domingo, mayo 05, 2013

#Política y Consensos



Desde los inicios mismos de la revista Debate, casi una década atrás, desde otras columnas y ésta en particular, sostuvimos que estábamos en presencia de un gran cambio estructural que iba a transformar las relaciones económicas en el mundo. Y que éste iba a favorecer, por primera vez desde 1930 -en forma estable y sostenida- a la Argentina. 
La cuestión era muy simple y evidente: la globalización financiera se estaba convirtiendo en una turboglobalización, en la que el hiperconsumo estadounidense y la hiperproducción china demandaban ingentes cantidades de commodities. Petróleo, gas, soja, carne, etcétera. O sea, los productos que abundaban en América Latina.
En Washington, pero especialmente en Nueva York, se creyó que esta nueva fase era simplemente una expansión complementaria de la primera fase “financiera” y que, por lo tanto, seguían valiendo los indicadores y los hábitos del Washington Consensus: dejar que la lógica del mercado sin restricciones lo invadiera todo, y para eso, darles todas las garantías y seguridades de libre traslación, inversión y salida a los flujos de capitales viajando a toda velocidad por Internet. O sea, los fundamentos de una economía de la “confianza” (confianza de los centros financieros, se entiende). Eran los tiempos en que se pensaba que Alan Greenspan, ese tipo tan parecido al Yoda de la Guerra de las galaxias, apoltronado en la FED yanqui, podía consolidar el crecimiento indefinido con pequeños toques en la tasa de interés, impulsando y desacelerando la economía estadounidense, y la del mundo.
 Hasta ese momento, para la ortodoxia, la experiencia argentina de 2001 era, simplemente, un ejemplo de crisis por no haber ido más allá de la primera oleada de reformas. Se decía que, constando que no habría reformas de segunda generación, los capitales simplemente fluyeron a otra parte (demás está decir que los capitales, más que salir por el riesgo país alto, se fueron porque la economía, después de la devaluación de Brasil, había entrado en recesión, y ya no había ningún negocio por hacer).

Sin embargo, para 2003, una tendencia se consolidaba: la valorización del precio de los commodities, su creciente demanda, los recursos tecnológicos para producirlos y las devaluaciones competitivas hacían que los países de América Latina no sólo comenzaran a dejar la crisis atrás, sino que comenzaran a crecer a tasas chinas. Y, entonces, sucedió lo inimaginable: sus gobiernos empezaron a disfrutar de una “autonomía relativa” (ésa que da tener plata en el bolsillo), lo que les permitió ensayar a cada uno diversas vías de desarrollo, más o menos exitosas.
Los hubo más radicales y estatistas desde la primera hora, y hubo también los que siguieron con un formato Washington Consensus, aunque disfrutando de la nueva etapa. Casi lo explica todo la virulencia de la crisis anterior: donde fue profunda, los movimientos nacionales y populares se expresaron con más fuerza luego (Venezuela, Ecuador, la Argentina); donde hubo más continuidad, hubo más moderación (Chile, Brasil, Uruguay). Pero todos crecieron y mucho.
Digamos que para 2005, todavía era justificable que prevaleciera en la ortodoxia una “perspectiva de la convergencia”: todos los países, tarde o temprano, convergerían en un mismo modelo, el del capitalismo financiero, y los que ahora se recuperaban mucho gracias a su devaluación y a los commodities, pronto alcanzarían a los demás, revalorizándose su moneda y entonces competirían de nuevo en las grandes ligas por la seguridad jurídica y la confianza para atraer los capitales necesarios.
Lo increíble fue que esa visión prevaleciera después de que el mismo centro del sistema implosionara en una tremenda crisis global en 2008, crisis de la cual no se ha podido salir y que tuvo varias capotadas luego.


Y si Estados Unidos da muestras de salir de ella gracias a una enorme intervención estatal; Europa, en cambio, naufraga en la vigencia de las ya viejas instituciones del Washington Consensus, corporizadas en la Comunidad. Ellas hacen del euro, el corset que les impide realizar políticas activas y de impulso a la demanda, mientras siguen el juego de la confianza, que sólo usufructúa Alemania, y -como bien demuestra la Argentina- cuando no se crece no se ?cree en nada.
La explicación de tamaña obstinación es bastante simple: siempre se creyó que las crisis depuran darwinianamente al capitalismo sobreviviendo los más aptos. Pero esta vez, a contramano de las teorías del libremercado, las que han sobrevivido a la crisis del Norte son las grandes corporaciones que tienen más capacidad de lobby político (entre ellas, la financiera), no las económicamente más eficientes, y que les conviene tanto disfrutar como escudarse en un credo neoliberal caduco.
Mientras tanto, por estas latitudes, donde el cambio mundial se experimentó como crecimiento y no como crisis, la oposición creyó durante mucho tiempo -demasiado- que, para ser alternativa al kirchnerismo, debía entonces abrazar lo que aparecía como su antítesis; o sea, el discurso de la ortodoxia. Grandes corporaciones -entre ellas, las mediáticas-, intelectuales orgánicos neoliberales, gobiernos de los países desarrollados, analistas del “pseudo establishment” argentinos, más referentes políticos mediáticos, todos apostaron al fin muy próximo de lo que veían como una primavera efímera. Luego vendría la “normalidad”.
En la polarización de las ideas (o, más que nada, de las realidades; una inercial, pasada; la otra, de cambio, presente) el kirchnerismo encontró también un mecanismo político para dominar la escena: el conflicto entre lo nuevo y lo viejo fue saldado por las elecciones y por la opinión pública a favor de lo “nuevo”. 
Es posible argumentar que esa polarización le brindó al kirchnerismo la legitimidad para personalizarse cada vez más, especialmente en su fase más intensa, luego de la muerte de Néstor Kirchner, con la enérgica segunda presidencia de Cristina Fernández.

Asistimos hoy, entonces, a la toma de conciencia de algunos referentes de las fuerzas políticas populares de que estos cambios mundiales han llegado para quedarse y que la polarización sólo ha signado su propia decadencia en la fragmentación y la nimiedad. Y, también, contribuyó a fortalecer la inclinación del ADN kirchnerista a cerrarse sobre sí mismo para producir, ya no la transversalidad de la que hablaba Kirchner entre fuerzas políticas populares, sino una transversalidad interna de compromiso (entre las organizaciones que apoyan a la Presidenta -La Cámpora, el Movimiento Evita y la Corriente Nacional de la Militancia- o sea, el Vélez Consensus, por un lado; y el peronismo territorial en todas sus multicolores expresiones, por el otro).  

Así aparecen los Nuevos Consensos, que no se dan por una convocatoria “desde arriba” o en una necesidad oficialista, ya que el oficialismo tiene mayoría propia, sino en la atracción gravitatoria que tienen decisiones que expresan “lo Nuevo” (renacionalización de YPF, expansión de los derechos ciudadanos, como la ley de muerte digna, ley de identidad de género) y que concitan apoyo adyacente de socialistas y radicales. Lo cual no significa siquiera la promesa de una coalición a futuro y más bien todo lo contrario.
Pero si que, algunos, comienzan a creer que la alternancia se tiene que dar sobre un piso de consensos básicos explícitos y en el debate para consolidar esta “nueva normalidad” y enriquecerla, y no en guarecerse en un extremo de la polarización a la espera de que la crisis los entronice, by default,  como oficialismo -tal parece la apuesta del PRO de Mauricio Macri y de la Coalición Cívica. Si la oposición se centrara “en las cosas”, y no en esperar una crisis sistémica que, afortunadamente, no se dará (ya que en el peor de los casos, habrá sólo una caída del ritmo del crecimiento) podría darse ese juego virtuoso democrático de mutuas rectificaciones. 
O sea, sintonía fina, que hace a una nueva normalidad asentada en un nuevo consenso.  

Luis Tonelli. Revista Debate

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