Moriscos y judeoconversos: la religión como
identidad cultural
Muchos de ellos continuaron siendo
criptomusulmanes en distinto grado de práctica ritual y conocimiento dogmático,
pero considerándose en cualquier caso a sí mismos como musulmanes y perseguidos.
Por Mercedes García-Arenal
Fuente: Quaderns de la
Mediterrània
En los primeros años del siglo XVI,
los Reyes Católicos, que habían expulsado a los judíos de España en 1492 —el
mismo año en que había culminado la conquista del reino islámico de Granada—,
decretaron la conversión obligatoria al cristianismo de todos los musulmanes
que vivían en los territorios de la Corona de Castilla. En 1526, ese mismo
decreto se haría extensivo a los musulmanes de los territorios de Aragón y
Valencia. Se puso así fin a la existencia legal de musulmanes en los
territorios cristianos de Iberia, donde habían vivido con el nombre de
mudéjares durante todo el periodo medieval. Comienza entonces (hasta la expulsión
de 1610-1614) un largo siglo caracterizado por lo que se conoce como problema
morisco, siendo éste el término por el que se denominaba a los «nuevos
convertidos de moro».
Muchos de ellos continuaron siendo
criptomusulmanes (musulmanes en secreto) en distinta manera y grado de práctica
ritual y conocimiento dogmático, pero considerándose en cualquier caso a sí
mismos como musulmanes y perseguidos debido a ello por la Inquisición. Sin
embargo, no todos sufrieron esta persecución, ya que a lo largo del «siglo
morisco» la asimilación e integración fueron en aumento, las circunstancias de
los diversos grupos de nuevos convertidos fueron muy diferentes de partida y lo
serían aún más según avanzara el siglo XVI. Así por ejemplo, los antiguos
mudéjares de la Corona de Castilla estaban imbricados de antiguo en la sociedad
castellana, no hablaban árabe ni se circuncidaban, eran poco numerosos y su
presencia resultaba poco conflictiva. Otra cosa eran los musulmanes del recién
conquistado reino de Granada o de Valencia, donde a comienzos del siglo XVI,
eran numerosos, estaban bien organizados en comunidades densas, tenían
autoridades religiosas, hablaban árabe. A mediados del siglo XVI diversos
decretos fueron prohibiendo el uso de la lengua árabe hablada y escrita, de
nombres y de linajes árabes, de trajes tradicionales, de los baños, de música
«mora» en las fiestas.
Estos decretos produjeron, además de
una fuerte reacción morisca (en particular la guerra de las Alpujarras a
finales de los años sesenta), un debate entre diversas autoridades civiles y
eclesiásticas acerca de cuáles eran los ámbitos de la vida humana que quedaban
sujetos a la religión, y si eran o no signo de afiliación religiosa
determinadas costumbres gastronómicas, higiénicas, lingüísticas o festivas. Es
decir, si podían separarse algunos rasgos culturales (como defendió el noble de
origen morisco Fernando Núñez Muley) de la buena observancia del ritual
religioso y de la creencia sincera, o si era necesario eliminar los primeros
para permitir plenamente los segundos. La defensa de la lengua árabe y su
intento de cristianización, o al menos de desislamización, dieron lugar a
fenómenos tan sonados como el famoso fraude de los llamados Libros Plúmbeos del
Sacromonte (1) un pretendido evangelio dictado en árabe por la Virgen María a
unos discípulos árabes, primeros cristianos venidos con Santiago a la
Península, que apareció en Granada en la última década del siglo XVI. Éste es
el intento más notorio de separar o legitimar rasgos de una identidad cultural
respecto a una creencia y práctica religiosa.
Desde el punto de vista cultural, los
moriscos dieron lugar a fenómenos tales como la literatura aljamiada, es decir,
escrita en vernácula romance con caracteres árabes y una sintaxis y un
vocabulario profundamente teñidos por el árabe: una literatura islámica secreta
escrita en español a la que pertenecen dos de los libros que reseñaremos más
adelante, el Tratado de los dos caminos y el Tratado del Mancebo de Arévalo.
Ambos pertenecen a uno de los tantos aspectos que convierten al «islam tardío
español» (en términos de Bernard Vincent) en un laboratorio excepcional para el
estudio de la construcción y conservación de identidades, la complejidad e
hibridación cultural de grupos diferentes, el estudio de los mecanismos por los
cuales se señala y margina a un cuerpo social o se regulariza su comportamiento
normativo tanto religioso como cultural y político.
Todos estos aspectos han atraído a
historiadores, filólogos, especialistas en literatura y antropólogos. El tema
morisco, propicio al intercambio entre disciplinas, se ha alimentado de forma
permanente por el descubrimiento y la explotación de nuevos fondos
documentales, procesos de Inquisición, catastros, registros notariales y
manuscritos aljamiados que han permitido ir desvelando las distintas facetas de
una cuestión de insospechada riqueza. Los problemas suscitados se renuevan sin
interrupción y dan lugar a la continua aparición de nuevos trabajos y nuevas
interpretaciones. El tema judeoconverso que, aunque más antiguo —puesto que
surge ya en el siglo XV—, se solapa en muchos aspectos con el morisco, y que
Domínguez Ortiz consideró el problema más importante y específico de la
historia moderna española, ha recibido, en comparación, menos atención por
parte de los historiadores españoles.
Desde los tiempos mismos de la
expulsión, se debatió ampliamente conveniencia de ésta, así como su propia
legitimidad —se expulsaban hacia el norte de África, es decir, a territorio
musulmán, personas que habían recibido el sacramento del bautismo—, debate que
retomó la historiografía del siglo XIX.
La bibliografía sobre moriscos se
constituye en un género extremadamente abundante, que ha hecho y hace correr
ríos de tinta, ese «río morisco» al que hace referencia el libro de Bernard
Vincent (2). La cuestión morisca apela a las emociones y tiene una gran
capacidad de entroncar con problemas contemporáneos. Constituye, en cierto
modo, un problema vivo al cual no siempre resulta fácil aproximarse de un modo
puramente historiográfico. En la actualidad, sobre la historiografía morisca
planea la presencia de musulmanes en Europa, que son objeto de reacciones
intensas. Algunas de estas reacciones y sus formulaciones en la prensa actual
(si los musulmanes pueden o no ser europeos, si son musulmanes antes que nada,
si son o no inasimilables, si van a alterar fundamentalmente las sociedades en
las que se insertan, si sus creencias religiosas son compatibles o no con
nuestros valores culturales y políticos, si profesan a los europeos un «odio de
civilización», etc.), aunque acuñadas en otros términos, recuerdan extrañamente
las discusiones y emociones que se suscitaron en la España del siglo XVI y que
se saldaron con la expulsión de comienzos del siglo XVII. Pues entonces, como
ahora, el eje de discusión radica, en realidad, en la posibilidad o la
deseabilidad de la asimilación. ¿La asimilación no es, después de todo, una
infiltración? La pregunta, al fin y al cabo, es siempre la misma: ¿es que ellos
pueden ser nosotros?
No varía lo fundamental de esta
pregunta el hecho de que, en tiempos recientes, hablar de asimilación haya
dejado de ser de buen tono en nombre del respeto y la libertad de las
diferentes comunidades, o de una particular interpretación del término
«multiculturalismo». Porque, a menudo, lo que está en discusión es la
definición de nuestra propia identidad y su construcción; una cuestión
compleja, sensible y en perpetua evolución. La historiografía y la producción
de las ciencias sociales centrada en la cuestión de la preservación de la
identidad estudian comparativamente poco la cuestión inversa, es decir, la del
acceso al anonimato, a la indiferenciación total o parcial que permite la
desaparición (y por tanto la casi invisibilidad) en la sociedad englobante de
cientos de miles de moriscos, judeoconversos... y musulmanes europeos.
DOS OBRAS MORISCAS: EL MANCEBO DE ARÉVALO Y TRATADO DE LOS DOS CAMINOS
Entre estas dos obras de las que voy
a hablar ahora se extiende todo un siglo. El Mancebo de Arévalo (3) fue escrito
en aljamía a comienzos del siglo XVI. El Tratado de los dos caminos (4) fue
escrito, en castellano y en grafía castellana, un siglo más tarde, en Túnez,
por un morisco expulsado. Es éste un primer dato notable que no resulta
excepcional (casi toda la literatura morisca escrita en el norte de África, y
en especial en Túnez, está escrita en español y con grafía latina) y muestra, a
mi entender, que los moriscos deseaban mantener secreta su literatura, fuera
del alcance de la sociedad englobante, tanto en tierras cristianas como
musulmanas. Ambas obras reseñadas eran ya bien conocidas, pero se editaron
enteras por primera vez hace unos años: son obras profundamente personales,
anónimas, que reflejan una trayectoria vital y un peregrinaje cultural e
intelectual.
Ambas dan testimonio de un mundo que
se acaba: el mancebo de Arévalo se reúne con ancianos que aún vivieron en el
antiguo reino islámico de Granada y con aragoneses musulmanes que habían vivido
los tiempos del mudejarismo, mientras que el segundo autor escribe en Túnez
cuando se acaba el mundo morisco, es decir, cuando los hijos de los exiliados
se integran en la sociedad tunecina y olvidan el país y la lengua de sus
padres. Ambas son obras de una extraordinaria riqueza al tiempo que un punto
enigmáticas, crípticas; un itinerario espiritual a la vez que compendio de
conocimientos que se desea transmitir a los que vienen detrás y que
pertenecerán, ya indefectiblemente, a un mundo nuevo.
Comencemos por la primera: un joven
morisco de Arévalo accede a la petición de unos congéneres de recoger en un
texto los fundamentos de la fe y de los ritos del islam, que la mayor parte de
ellos desconoce o conoce mal. Los moriscos temen que esos textos y sus
dictados, fundamentales para llevar una vida de buen musulmán, se pierdan.
Consideran que el joven instruido es un buen candidato para realizar la tarea.
El mancebo emprende con ese fin un viaje por la Península recogiendo el saber
de los viejos moriscos —por ejemplo, en Zaragoza—; entrevistando a
sobrevivientes de la conquista de Granada; leyendo en sus bibliotecas
clandestinas libros y manuscritos redactados tanto en árabe como en aljamiado.
El mancebo relata su viaje dentro de la conocida tradición islámica de «viajar
en busca de la ciencia»; visita a los maestros y describe a aquellas personas
con las que se entrevista y de las que aprende. Así aparecen en sus páginas la
maga y partera Nozeita Calderán, que vive en un pueblo de Cuenca, o el
granadino Yuse Banegas, con quien permanece dos meses en Granada dedicado a
leer ante él textos en árabe para que el anciano morisco le corrija. En Granada
conoce también a una anciana asceta y mística, llamada la Mora de Úbeda, que
vive a las afueras de la Puerta de Elvira, y a la que los moriscos acuden en
busca de ayuda y consuelo. Yuse Banegas, su maestro más exigente y con el que
permanece más tiempo, le dice: «Hijo, yo no lloro el pasado, pues a ello no hay
retorno, pero lloro lo que tú verás si tienes vida y te quedas en esta tierra…
Todo será crudeza y amargura… serán los musulmanes como los cristianos, ni
rehusarán sus vestidos ni esquivarán sus manjares. Quiera Su Bondad que
esquiven sus obras y que no sigan la religión (católica) en sus corazones.»
Pero el Tratado del Mancebo de Arévalo no es sólo fascinante por su itinerario,
su aprendizaje y por ser un compendio de consejos y normas. Lo es, sobre todo,
por sus enigmáticos mensajes espirituales islámicos y por lo que éstos reflejan
de la propia espiritualidad del autor. En el excelente estudio introductorio,
la editora del texto, María Teresa Narváez, demuestra que el mancebo hace un
uso extenso de la Imitatio Christi de Tomás de Kempis y que inserta en su texto
parte del prólogo de La Celestina de Fernando de Rojas. Resuenan desde el texto
morisco las palabras de Tetrarca, que Rojas traduce y hace suyas, y que citan a
su vez a Heráclito. Recordemos que Stephen Gilman, en conjunción con Márquez,
proponía que la condición de converso de Fernando de Rojas era un factor
determinante para explicar la actitud agobiada y angustiada del hombre ante el
universo carente de sentido que traslucen las páginas de La Celestina. Una de
las sugerencias más interesantes acerca del Mancebo proviene de María Jesús
Rubiera, que mantiene que el joven morisco debió de ser un judeoconverso. La
editora de este volumen no está de acuerdo, pero es de señalar que el mancebo
recurre en su relato a frecuentes encuentros con judíos, así como a las citas
de libros y fuentes judías, además de manejar ciertos términos propios de los
escritos de judíos y judaizantes tales como «Adonai» o «Dio» para Dios —Dio, en
singular, puesto que para judíos y musulmanes no existe sino un solo Dios y no
una Trinidad—. Al-Ándalus, el paraíso perdido, es para el mancebo una «nueva
Israel» caída por los pecados de sus habitantes. Narváez mantiene que el
conocimiento del mancebo de textos judíos y sus visitas a judíos, que le
permiten el acceso a su casa y sus libros escondidos, muestran tanto la amplia
curiosidad intelectual y espiritual del autor, como la solidaridad existente
entre ambas minorías. Es posible, pero también podríamos hablar, y existen
casos documentados y abundantes, de una conversión del judaísmo al islam. En
fin, que el Tratado del Mancebo resulta un texto fascinante.
El Tratado de los dos caminos
consiste en la edición completa de otro famoso manuscrito anónimo y acéfalo, el
Ms. S2 de la colección «Gayangos» de la Biblioteca de la Real Academia de la
Historia. La obra fue compuesta por un morisco de los expulsados en 1609 y tuvo
que ser redactada entre 1630 y 1650. Se trata de una obra compleja y
miscelánea, en cierto modo un tratado de liturgia moral y religiosa, con
elementos que muestran un espíritu y unas fuentes plenamente islámicas. En
medio de esta miscelánea se encuentra una novela cuya elaboración y fuentes
pertenecen totalmente a la literatura española de la época, y está salpicada de
versos de Lope de Vega y Garcilaso, entre otros. Esta novela utiliza el
argumento de uno de los Sueños de Quevedo, que hace referencia a imágenes y
simbologías de la pintura española de la época, la cual sin duda conocía y le
gustaba. Los versos aparecen a menudo mal copiados, probablemente porque el
autor los guardaba sólo en la memoria. Esta novela, que Oliver Asín tituló El
arrepentimiento del desdichado, es una especie de novela ejemplar y está en
consonancia con lo que es en realidad el hilo que estructura la obra y que,
como bien señala Luce López-Baralt en el excelente estudio introductorio, no es
tanto tratar el arrepentimiento como mostrar los dos caminos que puede seguir
el hombre: el camino errado aunque deleitable y el camino aparentemente adusto y
lleno de abrojos que conduce a la salvación. De ahí el título de Oliver Asín
con el que aparece la edición aquí reseñada. La novela termina abriendo paso a
la parte didáctica, es decir, a las regulaciones que el creyente debe seguir en
materia de matrimonio (incluidas las relaciones sexuales y algunos consejos
explícitos para conseguir la satisfacción de la esposa), ablución ritual,
oración, ayuno, etc., para seguir el camino derecho. Toda la obra está
salpicada de apólogos, a modo de ejemplos, alguno de ellos muy bellos, como es
propio de la literatura didáctica y moral desde la Edad Media. En ellos, el
hombre bueno es el desprendido, aquel que actúa con total candor, poniendo su
vida y la de los suyos en las manos de Dios; el mal no es sino el apetito del
mundo en todas sus formas. Así como el autor nunca cita sus fuentes castellanas
(Lope de Vega, Garcilaso o Quevedo), sí cita algunas de las islámicas, como
Al-Gazel, el cadí Iyad, Ibn Rushd o Ahmad Zarruq, al que sigue paso a paso en
su tratado del matrimonio.
Las fuentes de inspiración incluyen,
desde luego, la espiritualidad católica. La obra comienza con unas
interesantísimas páginas en las que el autor interpreta la expulsión en clave
providencialista, como una liberación que Dios concede a su pueblo amado
(Felipe III es el faraón que pone fin al cautiverio en Egipto), y en ellas
describe su llegada a Túnez y la buena acogida de la que los moriscos fueron
objeto por parte de las autoridades políticas y religiosas de la regencia turca
de Túnez. A continuación, especifica su intención al escribir la obra, en un
momento en que ya han pasado varias décadas desde su llegada a la nueva tierra.
Esta intención consiste en hacer un legado de todo lo que el autor sabe, todo
lo que es, porque pertenece a una clase de hombres que ya está desapareciendo,
a un mundo al que ya no pertenece nadie. No quiere que se olviden las cosas que
guarda en la memoria, «pues mientras vivían los que venimos, estas cosas no se
olvidaban, pero ya con el transcurso del tiempo, lo refiero para los que han
nacido acá sepan de mí y de los pocos que quedan». De ahí, también, el carácter
misceláneo y al tiempo muy personal de la obra, en la que el autor parece haber
querido recoger todo lo que le ha parecido importante, significativo, iluminador,
instructivo e incluso —a pesar del carácter moral, crítico y a veces pesimista
de la obra— placentero. Es un texto, pues, que refleja una autobiografía moral
e intelectual.
El excelente estudio preliminar de
López-Baralt nos habla de la autoría y las diferentes hipótesis que se han
propuesto, ninguna convincente o suficientemente probada, acerca del manuscrito
y sus otras copias. También sitúa la obra dentro de la literatura morisca en el
exilio, de la cual presenta un documentado y muy útil estado de la cuestión.
Me ha interesado especialmente, entre
otras cuestiones, la necesidad que López-Baralt plantea de leer entre líneas,
teniendo en cuenta que el autor procede de una cultura y un medio en los que
era necesario usar del secreto, el disimulo, las medias palabras y la
autocensura. Y muestra cómo lo hace el autor anónimo en sus críticas veladas al
país de acogida o cómo introduce aquello que le gustaba (por ejemplo, la
poesía) del país y de la lengua de los que proviene. En el caso del morisco anónimo,
como nos muestra López-Baralt, existe también una obsesión por la honra, la
apariencia y el pundonor de la pureza de sangre.
LOS JUDEOCONVERSOS ESPAÑOLES
La obsesión por la honra y el linaje,
fueron también características destacadas de los judaizantes huidos de la
Península a lo largo del siglo XVII, así como su afición por la comedia y la
poesía. Resulta sumamente interesante comparar la literatura de los moriscos en
el exilio con la literatura castellana de los judeoconversos, los «judíos nuevos»
de Amsterdam.
Podemos tomar el ejemplo de tres
autores nacidos en Andalucía (hay varios estudiosos que mantienen que el autor
anónimo del S2 era andaluz): Orobio de Castro, Juan de Prado y Miguel de
Barrios. Los dos primeros eran médicos que habían estudiado medicina en Osuna y
Alcalá respectivamente antes de exiliarse. En Holanda escribieron una abundante
obra literaria en castellano, en parte apologética y de polémica religiosa,
pero también literaria: Miguel de Barrios (luego David Levi) es autor de Flor
de Apolo y Coro de las Musas. Junto con Orobio de Castro, fundó una academia
literaria llamada la Academia de los Floridos, al uso de las que existían
entonces en Andalucía, donde se hacían justas poéticas. Además, el propio
Orobio fundó en Amsterdam en 1667, junto a su cuñado Samuel Rosa, una compañía
teatral. El caso de los judeoconversos (al cristianismo primero, al judaísmo
después) se diferencia del caso morisco en que los primeros emigraron a un
medio más estimulante intelectualmente para sus propias preocupaciones, y en
que habían recibido una educación universitaria, al menos en los casos
mencionados.
Tenían también cerca, en Bruselas,
nobles españoles que gustaban de patrocinar algunas de sus actividades
literarias. Pero, si a diferencia de los moriscos, escribían en latín y
castellano; al igual que éstos, estaban imbuidos de la cultura hispana del
Barroco, así como en su espiritualidad católica, y dominaban los instrumentos
intelectuales de la España de la época.
Especialmente interesante es el caso
de Juan de Prado, a quien Natalia Muchnik ha dedicado recientemente un libro
magnífico (5). Prado, hijo de unos conversos originarios de Portugal, donde el
mismo nació en torno a 1612, se crió en Andalucía y estudió medicina y teología
en la Universidad de Alcalá de Henares, donde fue condiscípulo y amigo de
Orobio de Castro. Ejerció la medicina cuando vivía en Andalucía (en Antequera,
Lopera, Sevilla), donde tuvo un primer encuentro con la Inquisición al ser
acusado, entre otras cosas, de mantener que «cada uno se salva en su ley, sea
cristiano, moro o judío». Y es que Prado, como otros compañeros suyos de
universidad, era deísta, es decir, partidario de la doctrina según la cual la
razón puede acceder al conocimiento de Dios pero no puede determinar sus
atributos. Con la amenaza de la Inquisición pendiente sobre sí mismo y su
familia, Prado se unió a su paciente y protector, el arzobispo de Sevilla,
Domingo Pimentel, que viajaba a Roma. Tras la muerte del arzobispo se trasladó
a Hamburgo, donde se convirtió al judaísmo antes de instalarse en Amsterdam,
donde siguió dedicado a la medicina y la poesía, y donde mantuvo relaciones muy
conflictivas con la comunidad judía. Su antiguo amigo y compañero Orobio de
Castro polemizó con él desde el judaísmo normativo. Fue expulsado de la
comunidad y estigmatizado por ésta al tiempo que Spinoza, pero Prado, al
contrario que su joven amigo, pidió perdón y solicitó volver a ser incluido en
ésta. Con Spinoza mantuvo intensos intercambios intelectuales. En 1660, Prado abandona
Amsterdam para instalarse en Amberes, donde se acerca de nuevo al catolicismo y
muestra su deseo de reconversión y regreso a España. Cuando había conseguido
que un noble español mediara con la Inquisición para ser admitido a
reconciliación, Prado murió accidentalmente.
Muchnik nos muestra que el de Prado
no es un caso aislado ni extremo, sino representativo. Nos encontramos frente a
un espíritu asaltado por la duda en una búsqueda incansable de la verdad, no un
adepto a la ambigüedad ni al doble juego. Un caso ilustrativo de lo que era el
laboratorio, el hervidero ibérico en el siglo XVII.
Por último, debo mencionar que, en la
visión presentada por Muchnik, Prado, además de haber intentado a lo largo de
toda su existencia comprender la relación del hombre con Dios a través de la
razón, en realidad postula un judaísmo cultural e identitario más que un
judaísmo religioso. La obra resulta, pues, una propuesta interesante que debe
de ser tenida en mente para la relectura de diversos textos moriscos.
Estas breves notas no son sino un
aspecto de lo que era, en los siglos altomodernos, la península Ibérica como
densa encrucijada cultural e identitaria con un largo pasado de pluralidad y
convivencia religiosa todavía muy cercano, y que la diferenciaba del resto de
Europa. La nueva situación de unificación religiosa y política dio lugar a una
multiplicidad de situaciones y redefiniciones identitarias y culturales donde
aún queda mucho por conocer e interpretar.
Notas
1.M. Barrios y M.
García-Arenal (eds.), Los Plomos del Sacromonte. Invención y tesoro, Valencia,
Universitat de València, 2006.
2.B. Vincent, El río
morisco, Valencia, Universitat de València, 2007. 382 Versión en español.
3.Tratado (Tafsira) del
Mancebo de Arévalo, edición, introducción y notas de María Teresa Narváez
Córdoba, Madrid, Trotta, 2003.
4.Tratado de los dos
caminos por un morisco refugiado en Túnez (Ms. S2 de la colección «Gayangos»,
Biblioteca de la Real Academia de la Historia), edición, notas lingüísticas y
glosario de Álvaro Galmés de Fuentes, preparado para la imprenta por Juan
Carlos Villaverde Amieva, con un estudio preliminar de Luce López-Baralt,
Instituto Universitario Seminario Menéndez Pidal (Universidad Complutense de
Madrid), Seminario de Estudios Árabo-Románicos, Universidad de Oviedo, 2005.
5.N. Muchnik, Une vie
marrane. Les pérégrinations de Juan de Prado dans l’Europe du XVII siècle,
París, Honoré Champion, 2005.
Mercedes García-Arenal es
Profesora de investigación, Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
Madrid.