26 de Enero de 1871 – Batalla de Ñaembé
Primera rebelión jordanista
Hacia 1870 un aire vivificador y fecundo viene de Europa. El puerto de Buenos Aires se ensancha para dar cabida a tantos barcos de ultramar. El viejo continente entra por el Riachuelo y va conquistando la ciudad y el campo. Los viejos hábitos criollos y españoles van desapareciendo ante la aparición de los que llegan de Francia, Inglaterra e Italia. Pero el país está muy pobre por esa sangría que provoca la Guerra el Paraguay y por el dinero que cuesta. Sin embargo, el pueblo se europeiza; un poco con gusto y otro poco a la fuerza, pero lo hace.
Dos elementos, que son extremos, sin embargo, se resisten a las caricias cautivadoras de la cultura europea: los últimos caudillos del interior y los nuevos intelectuales de la ciudad representados por la prensa de Buenos Aires. Tampoco se europeiza el gobierno nacional ejercido por Sarmiento que, a todo trance, quiere someter a las provincias opositoras a sangre y fuego.
En La Rioja, en San Juan, en San Luis y en Entre Ríos, los últimos gauchos se agitan ensayando chuzazos de sus ensangrentadas tacuaras. Son los resabios de una época que no quiere terminar de pasar del todo, acuciados sus instintos por la prepotencia del presidente de la República. En Buenos Aires, la prensa, no queriendo oír la voz culta que viene de Europa, imita a los caudillos del interior, agitándose contra el Presidente a quien dirige frases irrespetuosas y hasta insultos.
Mientras esa prensa dirigida por Mitre, y Juan María Gutiérrez, a quienes pronto se unirá José C. Paz, se ensaña con el Presidente de la República, José Hernández desde el “Río de la Plata” combate a Sarmiento en lo que tiene de arbitrario, pero guarda el respeto que merece la investidura de quien es Presidente de los argentinos y sofrena el desborde de la oposición.
Los propósitos de avasallamiento de las provincias por parte del Presidente que, con su excesivo personalismo “no admite más opinión ni más autoridad que la suya”, y el celoso principio de autonomía federal de los últimos caudillos, ensangrientan el país una vez más: el 11 de abril de 1870, al sublevarse en Entre Ríos el general Ricardo López Jordán, la partida que forma la avanzada revolucionaria asesina al general Urquiza en su palacio San José, de Concepción del Uruguay.
Hacía un mes que había sido muerto bárbaramente el mariscal Francisco Solano López, con lo que la guerra con el Paraguay quedaba terminada. Pero ahora viene esta sublevación y este asesinato de Urquiza a prolongar la guerra, dentro de las propias fronteras nacionales.
En distintos lugares del norte y de Cuyo, se notan también síntomas de levantamiento contra Sarmiento, y en Buenos Aires, la oposición acepta la coyuntura para arreciar la campaña contra el Presidente. Por su parte, Sarmiento violentísimo, toma sus medidas precaucionales. Primero ha de vigilar muy estrechamente a los opositores de Buenos Aires, principalmente a los periodistas. José Hernández siente enseguida la amenaza; ve la mano férrea del Presidente que se tiende sobre su diario; algo le dicen confidencialmente sobre las intenciones de Sarmiento de clausurarle el diario y meterlo preso a él. Advierte que los esbirros lo siguen, que lo vigilan. Disimulados en los boliches de las inmediaciones; arrinconados en las esquinas cerca del Club, parados en la puerta de la Confitería, los esbirros espían a Hernández. El los conoce, está acostumbrado a ellos, ha aprendido a conocerlos allí mismo en Buenos Aires en la época de “La Reforma Pacífica”, los vio luego en Paraná, después de la caída de Pedernera, los volvió a ver en Rosario y más tarde en Corrientes. Estos esbirros tienen en todas las ciudades y todos los tiempos el mismo tipo, la misma facha, el mismo sello; tienen algo de tahur y de compadrito, campea en ellos el estigma del explotador de bajo fondo y del “pesado” de arrabal. Hernández tropieza con ellos en todas partes; mira hacia delante y los ve parados en la esquina, se vuelve, y advierte que lo siguen. Un día ve como rodean la manzana donde está la redacción. Resuelve, entonces, escribir el último editorial y clausurar el diario; estampa estas palabras: “No queremos asistir en la prensa al espectáculo de sangre que va a darse a la República…. No hemos aprendido a cortejar en sus extravíos a los partidos ni a los gobiernos, y antes de hacernos una violencia a que no se somete la independencia y rectitud de nuestro carácter, preferimos dejar de la mano la pluma que hemos consagrado exclusivamente al servicio de las legítimas conveniencias de la Patria. Dejamos de escribir el día en que no podemos servirla”. (1)
Una tarde, Hernández guarda dos pistolas en los bolsillos del pantalón, se cerciora del dinero que lleva, deja una cantidad a su esposa, Carolina, besa a sus hijos y abraza a su mujer. Y sin decir una palabra de despedida, sin mencionar para nada su partida, sale luego a pasos rápidos, sube a un coche que lo espera, y desaparece por el largo camino que va hacia la costa. Por ese camino galopa ahora con dos hombres más, por entre sauces y garabatos, como buscando algo que él sabe que tiene que estar allí. Desmontan los tres; luego conversan, se abrazan en una despedida afectuosa, y vuelven a montar. Y mientras Hernández sigue galopando hacia el norte, siempre por la costa del río, los otros dos toman el camino de Buenos Aires. A la noche, Hernández se embarca en un balandro para trasbordar más tarde, cuando la oscuridad ya es completa, a un vapor de la carrera. Al día siguiente navega por el río Uruguay esperando el momento de desembarcar para unirse a las fuerzas de López Jordán. Mientras el vapor avanza lentamente aguas arriba, Hernández cavila. Ha muerto el general Urquiza, el viejo león desmelenado de San José. Habrá comparecido ya ante el supremo tribunal para responder de los soldados que hizo sacrificar inútilmente en la batalla de Pavón, de la que él desertó.
Desde entonces había estado gravitando en la política de Entre Ríos como un peso muerto, un lastre que arrastraba hacia abajo el fervor federal y la pasión autonomista de la provincia. Nada se podía hacer sin su consulta, ni nada podía resolverse sin su previo convencimiento. Ante su política de entrega a la oligarquía porteña, la vieja y orgullosa soberbia entrerriana iba agachando la cabeza en una claudicación vergonzosa e indigna. El caudillo que había en Urquiza había muerto para dejar su lugar al patriarca, pero un patriarca decadente y vencido que se había convertido en un humilde vasallo del Presidente de la República. Entre Ríos, bajo la férula degradada de Urquiza, era una provincia más, sometida a la oligarquía porteña, como eran Santa Fe, Corrientes, Mendoza… No, Entre Ríos no podía sumarse a las provincias vasallas; la soberbia entrerriana no podía agachar mansamente la cabeza; las lanzas entrerrianas aún estaban cimbrantes y húmedas de sudor y de sangre. Si el sometimiento de Entre Ríos convenía a la logia de Buenos Aires de la cual Urquiza, Sarmiento y Mitre eran “hermanos”, y allí lo habían convenido, en las cuchillas entrerrianas aún quedaban gauchos dispuestos a morir por la libertad. Si bien la muerte de Urquiza era un crimen y su sangre una mancha, López Jordán era un símbolo y una bandera. Y había que seguirlo.
Días después, al rayar la aurora, Hernández desembarca en la costa del Uruguay cerca de Gualeguaychú con algunos hombres más, y todos juntos, al promediar la mañana, galopan por entre las cuchillas entrerrianas en dirección al oeste. Llevan un rumbo fijo que siguen con fidelidad de un ideal profundamente arraigado en su corazón. Todos ellos son viejos federales, soldados de Cepeda y Pavón, emigrados por la pertinacia de sus convicciones.
Al brillo del sol de mayo en la mañana esplendorosa, se muestran como vestidos de fiesta los pueblos que atraviesan, los ranchos pintados de blanco, algunos con listas o franjas rojas o celestes, a la sombra de algún aguaribay gigantesco o de un frondoso y lánguido sauce. Se apean en algunas pulperías para tomar caña o aguardiente y escuchar la conversación de los paisanos. Se confunden cuando pueden con ellos e inquieren noticias; todos lamentan la muerte de Urquiza pero nadie está dispuesto a levantarse para vengar o desquitarse de su muerte. Nadie, absolutamente nadie s emueve ni se agita en defensa del ilustre muerto, ni los gauchos, ni los militares. Entre Ríos no aplaude esa muerte, pero la justifica y se levanta como un solo hombre al grito de “¡Viva el general López Jordán!”, a quien la legislatura nombra el 14 de abril de ese mismo año, gobernador interino. (2)
Hernández, rememorando aquellos lejanos tiempos en que galopaba en el escuadrón del rengo Sotelo por los campos de Buenos Aires, piensa que en lugar de haberse adelantado en sus ideales de libertad institucional, se ha retrogradado ante el poder absorbente y centralista de Buenos Aires. Está en esas meditaciones cuando llega con sus compañeros a las inmediaciones de Durazno. Sujetan un poco el galope y entran por el callejón bordeado de espinillos. En la entrada del pueblo, un oficial se adelanta hacia ellos, por lo que ponen los caballos al paso y luego paran. El oficial les da el “quien vive” y Hernández, adelantándose, se da a conocer. El oficial es un antiguo soldado que ha estado con Galarza en Cepeda y Pavón, y por la corpulencia y el nombre reconoce a Hernández. Se saludan, se cambian unas expresiones, Hernández presenta a sus compañeros, y todos se adelantan hacia el destacamento militar. Al día siguiente, Hernández, el comandante Ezequiel Velázquez, y los compañeros de aquél, galopan por los campos de Teófilo Urquiza en el distrito de Vergara. Cerca del mediodía, en una ranchada rodeada de añosos aguaribayes, hacen alto. Momentos después bordea la cuchilla cercana un grupo de oficiales y soldados: la típica figura de criollo y de patriarca, del general Ricardo López Jordán se destaca a su frente. Hernández, sus compañeros y el comandante Velázquez forman militarmente tomando de la brida sus caballos. López Jordán sujeta su caballo a diez metros de sus adictos y es saludado por la modesta población de la ranchada con un “¡Viva el general López Jordán!”, que éste agradece fijando sus ojos negros y penetrantes en todos ellos. Luego desmonta y se dirige resueltamente a Hernández a quien abraza efusivamente. Los dos hombres quedan abrazados estrechamente un largo rato aumentando la emoción de los que están allí reunidos. Luego el caudillo saluda a los compañeros de Hernández y al comandante Velázquez, y se acerca a los paisanos de la ranchada, a las mujeres y los chicos; conversa con todos ellos y entra enseguida al más grande de los ranchos. Alrededor de una mesa se comunican las últimas noticias, se cambian impresiones y se toman algunas medidas para resistir las fuerzas nacionales que Sarmiento ha enviado contra Entre Ríos a las órdenes del comisionado nacional general Emilio Mitre.
Es la media tarde cuando todos montan a caballo para dirigirse al sur. Cuando está por emprender la marcha, López Jordán pide a Hernández que galope a su lado y hace constar a los presentes que desde ese momento queda incorporado a su ejército en calidad de Ayudante suyo.
Y nuevamente la vida azarosa y agitada del campamento y de la guerra para este hombre impulsado por un sino turbulento y extraño. Allá va Hernández entre los escuadrones gauchos, entre ponchos y tacuaras, atravesando campos, cruzando pagos, empujando ilusiones. Y allí, en la ciudad orgullosa y cómodo, su mujer y sus hijos añorando al ausente.
De todos los pagos, de todos los ranchos, salen hombres para unirse a López Jordán; toda la provincia se une a él como a la última esperanza de autonomía provincial, como si fuese imagen y símbolo de los valores espirituales de la tierra nativa. Paisanos que no tienen nada que esperar de esta guerra, gauchos que no ambicionan ningún bien ni ninguna prebenda, ni galones ni posiciones rentadas, nada, absolutamente nada; acuden con su caballo y su tacuara a alistarse en el ejército de las esperanzas entrerrianas. Y siguen tras de López Jordán con esa fe y esa exaltación espiritual de los prometeros tras de la imagen sagrada.
Gauchos, trasunto, esencia y sustancia de esta tierra criolla, allí, al lado de Hernández, confundidos con él, galopan, marchan silenciosamente a veces, bullangueramente otras, pero siempre tranquilos, confiados, enteros, sin reticencias y sin prevenciones. Hernández los contempla, habla con ellos, los ausculta espiritual y moralmente, y siente que en su alma se eleva como un himno de admiración y respeto por ellos.
Batalla de El Sauce
Allá, al atardecer, la tropa busca un lugar, en el repecho de una cuchilla, para acampar. Y momentos después, cuidadas las caballadas, se arman los fogones, el mate circula de mano en mano, el humo se levanta y el olorcito incitante del churrasco despierta el apetito y el buen humor. A la noche, envueltos en sus ponchos los hombres duermen sobre la tierra tres veces criolla de Entre Ríos, bajo el manto oscurísimo de la noche y el temblor de las estrellas. A la mañana siguiente, 20 de mayo de 1870, toda la tropa está a caballo al borde de la cuchilla, mientras allá, enfrente, a una legua de distancia, la avanzada de las fuerzas nacionales del general Conesa, formada en escuadrones por pequeñas columnas evoluciona como en día de parada. López Jordán toma sus disposiciones, y horas después chocan los dos ejércitos. De un lado, el coraje criollo sin ningún adorno ni resguardo, al aire los ponchos gauchos y las melenas nazarenas, entre el cimbrear de sus tacuaras como únicas armas; del otro, el mismo coraje ayudado por las armas modernas, el fusil de precisión y el cañón alemán rayado en media espiral, haciendo estrago en la carne gaucha. La caballería entrerriana ahuyenta a la enemiga y deshace algunos cuadros de infantería, pero careciendo López Jordán de armas de fuego modernas y suficientes, se bate en retirada.
El ejército gaucho, quebradas las más de sus tacuaras, retrocede por los campos nativos. Hernández, al lado del caudillo se siente dominado por la amargura y la rabia; echa vistazos a los escuadrones que lo rodean y parece reconfortarse con la expresión de conformidad y confianza de esos gauchos.
Batalla de Santa Rosa
¿Hay alguna esperanza de triunfo en esta guerra? No, no hay ninguna. Lo ve enseguida Hernández, pero al igual que los gauchos eso no debe calcularse, sino la justicia y santidad de la causa que se defiende. Y Hernández sigue tras del caudillo con su vida azarosa y llena de peligros, por la que quien más ronda es la muerte.
El país mira con evidente desagrado esta guerra de Entre Ríos y se admira del valor de las tropas gauchas de López Jordán. Pronto Sarmiento tiene que enviar seis generales allá, y proceder al repudiable procedimiento de las levas para formar un ejército capaz de terminar con la resistencia entrerriana. Exige un ejército de veinte mil hombres, que no logra formar, mientras López Jordán, burlando con viveza gaucha a los generales Mitre, Rivas y Conesa, toma Concepción del Uruguay, con su guarnición y su jefe, el coronel Claro Ortiz. Inmediatamente reúne a los prisioneros y los deja libres para que cada cual se marche a su provincia, a su casa. El 14 del mismo mes de julio se apodera de Gualeguaychú. Pero la artimaña y viveza gauchas terminan ante la presencia del formidable ejército nacional; el general Ignacio Rivas provisto de armas de fuego modernas, enfrenta a López Jordán en Santa Rosa, y la mortandad gaucha es impresionante.
Batalla de Ñaembé
Acorralado como una fiera por todas partes, sabe el caudillo que una fuerza nacional desprendida de Corrientes va a atacarlo por el norte. Audaz y valiente, López Jordán avanza sobre esa provincia. Mandaba la vanguardia el coronel don Pedro Seguí, la que se formaba de un regimiento de Concordia, a las órdenes del teniente coronel Lescano y mayor Cruz Pais, de un regimiento de Gualeguaychú, a las órdenes del teniente coronel Romualdo Hermelo y el mayor Diosmán Astorga, de un regimiento de Rosario Tala, a las órdenes del teniente coronel Jorge Carballo, quien desempeñaba también el cargo de Jefe de Detall y de un batalloncito a las órdenes del teniente coronel Pablo Palavecino.
Cerca de la laguna de Ñaembé, en Corrientes, el 26 de enero de 1871, las armas de fuego de alta precisión del ejército nacional van quebrando las tacuaras entrerrianas. Pero la fiereza gaucha no se rinde mientras los escuadrones conserven su formación. Alrededor de López Jordán, en pleno combate, se reúnen oficiales distinguidos y lo más escogido de sus tropas formando como un cerco en torno de su preciosa persona. Cuando la metralla ha abierto una ancha brecha, la caballería correntina embiste furiosa. Allí va, en primera línea la lanza terrible de José Gómez (El Bravo). Su empuje es tan fiero que llega junto mismo a López Jordán. Se cruzan las tacuaras de las dos provincias, y cuando Gómez seguido de algunos de sus más valientes soldados va a arremeter contra el caudillo, surge en el entrevero la figura pujante y avasalladora de Hernández, cuyo brazo hercúleo blande con furia invencible su pesada y larga lanza. La atropellada es terrible y lleva a Gómez, el Bravo, y a sus soldados a media cuadra de distancia para perderse enseguida en la confusión bárbara del combate. (3)
Pero la batalla está perdida. El Remington y el cañón modernos han vencido a las tacuaras gauchas. Y López Jordán ordena el toque de retirada. Al atardecer, allá junto al río Corrientes, se reúne con los pocos dispersos y acampa para pasar la noche. Al otro día el pequeño grupo emprende la retirada hacia el este, buscando la frontera del Estado Oriental. Galopan en silencio, concentrado cada uno en sus propias reflexiones. Junto a López Jordán va Hernández, caviloso, reconcentrado, con el sello de la amargura reflejado en su semblante.
Allá en Buenos Aires, ha quedado Carolina con los tres hijos. Ahora ya son cuatro sin duda, porque en el momento de partir estaba por ser madre por cuarta vez. ¿Habrá nacido ya su hijo? ¿Carolina estará bien? ¿Será niña o varón? Galopa por los campos de Corrientes entre espinillos y paja brava, entre hacienda salvaje y gentes recelosas. Han salido chasques en todas direcciones avisando a los destacamentos para que los prendan y los fusilen. ¿Se les adelantará algún chasque? ¿Llegará a avisar a algún destacamento fuerte y serán detenidos? Allí enfrente, a pocas leguas está Curuzú Cuatiá. Allí hay un fuerte contingente de soldados correntinos. El amor propio criollo le ha dictado a López Jordán no huir a la disparada, sino tranquilamente, al galope regular, como Lavalle en Quebracho Herrado y como Paz cuando en El Tío lo perseguía la patrulla que no le habría boleado el caballo si él hubiera disparado olvidándose de que era general y criollo. (4)
Así van López Jordán, Hernández y sus compañeros: al galope regular. Su amor propio de criollos no les permite disparar. Ahora deben dar un rodeo para salvar Curuzú Cuatiá que esta enfrente, a dos leguas escasas. Pero nadie dice una palabra y el caudillo va como ensimismado. De pronto levanta la cabeza, mira a sus compañeros y dice solamente que cada cual apronte las armas que tiene porque en Curuzú Cuatiá pueden ser atacados. Y avanzan resueltamente. Al atardecer llegan a los primeros ranchos del pueblo; al pasar se internan por sus callejuelas polvorientas. Salen perros a ladrarles y hombres y mujeres a mirarlos. Pero nadie los detiene. Pasan frente al destacamento policial y siguen buscando la salida del pueblo. En su límite algunos se apean en una pulpería, toman cañas, y siguen galopando hacia el este, en dirección al Paso de los Libres. Cuando llegan a Mercedes, frente a la perspectiva del destierro sienten cómo el corazón se convierte en aldabón y golpea en el pecho como si fuese la puerta del hogar distante. Hernández siente también esos golpes por dentro, y mientras los otros piden permiso al caudillo para volverse a Entre Ríos, a su casa, y doblan directamente hacia el sur, los pocos que quedan, Hernández entre éstos, siguen hacia el este buscando la costa del Uruguay. (5)
Forman ahora un pequeñísimo grupo, un puñado de hombres que llevan dentro, como en un nido, el amor a su ideal federalista. Son los últimos cruzados de una idea generosa que nació el mismo día que la patria, y que después de algunas victorias ha ido sufriendo derrotas hasta perderse casi, desgarrada en la fatalidad.
Galopan estos hombres guiados por el instinto gaucho de la dirección y el rumbo; parecería que avizoraran el punto de distancia, que olfatearan el camino que nunca recorrieron. En la noche, después de adquirir algún alimento en la pulpería, o de solicitarlo en algún rancho o estancia, buscan un lugar apartado del camino, cenan, toman mate al calor del fogón, hablan de las glorias pasadas y de la incertidumbre del porvenir patrio, y luego se acuestan sobre el “recao” a dormir, quedándose uno de ellos, por turno, montando guardia.
Mientras Hernández corre los azares de su vida agitada, Carolina se retira a la quinta de Mamá Totó, en San Martín. Y allí, en la misma pieza y en la misma cama en que nació José Hernández, nace el 28 de mayo de este año de 1870, su hija Margarita. Ninguna noticia tiene Carolina de su Pepe, pero sabe por los diarios las derrotas que ha sufrido López Jordán. Postrada en cama, imagina a Pepe galopando en el ejército entrerriano al lado del caudillo heroico. Un oleaje de pesimismo y de amargura refleja la imagen del ausente querido entre balas y lanzas, huyendo en derrotas, sufriendo; posiblemente herido; muerto quizás.
Mientras Isabel y Manolito juegan en la galería, y Mercedes dormita en la cuna, allí, junto a ella, está esta pequeña Margarita, recién venida a la vida, estremeciéndose en los primeros contactos con la luz del día, y moviendo sus bracitos como extendiéndolos al padre ausente, que quizás cuándo vendrá, que quizás si vendrá un día.
Añora Carolina los pocos años de ventura que ha tenido al lado de su marido y los continuos sobresaltos y angustias de la vida azarosa que le ha tocado en suerte. En la mañana tibia, abandona sus brazos a lo largo de los cobertores, y pasea su mirada por la habitación, y por el campo que se divisa distante por la ventana. Un verdor esmeralda de alfalfares y trigales se extiende hacia el norte, recortándose a la distancia por una línea de álamos y retamos que, en los claros, dejan entrever un caserío, o ranchada, donde los chicos juegan alborozados y despreocupados, mientras las madres trajinan en los quehaceres domésticos, cantando alegres y dichosas.
Allí mismo, por sobre la cabeza de Mamá Totó, que al lado del aljibe hace su acostumbrada caridad de unos reales y unas ropitas a una pobre del lugar, en el alto retamo, calandrias y jilgueros parecen rivalizar en sus trinos arrulladores como cantando un himno a la naturaleza triunfal y a la vida radiante. Solamente ella está postrada, triste, pero resignada y tranquila.
Mientras Carolina así cavila, allá, en la costa de Corrientes, a orillas mismas del río Uruguay, en el Paso de los Libres, José Hernández, Ricardo López Jordán, Juan Pirán y media docena más de federales, se disponen a abandonar la patria convirtiéndose en exiliados. Los hombres frenan sus caballos, se apean y se miran en silencio. Frente a ellos está el río, más allá, del otro lado, el Brasil, el destierro. (6) Algunos se vuelven, miran por última vez los campos de la patria, las últimas poblaciones argentinas, unas ranchadas distantes y el pueblo en que está. Y como si algo les golpeara por dentro, algunos lagrimones asoman a sus ojos. Y enderezan hacia el río: dentro de unos instantes serán extranjeros en tierra extraña, desterrados políticos, hombres que han huido de su patria por no sufrir el centralismo prepotente de la oligarquía adueñada del poder nacional de la República. Mientras ellos atraviesan el río, sus compañeros de revolución, los gauchos que cayeron prisioneros en El Sauce, Santa Rosa y Ñaembé, son conducidos a los cantones de la frontera, sin ley ni derecho, como botín de los ejércitos bárbaros. La orden la dicta y la firma Sarmiento en nombre de un principio civilizador y humanitario que no alcanzan a fundamentar ni explicar, los cincuenta volúmenes de sus obras completas.
Referencias
(1) La fecha de este editorial es 22 de abril de 1870. No sabemos por qué motivo la fecha y el texto de este artículo han sido alterados por algunos escritores.
(2) La verdad histórica es que en Entre Ríos nadie salió en defensa de Urquiza, plegándose la provincia a López Jordán, quien llegó a contar hasta con 12.000 soldados.
(3) Más tarde, Gómez dirá que buscó empeñosamente a Hernández en el combate, pero no pudo dar con él, por ir Hernández montado en un caballo muy disparador. Cargo de cobarde contra Hernández tan injustificado como de mala fe.
(4) En la derrota de Quebracho Herrado, Lavalle se retiró al paso, y cuando las tropas de Oribe lo iban a cerrar, sólo dijo a uno de sus oficiales superiores: “Arroje de allí esa canalla”. Y siguió sin apurar su caballo (Lavalle, por Pedro Lacasa). Paz, es sabido que al verse perseguido sintió rubor de sí mismo de disparar, lo que permitió a sus perseguidores alcanzarlo y bolear su caballo.
(5) No ha sido posible al autor hallar un itinerario que se suponga hayan seguido López Jordán y Hernández. Algunos investigadores suponen otro que el aquí seguido.
(6) Según algunos investigadores, sería probable que Hernández y algunos de sus compañeros llegaron a pie al Brasil. Según otros, pasaron primero al Uruguay, después de haber retrocedido hasta Entre Ríos y cruzado el río a la altura de El Salto. Véase “Vida de José Hernández”, de José Roberto del Río.
Fuente
De Paoli, Pedro – Los motivos de Martín Fierro en la vida de José Hernández – Buenos Aires (1968)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Monzón, Julián – Recuerdos del pasado – Buenos Aires (1929)
Agradezco especialmente el aporte de www.revisionistas.com.ar