Cuando Perón rompió el bloqueo
El periodista
cubano José Bodes y el argentino “Coco” López realizaron esta investigación
sobre una de las decisiones más importantes del gobierno peronista en 1973 y
menos recordada en la Argentina. A modo de adelanto exclusivo, página/12
publica un capítulo de este libro sobre Cuba y Argentina en 1973.
Desarrollar las relaciones comerciales entre la Argentina y Cuba
era una tarea que demandaba una buena dosis de voluntad política. Cuba tenía
una economía centralmente planificada, lo cual significaba que el intercambio
con otros países debía estar vinculado con los objetivos de producción, consumo
e inversiones fijados con una perspectiva de uno a cinco años.
La economía cubana había crecido a un promedio anual de 3,6% en
la década del ‘60, período en que se introdujeron los principales cambios en el
sistema de propiedad. La nacionalización de las empresas extranjeras, la
confiscación de los bienes malversados por antiguos funcionarios de la
dictadura batistiana, la expropiación de las fincas rurales mayores de 60
hectáreas y otras medidas de regulación de la economía significaron un cambio
casi total en la posesión y uso de los recursos del país. La participación del
Estado en el valor de los fondos básicos alcanzó el 100% en la industria, el
comercio, la banca, la construcción y el transporte. En la agricultura llegó al
75% porque fue mantenido un sector de propiedad privada, que contaba con
créditos oficiales y contribuía con sus productos al abastecimiento de la
población.
El año 1970 marcó un momento de viraje en la política económica
debido, fundamentalmente, a que el plan de desarrollo de la producción
azucarera, concebido como el pivote de la futura industrialización del país, no
pudo ser cumplido. Los recursos invertidos para el logro de esa meta
determinaron, de forma indirecta, la caída de los demás sectores de la economía
nacional.
En lo que respecta al sector externo, las fuentes de
financiamiento estaba limitadas a la URSS y algunos otros países socialistas
porque los organismos internacionales de crédito, como el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, no prestaron ayuda a Cuba desde 1959.
La Argentina, por su parte, tenía una economía basada
eminentemente en el capital privado y las relaciones con el exterior se
manejaban en forma directa por las empresas de este sector; mientras que el
Estado cumplía las funciones de gestor de negocios dentro de una concepción,
muy controvertida, de que los beneficios de unos pocos se revertirían a largo
plazo en beneficio de la mayoría.
El cumplimiento de esta labor promocional corría a cargo de la
Secretaría de Relaciones Económicas Internacionales, una repartición disputada
por muchos años entre la Cancillería y el Ministerio de Economía, y que ahora
se encontraba en la esfera de este último.
Para ninguno de los interesados cabían dudas de que el comercio
era la vía más idónea para impulsar las relaciones económicas, luego de varios
años de inercia provocada por los condicionamientos políticos. Las
exportaciones argentinas a Cuba nunca fueron muy elevadas, pero en los años ‘60
se derrumbaron a un ritmo vertiginoso. Todavía en 1964, a dos años de la
ruptura de relaciones oficiales, el monto ascendió a 1.665.600 dólares.
En los cuatro años siguientes, bajo la influencia de la
resolución de la OEA de cesar todo trato comercial con la Isla, se redujeron a
cifras insignificantes y desde 1969 hasta 1972 no hubo operaciones. Las
importaciones, que siempre estuvieron muy por debajo de las ventas, habían
cesado a partir de 1963.
Los sucesivos gobiernos argentinos se habían sumado al bloqueo
de los Estados Unidos contra la Isla, a pesar de que con esa decisión privaban
a la industria nacional de un mercado en el que podían colocar sus productos no
tradicionales de exportación, los que por otra parte no tenían la más mínima
posibilidad de acceso al consumidor norteamericano.
En los meses previos a la asunción de Cámpora, cuando Perón
conferenciaba en Puerta de Hierro con el futuro ministro de Economía, José Ber
Gelbard, sus instrucciones fueron precisas: “Usted debe abrir una agenda de
trabajo con los países socialistas, especialmente con la URSS, Cuba y China”.
Gelbard era entonces el presidente de la Confederación General Económica (CGE)
y desde esa posición estaba sumamente interesado en abrir nuevos mercados para
los pequeños y medianos empresarios argentinos. Durante su desempeño en el
Ministerio de Economía, desde el fugaz mandato de Cámpora hasta los primeros
meses del tormentoso mandato de María Estela Martínez, viuda de Perón, siempre
auspició la diversificación del comercio argentino como un arma de
independencia política que, a la vez, representaba pingües beneficios para los
sectores económicos a los que pertenecía.
Nacido en Polonia en 1926, su familia de origen judío emigró a
Sudamérica con la aparición de las primeras nubes del antisemitismo, lanzadas
sobre la Europa por el pujante nazismo. Su lugar de destino fue la provincia de
Tucumán, en el norte argentino, José era entonces casi un adolescente. Las
estrecheces familiares le impidieron completar los estudios primarios y a muy
temprana edad comenzó a trabajar como vendedor ambulante.
En su juventud, se esforzó por adquirir una preparación cultural
básica que le permitiera emprender modestos negocios. Estos fueron
paulatinamente mejorando su posición económica a la vez que cimentando su
prestigio como portavoz de los pequeños comerciantes y empresarios de la
provincia de Catamarca, donde se había asentado. Esta actividad representativa
iría en desarrollo en los años siguientes, y junto con el crecimiento de su
capital, lo avalarían como fundador y presidente de la CGE.
Mientras tanto, sus inclinaciones políticas lo llevaron a
ingresar en las filas del Partido Comunista, filiación esta que, según algunos
dirigentes del PC en los años ‘70, no abandonó nunca, aunque optó por
desempeñarse como “compañero de ruta” y en funciones de gestor financiero para
la colectividad.
Para Gelbard, la apertura orientada por Perón no sólo constituía
una alternativa económica de máxima prioridad sino también un derrotero estratégico
muy acorde con su pensamiento. Romper la inercia comercial con Cuba heredada de
las viejas administraciones exigió crear una estructura financiera que allanara
el camino, puesto que la Isla contaba con limitados recursos en divisas
convertibles para destinarlos a compras, más o menos voluminosas, a nuevos
proveedores.
Las conversaciones oficiales en Buenos Aires avanzaron
rápidamente. Los interlocutores eran el embajador Emilio Aragonés Navarro y,
por la parte argentina, unas veces Gelbard y otras el propio Perón.
En un reportaje realizado en La Habana en el año 2000 y luego de
décadas de silencio, Aragonés relató aquella histórica entrevista con Perón.
Cuando Aragonés entró a la reunión con el General, tenía
inquietud por saber qué facilidades podrían ofrecer los argentinos para el
intercambio comercial con su patria. Confiaba en la buena relación con Perón,
pero aquí se trataba de números y no sólo de simpatías políticas o afinidades
personales.
En esa época, que Cuba obtuviera 200 millones de dólares de
crédito de un país era celebrado como un triunfo.
–Yo había pensado en esa cifra, General –arriesgó Aragonés luego
de las conversaciones previas de rigor y cuando Perón ya lo habilitó para
entrar directamente al tema de fondo.
Perón meneó la cabeza en silencio, como analizando el monto.
–Puede ser mayor –dijo luego. Y el viejo guerrillero tragó
saliva.
La situación estaba clara. El propósito de los gobernantes
argentinos era abrir un nuevo mercado donde tuviesen cabida los productos
manufacturados, preferentemente los procesados por la industria nacional. Cuba,
mientras tanto, aspiraba a revitalizar sus relaciones comerciales con América
latina y, de ese modo, romper el bloqueo económico en una región que durante
décadas estuvo consideraba el patio trasero de los Estados Unidos.
El presidente argentino preguntó en qué sectores se invertiría
el dinero. Comenzaron entonces a analizar rubro por rubro. Los dos evidenciaban
saber de qué estaban hablando. Y la cifra fue creciendo... Aragonés terminó la
entrevista con Perón y partió raudo a la provisoria sede de la Embajada cubana.
A pesar de su corpulencia, bajó de un salto no bien se detuvo el automóvil y
entró sin contestar el saludo de una secretaria. A los pocos minutos salía un
cable para Fidel: “Acabo de firmar un crédito por 1.600 millones”.
Inmediatamente, Fidel respondió con una pregunta llena de
expectativas: “¿En dólares o en pesos argentinos?”.
En esta última moneda, el crédito representaba unos 160 millones
de la divisa norteamericana, lo cual ya era por sí solo un préstamo importante
para Cuba. El cable cifrado que llevaba la respuesta era breve y no admitía
dudas: “En dólares de los Estados Unidos de Norteamérica”.
La adaptación al mercado cubano sería una prueba de fuego para
la industria argentina. Por empezar, cualquier aparato eléctrico, de uso
industrial o doméstico, tendría que funcionar con la corriente de 110 voltios y
60 ciclos que se utilizaba en Cuba, lo cual exigía una preparación especial
para su entrega al cliente. Los herrajes y toda clase de objetos metálicos
estarían sometidos a una corrosión mucho más destructora que la de la
Argentina, ya que la Isla está expuesta, en sus 111.000 kilómetros cuadrados de
superficie, a los aires marinos cargados de sal.
Otro desafío, pero éste no de orden natural, surgiría de la gran
cantidad de maquinaria y útiles de manufactura soviética y de otros países de
Europa del Este que había sido instalada en Cuba desde los años ‘60, cuando
comenzó el bloqueo norteamericano y no entraron más repuestos para los equipos
Made in USA que tanto abundaban allí.
Es decir, en algunos casos las importaciones argentinas tendrían
como destino reemplazar la planta industrial de procedencia estadounidense que
había tenido que ser paralizada y, en sentido general, mejorar la calidad de
vida de los cubanos creando un surtido de productos y servicios que en esos
momentos no estaban disponibles para la población.
Todo esto lo sabía Aragonés y lo repasó mentalmente en segundos.
Pero ahora era el momento de la euforia.
El corpulento diplomático salió y se disculpó con la secretaria
por no haberla saludado momentos antes. El experimentado guerrero sonreía,
consciente de que se abría una etapa sin precedentes en la historia diplomática
y económica de la Argentina y Cuba. Sabía que nada sucedería sin escollos, pero
estaba acostumbrado a ellos. Por un genuino acto de soberanía, la Argentina
abría una grieta en la política dictada por el Departamento de Estado.
http://www.pagina12.com.ar/diario/cultura/7-17650-2003-03-16.html