El regreso de Malvinas
Por Jorge Giles
jgiles@miradasalsur.com
El abordaje de Malvinas suponía,
en tiempos de desmalvinización, hablar en sordina por los pasillos de la
política; “a ver si alguien se cree que somos malvineros cuando no lo somos”. Y
para los que orgullosamente lo eran, hablar de Malvinas y su causa soberana,
implicaba tirarse cuerpo a tierra, avanzar en zig-zag, dar un rodeo antes de la
meta y vestirla con ropaje de etiqueta para que pueda ingresar a los salones de
la alta política.
En pleno siglo XXI, las cosas
han cambiado. Hablar de Malvinas es ponerse de pie, pasar al frente, ligar el
concepto de soberanía nacional con el de soberanía popular; significa,
definitivamente, hacer política en una clave tan eterna como novedosa.
Equivocado está el que crea
que Malvinas es sólo un par de islas en el mar austral. Malvinas es la costilla
que nos arrancaron. Es una metáfora dolida de nuestra propia identidad.
Malvinas no está quieta, se mueve todo el tiempo. Y lo que es más pasional y
desafiante: una vez que se desata, echa a andar por sus propios medios y se
mete en las casas, en los hospitales, en las iglesias, en el comité y en la
unidad básica, en la academia y en el club del barrio, en los colectivos y en
las estaciones.
Señoras y señores, público
presente, Malvinas ha regresado a la escena política nacional. Lo hace esta vez
en democracia. Y ello supone un desafío nuevo: armarse de argumentos para
rebatir al colonialista y al colonizado de cabotaje que vive entre nosotros.
Porque si bien Malvinas se
proyecta al mundo como la sustancia misma de la política exterior, en verdad es
la parte fundante de nuestra política nacional, de la política interna, la
cotidiana, la del café, la de la Casa Rosada y el Parlamento.
Ningún territorio de la
patria se administra y gestiona desde las Naciones Unidas. Malvinas tampoco.
Sólo que como el Reino Unido de Gran Bretaña posó allí sus garras hace 179
años, es el canciller y no el ministro del interior, el que atiende y reclama
su recuperación.
Es preciso poner en un lugar
correcto la causa Malvinas, porque de no hacerlo, algún distraído podrá pensar
que es una cortina de humo, un impasse en el trajinar de la vida cotidiana, un
punto de apoyo para no se sabe qué proyecto. Y no.
En esta democracia, Malvinas
es un sustantivo como el trabajo, la Asignación Universal por Hijo, el
presupuesto educativo, la movilidad jubilatoria.
Hay tres actores
imprescindibles para que esta vez la causa soberana tenga un final victorioso:
el pueblo argentino, el gobierno democrático y la América latina y el Caribe.
Vivir en una democracia que
no cambia nada, libera al ciudadano del compromiso de asumir a pleno su
defensa. Antes bien, lo conmina a sacudir el árbol para que caigan frutos.
Pero vivir en una democracia
que rompe el protocolo y la agenda del poder establecido, obliga a ejercer el
oficio ciudadano de cargarse al hombro cada cambio cultural, cada conquista
social, cada reparación de derechos.
Malvinas nos precisa a todos
participando y armados de buenos argumentos para defenderlas.
Mucho más cuando es elocuente
que se ha lanzado una operación de inteligencia contra nuestras filas. Las del
Gobierno y el proyecto nacional y popular, pero también contra las filas de los
que defienden esta causa, piensen como piensen partidariamente.
¿O acaso podríamos creer que
son casualidades la golpiza cobarde al diputado Díaz Bancalari, la transmisión
en vivo y en directo de TN agitando fantasmas del pasado, el bombardeo
mediático del Grupo Clarín y La Nación desde las propias islas y el ataque a
granel contra la Presidenta?
Desde que recuperamos la
política con Néstor y Cristina, las casualidades no existen; o valen sólo para
asuntos de entre casa.
Desde esta operación
desmalvinizadora echaron a rodar la teoría del “tercer actor”, los kelpers y la
de su presunta legitimidad de “autodeterminación”.
Está claro que, como sucede
en toda operación de magnitud, están en la primera fase de ablandar el terreno
donde pisa el gobierno argentino, trastocando la ecuación agresor-agredido.
Ahora resulta que la
Argentina es agresor porque habría dejado sin bananas al ciudadano británico
que ocupa ilegalmente nuestras islas. Y resulta así que el inglés que depreda
nuestros recursos naturales y agrede nuestra soberanía se convierte en agredido
porque no tiene bananas.
Lo escribimos así para poner
en grotesco y absurdo lo que simplemente lo es.
Además, aclaremos que la
Argentina no implementó ninguna restricción para los isleños. Habría que pensar
seriamente en instalar en las islas un plan Banana para todos para poder
compartir, al menos en un rubro, la política de inclusión que gobierna en el
continente de los argentinos.
Malvinas es la sintonía fina
del Bicentenario. O una porción importante de la historia que venimos
recuperando en estos últimos años. Llegó para quedarse en nuestra agenda
diaria. Ni qué hablar de este 2012 y el próximo cuando se cumplan 180 años de
la ocupación colonialista.
Nos ayudará, como faro que
es, a descubrir o redescubrir héroes como el Gaucho Rivero y el maestro soldado
Julio Cao, héroes solitarios como Miguel Fitzgerald y héroes colectivos como
los militantes que, encabezados por Dardo Cabo, llegaron hasta Malvinas a izar
la bandera azul y blanca, cantar el Himno Nacional y reafirmar que esa tierra
también es Argentina, como lo es Jujuy, Río Gallegos, La Matanza, Ushuaia o
Curuzú Cuatiá.
La Argentina no reclama por
los que comen bananas. Sólo reclama el territorio que le robaron.
Y le reclama al dueño y al
capitán de la corbeta Clío, no a sus polizontes. No hay tercero en discordia,
además, porque los kelpers son ciudadanos británicos que juran por la reina.
Clarín baja línea a los
cipayos y sale a buscar voceros que sostengan esa línea.
Pero están fuera de foco.
Atacan las políticas de inclusión de Cristina pensando en los noventa, hacia
adentro y en la Europa actual, hacia afuera.
Lo triste no es eso. Lo
triste es ver dirigentes que echan su honra a los perros repitiendo lo que dice
Clarín.
Más temprano que tarde,
Malvinas nos juzgará.