¡Debacle!
Dos guerras en el Gran Oriente Medio revelaron la debilidad de la
superpotencia global
Por Tom
Engelhardt
Tom
Dispatch
Iba a ser la guerra que establecería
el imperio como una realidad estadounidense. Resultaría en mil años de Pax
Americana. Debía ser una “misión cumplida” de principio a fin. Y entonces,
claro está, no fue así. Y luego, casi nueve funestos años después, se acabó
(más o menos).
Fue la Guerra de Iraq, y EE.UU. fue
el visitante no invitado que no quería irse a casa. En el último segundo, a
pesar de la repetida promesa del presidente Obama de que todas las tropas
estadounidenses iban a partir, a pesar de un acuerdo firmado por el gobierno
iraquí con el gobierno de George W. Bush en 2008, los comandantes militares de
EE.UU. siguieron cabildeando y Washington siguió negociando para que entre
10.000 y 20.000 soldados estadounidenses permanecieran en el país como
consejeros y entrenadores.
Solo cuando los iraquíes simplemente
se negaron a garantizar a esos soldados la inmunidad contra la ley local los
últimos estadounidenses comenzaron a cruzar la frontera hacia Kuwait. Solo
entonces los máximos funcionarios de EE.UU. comenzaron a saludar lo que nunca
habían querido: el fin de la presencia militar estadounidense en Iraq, como si
marcara una era de “logros”. También comenzaron a elogiar como si fuera un
triunfo su propia “decisión” de partir, y proclamaron que los soldados partían
–dijo el presidente– con “sus cabezas bien altas”.
En la ceremonia final de arriar la
bandera en Bagdad, claramente hecha para el consumo interno de EE.UU. y con
buena asistencia del cuerpo de prensa estadounidense y no de funcionarios
iraquíes o de los medios locales, el secretario de Defensa Leon Panetta habló
del logro del “éxito decisivo”. Aseguró a los soldados que partían que habían
sido una “fuerza impulsora de un progreso notable” y que podían abandonar
orgullosamente el país “seguros de saber que vuestro sacrificio ha ayudado al
pueblo iraquí a comenzar un nuevo capítulo en la historia, libre de tiranía y
pleno de esperanza de prosperidad y paz”. Más adelante en su viaje por Medio
Oriente, al hablar del coste humano de la guerra, agregó: “Pienso que el precio
valió la pena”.
Finalmente los últimos de esos soldados
realmente “volvieron a casa”, si la palabra “casa” es suficientemente amplia
para incluir no solo bases en EE.UU., sino también guarniciones en Kuwait, en
otros sitios en el Golfo Pérsico, y antes o después en Afganistán.
El 14 de diciembre en Fort Bragg,
Carolina del Norte, el presidente y su esposa dieron una bienvenida conmovedora
a los veteranos de guerra retornados de la 82 División Aerotransportada y otras
unidades. Algunos portaban pintorescas boinas color marrón, y también
vitorearon de modo pintoresco al hombre que otrora dijo que la guerra era
“estúpida”. Pensando indudablemente en su campaña en 2012, el presidente Obama
también habló emotivamente de “éxito” en Iraq, y de “beneficios”; de su orgullo
por los soldados, de la “gratitud” del país hacia ellos, de los espectaculares
logros así como de los días duros vividos por “la mejor fuerza combatiente de
la historia del mundo”, y de los sacrificios de nuestros “guerreros heridos” y
“héroes caídos”.
Y estos temas –incluyendo los
“beneficios” y los “éxitos”, así como el orgullo y la gratitud que
supuestamente deben sentir los estadounidenses hacia sus tropas– fueron
recogidos por los medios y diversos expertos. Al mismo tiempo, otras noticias
destacaban la posibilidad de que Iraq estuviera cayendo en un nuevo infierno
sectario, alimentado por unas fuerzas armadas creadas por EE.UU. pero en su
mayor parte chiíes, en un país en el cual los ingresos por el petróleo apenas
excedieron los niveles de la era de Sadam Hussein, en una capital que todavía
tiene solo unas horas de electricidad diarias y que fue rápidamente afectada
por una serie de atentados con bombas y por suicidas de un grupo afiliado a al
Qaida (inexistente antes de la invasión de 2003), incluso mientras aumentaba la
influencia de Irán y la de Washington se desgastaba silenciosamente.
Una sociedad consumista en guerra
Es verdad que si se buscaran
victorias a bajo coste en una guerra de casi un billón de dólares esta vez,
como señalaron diversos periodistas y expertos, los diplomáticos de EE.UU. no
se apresuraron a tomar el último helicóptero en el tejado de la embajada en
medio del caos y de barriles de dólares en llamas. En otras palabras, no fue
Vietnam y, como todos saben, ésa fue una derrota. De hecho, como señalaron
otros artículos, nuestra –como no se ha encontrado una palabra adecuada baste
con– retirada, fue una magnífica proeza de ingeniería inversa, digna de una
fuerza que no tuvo igual en el planeta.
Incluso el presidente lo mencionó. A
fin de cuentas, después de haber llevado lo que parecía ser gran parte de
EE.UU. a Iraq, abandonarlo no era una tarea desdeñable. Cuando los militares de
EE.UU. comenzaron a despojar las 505 bases que habían construido en ese país al
coste de cantidades multimillonarias desconocidas de dineros públicos,
abandonaron equipamiento ya no deseado por 580 millones de dólares en manos
iraquíes. Y a pesar de ello todavía lograron embarcar a Kuwait, a otras
guarniciones en el Golfo Pérsico, a Afganistán, e incluso a pequeñas ciudades
en EE.UU., más de dos millones de artículos que iban de chalecos antibalas a
inodoros portátiles. Estamos hablando del equivalente de 20.000 camiones
repletos.
No es sorprendente, considerando la
sociedad de la que provienen, que los militares de EE.UU. libren un estilo de
guerra de consumo intensivo y por ello, solo en términos comerciales, la
partida de Iraq fue una retirada memorable. Tampoco debemos olvidar los trofeos
que se llevaron los militares, incluyendo una vasta base de datos de
impresiones digitales y de escaneos de retinas de aproximadamente un 10% de la
población iraquí. (Un programa similar sigue existiendo en Afganistán.)
En cuanto al “éxito”, Washington tuvo
mucho más que eso. Después de todo, planea mantener una embajada en Bagdad tan
gigantesca que deja chica a la embajada de Saigón de 1973. Con un contingente
de entre 16.000 y 18.000 personas, incluyendo una fuerza de unos 5.000
mercenarios armados (suministrados por contratistas privados de seguridad como
Triple Canopy con su contrato del Departamento de Estado por 1.500 millones de
dólares), la “misión” deja chica cualquier definición normal de “embajada” o
“diplomacia”.
Solo en 2012 está previsto que
gastarán 3.800 millones de dólares, un tercio de eso en un programa de
entrenamiento de la policía muy criticado. Únicamente un 12% de esa cantidad
llegará efectivamente a la policía iraquí.
A pesar de todo, dejando de lado los
eufemismos y la retórica reverberante, y si se quiere como simple medida de la
profundidad de la debacle de EE.UU. en el corazón petrolero del planeta, hay
que considerar cómo abandonó Iraq la última unidad de la tropa estadounidense.
Según Tim Arango y Michael Schmidt del New York Times, salió a las 2:30 de la
madrugada en medio de la noche. Ningún helicóptero en los tejados, pero 110
vehículos salieron a oscuras de la Base Adder de Operación de Contingencia. El
día antes de su partida, según los periodistas del Times, se ordenó a los
intérpretes de la unidad que llamaran a funcionarios iraquíes locales y a
jeques con los que los estadounidenses tenían estrechas relaciones e hicieran planes
para el futuro, como si todo fuese a continuar a su ritmo usual la semana
siguiente.
En otras palabras, se quería que los
iraquíes despertaran a la mañana siguiente y vieran que sus compañeros
extranjeros se habían ido, sin despedirse siquiera. Da una idea de la confianza
que la última unidad estadounidense sentía respecto a sus mejores aliados
locales. Después de ‘conmoción y pavor’, la toma de Bagdad, el momento de la
misión cumplida y la captura, juicio y la ejecución de Sadam Hussein, después de
Abu Ghraib y la sangría de la guerra civil, después de la ‘oleada’ y el
movimiento del Despertar Suní, y de los dedos marcados con tinta púrpura (las
elecciones, N. de T.) y los fondos de reconstrucción desaparecidos, después de
todas las matanzas y los muertos, los militares de EE.UU. se escabulleron hacia
la oscuridad sin una palabra.
Sin embargo, si necesitáramos una o
dos palabras para describir todo el asunto, algo menos elegantes que las que
circulan actualmente, “debacle” y “derrota” podrían satisfacer los requisitos.
Los militares de la autoproclamada mayor potencia del planeta Tierra, cuyos
dirigentes consideraron un día que la ocupación de Oriente Medio sería la clave
de la futura política global y planificaron el mantenimiento de tropas en Iraq
durante generaciones, tuvieron que salir corriendo. Debería considerarse
bastante asombroso.
Si se considera directamente lo que
pasó en Iraq se sabrá que estamos en un nuevo planeta.
Redoblando la debacle
Por cierto, Iraq solo fue una de
nuestras invasiones-convertidas-en-contrainsurgencias-convertidas-en-desastres.
La otra, que comenzó primero y continúa, puede resultar la mayor debacle.
Aunque menos costosa hasta ahora en vidas estadounidenses y tesoro nacional,
amenaza con convertirse en la más decisiva de las dos derrotas, a pesar de que
las fuerzas que se oponen a los militares de EE.UU. en Afganistán siguen siendo
un conjunto mal armado, relativamente débil, de insurgencias minoritarias.
Por grande que haya sido la hazaña de
crear la infraestructura de una ocupación militar y la guerra en Iraq, y luego
equipar y abastecer a una masiva fuerza militar en ese país año tras año, no
fue nada en comparación con lo que EE.UU. tuvo que hacer en Afganistán. Algún
día, la decisión de invadir ese país, ocuparlo, construir más de 400 bases,
llevar otros 60.000 o más soldados, masas de contratistas, agentes de la CIA,
diplomáticos y otros funcionarios civiles, y luego presionar a un débil
gobierno local para que permitiera que EE.UU. se quedara más o menos
perpetuamente, se interpretarán como acciones ilusorias de un Washington
incapaz de evaluar los límites de su poder en el mundo.
Hablando de curvas de aprendizaje:
después de ver el fracaso de su país en una gran guerra en el continente
asiático tres décadas antes, los dirigentes de EE.UU. se convencieron de alguna
manera de que nada estaba fuera de la gesta militar de la “única
superpotencia”. De modo que enviaron a más de 250.000 soldados estadounidenses
(junto con todos esos Burger Kings, Subways, y Cinnabons) a dos guerras
terrestres en Eurasia. El resultado ha sido otro capítulo de una historia de
derrotas estadounidense, esta vez de una potencia que, a pesar de sus
pretensiones, no solo era más débil que en la era de Vietnam, sino mucho más
débil de lo que sus dirigentes eran capaces de imaginar.
De nuevo como en Iraq, de cara a lo
obvio, la palabra oficial no podría ser más aterciopelada. A mediados de
diciembre, el secretario de Defensa Leon Panetta dijo a soldados estadounidenses
de primera línea en ese país que estaban “ganando” la guerra. Nuestros
comandantes allí siguen alardeando de “progreso” y “beneficios”, así como de un
debilitamiento del control de los talibanes en el área central de los pastunes
en Afganistán meridional, gracias a la inundación de la región con tropas
estadounidenses y continuos y devastadores ataques nocturnos de las fuerzas de
operaciones especiales de EE.UU.
No obstante, la verdadera historia de
Afganistán sigue siendo lúgubre para una distorsionada ex superpotencia –como
lo ha sido desde que su ocupación resucitó a los talibanes, el movimiento
popular menos popular imaginable-. Típicamente, la ONU calculó recientemente
que “sucesos relacionados con la seguridad” en los primeros 11 meses de 2011
aumentaron un 21% sobre el mismo período de 2010 (lo que fue desmentido por la
OTAN). De la misma manera, se están lanzando aún más recursos en un
interminable esfuerzo de fortalecer y entrenar a fuerzas de seguridad afganas.
Casi 12.000 millones de dólares se invirtieron en el proyecto en 2011 y se
estima una suma similar para 2012, y sin embargo esas fuerzas todavía no pueden
operar independientemente, ni combaten de un modo particularmente efectivo
(aunque sus oponentes talibanes tienen pocos problemas semejantes).
Policías y soldados afganos siguen
desertando en masa y el general estadounidense a cargo de la operación de
entrenamiento sugirió el año pasado que, para tener una mínima probabilidad de
éxito, ésta tendría que extenderse por lo menos hasta 2016 o 2017. (Olvidad por
un momento que un gobierno afgano empobrecido será incapaz de apoyar o
financiar las fuerzas que se creen como resultado.)
Los talibanes, de base pastuna, se
han replegado, como toda fuerza guerrillera clásica, ante las abrumadoras
fuerzas armadas de una gran potencia, pero es obvio que todavía tienen un
control significativo sobre el campo en el sur, y el año pasado sus actos de
violencia se han extendido cada vez más profundamente hacia el norte no-pastún.
Y si las fuerzas de EE.UU. en Iraq no confían en sus socios locales en el
momento de partir, los estadounidenses en Afganistán tienen muchos motivos para
sentirse mucho más nerviosos. Afganos en uniformes de la policía o del ejército
–algunos entrenados por los estadounidenses o la OTAN, otros posiblemente
guerrilleros talibanes vestidos de uniformes comprados en el mercado negro– han
vuelto regularmente sus armas contra sus aliados putativos en lo que denominan
“violencia verde contra azul”. A finales de 2011, por ejemplo, un soldado del
ejército afgano disparó y mató a dos soldados franceses. Poco antes, varios
soldados de la OTAN fueron heridos cuando un hombre en uniforme del ejército
afgano abrió fuego contra ellos.
Mientras tanto, la cantidad de tropas
de EE.UU. comienza a disminuir; por cierto, sus aliados de la OTAN parecen
inestables; y los talibanes, a pesar de sus vicisitudes, indudablemente sienten
que el tiempo está de su parte.
Dependencia de la gentileza de
extraños
Por débiles que parezcan los diversos
grupos que componen los talibanes, no puede caber duda de que se preparan para
sobrevivir exitosamente a la mayor potencia militar de nuestros tiempos. Y,
cuidado, nada de esto hace más que tocar la debacle en la que se podría
convertir la Guerra Afgana. Si se quiere juzgar la dimensión de la demencia de
la guerra estadounidense (y medir el desvanecimiento del poder global de
EE.UU.), ni siquiera vale la pena mirar a Afganistán. En su lugar, hay que
estudiar las líneas de abastecimiento que conducen a ese país.
Después de todo, Afganistán es un
país de Asia Central sin salida al mar. EE.UU. está a miles de kilómetros de
distancia. No existen gigantescos puertos con bases como en la Bahía Cam Ranh
en Vietnam del Sur en los años sesenta, para llevar aprovisionamiento. Para
Washington, aunque los guerrilleros a los que se opone van a la guerra con poco
más que la ropa que llevan puesta, sus propios militares es otra cosa. Desde
comidas a blindaje corporal, suministros para la construcción y municiones,
necesita un masivo –y muy costoso– sistema de suministro. También tragan
combustible como un borracho bebe alcohol y han gastado más de 20.000 millones
de dólares al año en Afganistán e Iraq solo en aire acondicionado.
Para mantenerse en buenas
condiciones, deben depender de enrevesadas líneas de aprovisionamiento de miles
de kilómetros. Por este motivo, EE.UU. no es el árbitro de su propia suerte en
Afganistán, aunque parece que esto ha pasado desapercibido durante años.
De todas las guerras poco prácticas
que puede librar un imperio en decadencia, la afgana puede ser la menos
práctica de todas. Hay que reconocer que en el caso de la Unión Soviética, por
lo menos su “herida sangrante” –el calificativo que usó Mijail Gorbachov al
hablar de su debacle afgana en los años ochenta– estaba convenientemente cerca.
Para los casi 91.000 soldados estadounidenses que están ahora en ese país, sus
40.000 homólogos de la OTAN y miles de contratistas privados, los suministros
que posibilitan la guerra solo pueden llegar a Afganistán por tres caminos: tal
vez un 20% llega por aire a un coste astronómico; más de un tercio llega por la
ruta más corta y barata, a través del puerto paquistaní de Karachi, por camión
o tren hacia el norte, y luego por camión pasando por estrechos desfiladeros en
las montañas; y tal vez un 40% (solo permiten suministros “no letales”) a
través de la Red de Distribución del Norte (NDN).
La NDN no se desarrolló completamente
hasta principios de 2009, cuando quedó claro tardíamente en Washington que
Pakistán posee un control potencial sobre el esfuerzo bélico estadounidense.
Atravesando por lo menos 16 países y utilizando casi todos los medios de
transporte imaginables, la NDN incluye realmente tres rutas, dos de ellas vía
Rusia, que transportan prácticamente todo a través del cuello de botella del
corrupto y autocrático Uzbekistán.
En otras palabras, solo para librar
su guerra, Washington ha tenido que depender de la gentileza de extraños, en
este caso, Pakistán y Rusia. Una cosa es cuando una superpotencia o gran
potencia en ascenso echa su suerte con países que podrán no ser aliados
naturales; es una historia muy diferente cuando lo hace una potencia en
decadencia. Los dirigentes rusos ya hacen ruidos sobre la viabilidad de la ruta
septentrional si EE.UU. sigue contrariándolos con respecto a la ubicación de su
eventual sistema europeo de defensa de misiles.
En los hechos, todo el sistema de
suministro –junto con la seguridad local y los acuerdos de protección y los
sobornos a diversos grupos que forman parte integral de ellos en ruta– ha
ayudado evidentemente a financiar y abastecer a los talibanes, así como a
surtir todos los bazares del camino y apoyar a señores de la guerra locales y a
pillos de todo tipo.
Recientemente, en respuesta a los
ataques aéreos que mataron a 24 de sus soldados fronterizos, la dirigencia
paquistaní obligó a los estadounidenses a abandonar la base aérea Shamsi, donde
la CIA realizaba algunas de sus operaciones de drones, presionó a Washington
para que detuviera por lo menos transitoriamente su campaña aérea de drones en
las áreas fronterizas de Pakistán, y cerró los cruces en las fronteras por las
cuales debe pasar todo el sistema de abastecimiento estadounidense. Siguen
cerrados casi dos meses después. A largo plazo, la guerra estadounidense
simplemente no puede librarse en esas condiciones.
Aunque es probable que esos cruces se
vuelvan a abrir después de una importante renegociación de las relaciones entre
EE.UU. y Pakistán, el mensaje no podría ser más obvio. Las guerras de Iraq y
Afganistán, así como en esas áreas fronterizas de Pakistán, no solo han
afectado el tesoro de EE.UU., sino que además han sacado a la luz la relativa
impotencia de la “única superpotencia”. Hace diez (o incluso cinco) años, los
paquistaníes simplemente no se habrían atrevido a tomar decisiones semejantes.
El poder de los militares
estadounidenses era amenazadoramente impresionante, pero solo hasta que George
W. Bush apretó dos veces el gatillo. Al hacerlo, reveló al mundo que EE.UU. no
podía ganar guerras terrestres distantes contra enemigos minimalistas o imponer
su voluntad a dos países débiles en el Gran Oriente Medio. También sacó a la
luz otra realidad, incluso si se tardó en comprender: ya no vivimos en un
planeta en el cual es obvio cómo convertir las inmensas ventajas de la
tecnología militar en cualquier otro tipo de poder.
En el proceso, todo el mundo pudo ver
lo que es EE.UU.: la otra potencia de la Guerra Fría en decadencia. El estado
de dependencia de Washington en el continente eurasiático ahora está bastante
claro, lo que quiere decir que, no importa a qué “acuerdos” se llegue con el
gobierno afgano, el futuro en ese país no es estadounidense.
Durante la última década, EE.UU. ha
recibido una lección repetitiva cuando se trata de guerras terrestres en el
continente eurasiático: no las inicie. Esta vez, la debacle de la inminente doble
derrota no podría ser más obvia. La única pregunta que sigue existiendo es
hasta qué punto será humillante la futura retirada de Afganistán. Cuanto más
tiempo se quede EE.UU., más devastador será el golpe a su poder.
En principio no debería ser necesario
decir todo esto y sin embargo, al comenzar 2012, con la temporada política que
se aproxima, no es menos dolorosamente obvio que Washington será incapaz de
terminar pronto la Guerra Afgana.
En el punto álgido de lo que parecía
un éxito en Iraq y Afganistán, los funcionarios estadounidenses se inquietaron
interminablemente sobre cómo, usando la frase condescendiente del momento,
poner una “cara afgana” o una “cara iraquí” a las guerras de EE.UU. Ahora, en
un momento nadir en el Gran Oriente Medio, tal vez sea finalmente hora de poner
una cara estadounidense a las guerras de EE.UU.: verlas claramente como las
debacles imperiales que han sido, y actuar en consecuencia.
Tom Engelhardt, es co-fundador del American Empire
Project. Es autor de “The End of Victory Culture”, una historia sobre la Guerra
Fría y otros aspectos, así como una novela: “The Last Days of Publishing”. Su último libro publicado es: “The American Way of War: How Bush’s Wars
Became Obama’s” (Haymarket Books).
Copyright 2012 Tom Engelhardt