viernes, mayo 10, 2013

Los últimos años de un notable exiliado: don José San Martín



Por Felipe Pigna

El apoyo de San Martín a Rosas en su política exterior no lo convertía en rosista, como lo demuestra la carta a su amigo Gregorio Gómez: “Tú conoces mis sentimientos y por consiguiente yo no puedo aprobar la conducta del general Rosas cuando veo una persecución general contra los hombres más honrados de nuestro país; por otra parte el asesinato del doctor Maza me convence que el gobierno de Buenos Aires no se apoya sino en la violencia. A pesar de esto, yo no aprobaré jamás el que ningún hijo del país se una a una nación extranjera para humillar a su patria.”
El general era sobre todo un patriota y se refería en el último párrafo de su carta, sin demasiados eufemismos, a “los hijos del país” como Florencio Varela y Juan Lavalle que aprobaban desde Montevideo la invasión francesa contra nuestro país para terminar con el gobierno de Rosas.
También criticó la política religiosa de Rosas que incluyó el reestablecimiento de las relaciones con el Vaticano, rotas en 1810. Le decía el “santo de la espada” en una carta a su amigo y por entonces ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación, Tomás Guido: “¿Están en su sana razón los representantes de la provincia para mandar entablar relaciones con la Corte de Roma en las actuales circunstancias? Yo creía que mi malhadado país no tenía que lidiar más que con los partidos, pero desgraciadamente veo que existe el del fanatismo, que no es un mal pequeño [...]. ¿Negociar con Roma? Dejen de amortizar el papel moneda y remitan un millón de pesos y conseguirán lo que quieran”. Seguidamente ironizaba sobre sus méritos para ser nombrado obispo de Buenos Aires: “Usted sabe mi profundo saber en latín; por consiguiente, esta ocasión me vendría de perilla para calzarme el Obispado de Buenos Aires, y por este medio no sólo redimiría todas mis culpas, sino que, aunque viejo, despacharía las penitentes con la misma caridad cristiana como lo haría el casto y virtuoso canónigo Navarro, de feliz memoria. Manos a la obra, mi buen amigo. Yo suministraré gratis a sus hijos el Santísimo Sacramento de la Confirmación sin contar mis oraciones por su alma, que no escasearán. Yo creo que la sola objeción que podrá oponerse para esa mamada es mi profesión; pero los santos más famosos del almanaque ¿no han sido militares? Un San Pablo, un San Martín, ¿no fueron soldados como yo y repartieron sendas cuchilladas sin que esto fuese un obstáculo para encasquetarse la Mitra? Admita usted la Santa bendición de su nuevo prelado, con la cual recibirá la gracia de que tanto necesita para libertarse de las pellejerías que le proporciona su empleo.”
Aquel 17 de agosto de 1850 amaneció nublado en Boulogne-sur-Mer. El general desayunó frugalmente y como siempre le pidió a Mercedes que le leyera los diarios. Tras el almuerzo sintió unos fuertes dolores de estómago. Fue llevado a su cama donde murió aproximadamente a las tres de la tarde.

En su testamento había prohibido que se le hiciera tipo alguno de funeral u homenaje. Sólo quería que su corazón descansara en Buenos Aires. Pero ya se sabe: en la Argentina los trámites son lentos y hubo que esperar treinta años para que se cumpliera la última voluntad del Libertador. Ocurrió el 28 de mayo de 1880, cuando el presidente Avellaneda y el ex presidente Sarmiento recibieron finalmente los restos del Libertador.
La demora injustificable quizás tuvo que ver con que a los poderosos de entonces, a los antihéroes, los perseguía la frase de don José: “En el último rincón de la tierra en que me halle estaré pronto a luchar por la libertad”.

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