de grupos
étnicos andinos que impusieron en las llanuras su hegemonía despiadada,
coincidió con una época de continuas querellas intestinas en la República, lo
que favoreció ampliamente el recrudecimiento de la actividad belicosa de las
tribus.
Referencia
(1) Así llamado por Diego Luján, uno de los españoles
muerto en el lugar, de acuerdo a ciertas crónicas. Sin embargo el hombre no figura en los
registros. Hay, sí, un capitán Pedro de
Luján.
(2) Tomás Falkner, misionero jesuita, nació en
Manchester, Inglaterra, el 6 de octubre de 1707, y falleció en Ploden Hall el
30 de enero de 1784.
(3) El coronel Pedro Andrés García nació en
Santander. Incorporado a los 18 años de
edad en la expedición del general Pedro Cevallos al Río de la Plata, fue más
adelante organizador de milicias con motivo de las invasiones inglesas y
finalmente se le encomendó la incursión mencionada.
(4) Gaceta de Buenos Aires del 16 de diciembre de
1820.
Fuente
Clifton Goldney, Adalberto
A. – El cacique Namuncurá – Buenos Aires (1963).
Efemérides – Patricios de
Vuelta de Obligado.
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