jueves, enero 31, 2013

La Tortura... y la Asamblea del Año XIII


Fragmento del libro Historia de la Tortura y el Orden Represivo en la Argentina, de Ricardo Rodríguez Molas 

1813: "Borrar con el tiempo... esa ley de sangre"

Señalaremos ahora el proceso de abolición de la tortura judicial en la Argentina y su supervivencia a través de las más variadas violencias físicas destinadas a castigar e imponer el terror en los seres humanos.
Tomás y Valiente (1973, 227) observa que muchas de las ideas sociales de la Ilustración, las de Voltaire, Beccaria y otros, sólo se imponen en el heredero directo de ésta, es decir, en el Estado liberal. Lo mismo, agrega, ocurre en lo que hace a la tortura judicial.
España se anticipa en algunos años a las propuestas que luego tendrían sanción legal en el país. "En España, el artículo 133 de la Constitución de Bayona de 1808; el decreto de 22 de abril de 1811 de las Cortes de Cádiz; el artículo 303 de la Constitución de 1812; e incluso, obedeciendo a la corriente de opinión dominante, una Real Cédula de Fernando VII de 25 de julio de 1814 abolieron legalmente la tortura y cualquier clase de apremios o coacciones contra los reos o los simples delitos". (Tomás y Valiente, 1973, 227.)

En la Argentina, mayo de 1810 combina la realidad y las ideas de la Ilustración. Pero a pesar de las intenciones, la escena no varía en lo fundamental; en la realidad económica y social, continúa la presencia del latifundio y de los sistemas primitivos de producción ganadera.
Esas características que perdurarán a lo largo del siglo XIX presuponen, entre otros hechos, un freno a los cambios y el dominio de los más diversos intereses; un factor, en síntesis, de estancamiento. Y también presuponen la presencia constante de reacciones y de temores por parte de los menos.

Nos encontramos ya en las primeras décadas posteriores a 1800 con un tradicionalismo hecho conciencia, es decir, con el conservadurismo.
En 1812, confirmando lo expuesto, así lo determinan los sumarios, la Comisión de Justicia de Buenos Aires continúa imponiendo penas diferenciadas, corporales a los hombres de color y pecuniarias a los de origen europeo.
Por otra parte -es la práctica de una costumbre secular- los vecinos de la ciudad, hacendados y comerciantes, envían a los esclavos de su propiedad al Cabildo para que el verdugo oficial los flagele con fines correctivos domésticos, encarcelándolos luego cierto número de días.3

Fácil es prever la situación en el interior. Los grandes propietarios, señores de horca y cuchillo, ejercen por cuenta propia el poder de la justicia. Un hecho tan frecuente y cotidiano que, con reiteración, los inventarios de los bienes de las estancias de la época señalan la existencia de cepos y grillos, de ninguna manera instrumentos ornamentales.
Poco después, en momentos de prédica demagógica, la prensa "federal" acepta como un hecho cotidiano el flagelamiento de los peones rurales.

En El Gaucho, pasquín editado en 1830, un inglés, supuesto peón de "Los cerrillos", relata que Rosas, propietario de la estancia, lo había condenado a un día de cepo. 
Y lo recuerda con cariño: "Tú sabi esti que el patrón/Por quitarme la borrachera/Me ponga en el cipo un día/Porque borracho no fuera". 
Precisamente la Ilustración se opone a esa realidad. Una actitud que determina el arcaísmo es la lentitud con que comienzan a tomar cuerpo algunas de las propuestas progresistas.
Nos referimos de manera especial a las fuerzas de la Asamblea de 1813, similares a las que en Cádiz, en 1814, enfrentan el irracionalismo absolutista y derogan todo tipo de tortura.
"El hombre dicen en Buenos Aires- ha sido siempre el mayor enemigo de su especie, y por un exceso de barbarie ha querido demostrar que él podía ser tan cruel como insensible al grito de sus semejantes." 
 Se debe borrar, deciden, "esa ley de sangre". 
Es, sin duda, el triunfo de la razón, la autonomía individual y moral y del sujeto.
Ahora bien, ¿destruyen en verdad el 25 de mayo de 1813 los instrumentos de tortura en la Plaza Mayor, Victoria entonces? 
Todo cuanto nos cabría decir es que en 1817 el alguacil mayor de la ciudad -cargo equivalente al actual jefe de policía- solicita, y por estar inutilizado el existente, la "recomposición urgente" del potro de dar castigo en la cárcel.
Algunos días más tarde, presurosos, los carpinteros entregan el instrumento en perfectas condiciones y cobran su trabajo. No se trataba por cierto de una pieza de museo. Proseguía en lo externo e interno la "ley de la sangre".

La ley y una herencia que se mantienen vigente; gobernando Rosas, en 1851 el inventario de la cárcel registra la presencia del "potro de castigar" (Romay, 1957, 15). No se trata, por cierto, de un elemento decorativo.5

A las penas corporales debemos agregar las "estaqueadas" al aire libre en la campaña, una analogía con los cueros que se secan al sol, cotidiana en el ejército.
En 1860, Carlos Tejedor recuerda desde las páginas del Curso de derecho criminal que los azotes constituyen una pena frecuente, aceptándolos. "Esta pena que suele ir junto con la' de presidio, se ejecuta en la cárcel misma, o en las calles, paseando al delincuente en un caballo, y dándole en cada esquina cierto número de golpes, con un instrumento de cuero en las espaldas descubiertas. Los golpes nunca deben eser tantos que el reo quede muerto o lisiado".6
Se trata de la tradicional flagelación ambulante del derecho español.

El recuerdo del castigo y del tormento

Son también los latigazos, como ocurría en los años previos a 1810, una pena frecuente en las escuelas. 
Complemento de la pedagogía del miedo, los maestros conducen a los niños a presenciar los suplicios, una modalidad que se extiende hasta los últimos años del siglo XIX, pues creen que el contacto con el dolor tiene la virtud de "purificar" las costumbres y de advertir a la población sobre la muerte.

Esa costumbre, la recuerda, entre otros, Mariquita Sánchez en sus apuntes autobiográficos: "Se sentenciaba a muerte a un hombre [...] no le quitaban la vida como ahora, se ponía un torno, y lo sentaban y con el torno le apretaban el pescuezo, de modo que la lengua quedaba fuera. A todos los muchachos de las escuelas les daban azotes, para que no olvidaran lo que habían visto". 
Es importante anotar que, si bien persisten bajo otras formas, las penas corporales en las escuelas se prohíben el 9 de octubre de 1813.
Deciden entonces poner fin a una infamia, que encuentra en el miedo un fervoroso aliado del dominio sobre los hombres. "Habiendo llegado a entender este Gobierno -consideran- que aun continúa en las escuelas de educación la práctica bárbara de imponer a los niños la pena de azotes, cuyo castigo es excesivo y arbitrario por parte de los preceptores, que no están autorizados para ello de manera alguna [...] absurdo e impropio, que los niños que se educan para ser ciudadanos libres, sean en sus primeros años abatidos, vejados y oprimidos por imposición de una pena corporal tan odiosa y humillante como la expresada de azotes." 
A pesar de lo dispuesto, la tradición aún se proyecta en muchos, y la disposición no es aceptada por todos.
Pues bien, el 20 de noviembre de 1814 condenan en la ciudad de Buenos Aires al presbítero Diego Mendoza a ocho meses de reclusión por azotar a sus alumnos de la escuela del Convento de San Francisco. Tal como hemos de Ver en otras situaciones, en términos históricos y sociales, este conflicto significa la vigencia de normas estrictas de control social.

De todas maneras, los procesos no son lineales, en la historia de la liberación del hombre, con frecuencia el tiempo parece retroceder: en 1815 la Junta de Observación autoriza la flagelación de los escolares y lo hace a través de sus Estatutos, una vuelta, es sabido, al más reaccionario de los pasados.
Es más, el hecho se comenta públicamente; el periódico El Americano señala el 22 de mayo de 1815 la reimplantación de la costumbre antes mencionada en la escuela del Convento de San Francisco.
El presbítero Mendoza se encontraba nuevamente en pleno uso de sus facultades autoritarias. 
En el interior, y aludimos a los controles sociales mencionados, impera la barbarie. Un mundo primitivo e irracional, estamos frente al orden impuesto a partir de los primeros años de la conquista de la tierra, las reglas éticas no tienen ningún valor.



Detengámonos en las páginas de las memorias del general Paz y releamos las que aluden al cautiverio del militar en Santa Fe.
Cuenta en ellas cómo el ayudante Echagüe mortificaba sádicamente a las indias cautivas en la cárcel de la Aduana mostrándoles las manos cortadas y sangrantes de sus compañeros, degollados poco antes.
Y también escribe: "Con el mismo fin vi otra vez [...] una cabeza que acababa de ser cortada a otro indio, que traía un joven por los cabellos, al que le seguía una larga comitiva de muchachos". 
Pero no es todo. Destaca también la situación de los niños en las escuelas, recordando posiblemente experiencias propias:"El alma de entonces no era distinta de la de ahora. Pero había un no sé qué de estoico, de severo en ella, siendo la regla de nuestros abuelos el versículo de la Biblia, 'no le escasees al muchacho los azotes, que la vara con le dieron no ha de matarlo', o el proverbio español, 'la letra con sangre entra'.
En las escuelas, las penitencias y reprensiones eran repugnantes o brutales: el cuarto de las pulgas o la letrina infecta, o el sótano helado, como encierros; y como castigo el chicote para las nalgas o los tirones de orejas que reventaban; la palmeta para las manos pegando en la punta de los dedos juntos y sobre la yema. Los juegos entre los niños eran como para ejercitar la resistencia de la sensibilidad; los juegos populares en el campo y en las ciudades ponían a prueba el cuerpo".8
El ascetismo y el dolor, pregonan, conforman ciudadanos viriles y aptos para hacer la guerra. Tres siglos antes, en España, el jesuita Juan Eusebio Nieremberg, teórico de la Contrarreforma, escribe lo que ha de ser práctica corriente en las sociedades totalitarias, en los militarismos de todo signo. Nos dice: "Tan perversos son los gustos de la tierra, después de ser tan cortos, que aun los lícitos impiden grandes provechos, y los ilícitos causan grandes daños". Se reprime, lo señala Wilhelm Reich, al referirse a la psicología de masas del fascismo, todo posible anhelo de redención y de liberación y se impone también la angustia del placer, es decir el miedo a la excitación sexual.

Nos restaría agregar unas palabras en alusión a las penas corporales en el ejército. Eran éstas casi cotidianas en el siglo XIX. 
Tomás de Iriarte, oficial de las guerras de la Independencia, recuerda en sus Memorias que el castigo de azotes era muy frecuente: "se cerraban -escribe- las puertas del cuartel para evitar la presencia de algún extraño: formaba el batallón [...] y empezaba el vapuleo".

Mientras tanto, agrega, los tambores ahogaban con su estruendo los gemidos de los soldados que eran golpeados con varas sobre sus espaldas.9
Es una realidad documentada hasta el infinito y reconocida por historiadores militares contemporáneos. "Para reprimir los actos de indisciplina -escribe Augusto G. Rodríguez-, existían castigos rigurosos, entre ellos, el azote, que reemplazaba a la 'carrera de baquetas', implantada por las ordenanzas españolas. En realidad, ambas penas eran realmente inhumanas, pero es fuerza reconocer que constituían la única forma de contener las insubordinaciones individuales o en masa, que periódicamente se producían." (Rodríguez, 1966.)

Pues bien, a esas penurias debemos sumar las estaqueadas, los plantones, las ataduras de palo y de cepo. 
Algunas de ellas han sido denunciadas en nuestros días y otras persistían aún a comienzos de siglo.

Entradas Relacionadas