13 de Enero de 1854 – Fallecimiento del
brigadier general Fructuoso Rivera
Fructuoso Rivera
Brigadier general Fructuoso Rivera (1788-1854)
Entre varios trabajos históricos que han visto la luz en esta
última época, debidos todos al deseo de aclarar los hechos, y clasificar las
personas que han figurado en el mundo, hay uno que está consagrado a los
famosos criminales, y en el caso que se piense en reimprimirlo, se podrá hacer
uso de estos apuntes, para agregarle la vida de un célebre facineroso.
El padre del titulado brigadier, y presidente don Fructuoso Rivera
(Don Frutos o El Pardejón), era un pobre peón cordobés que fue a buscar fortuna
a un pueblito de las Misiones Orientales, guarida entonces de todos los
malhechores. Allí casó con una india
tape, y de este enlace nació con facciones ambiguas, el que la Providencia
había destinado a ser el azote de los Orientales y de los Misioneros. Sin fortuna, sin educación, y lo que es peor,
con una índole perversa, pasó su juventud entregado a toda clase de vicios,
hasta que se le presentó la ocasión de desplegar la ferocidad natural de su
alma.
Fue uno de los jefes de Artigas a quien, después de haber servido
con celo, acabó por traicionar, cuando lo vio abandonado por la fortuna. Receloso del gobierno de Buenos Aires por el
recuerdo de su conducta pasada se
presentó a las autoridades portuguesas, que mandaban entonces en el Estado
Oriental y continuó a oprimir a sus compatriotas con rasgos inauditos de
crueldad y barbarie.
Cuando llegó la hora de sacudir el yugo extranjero y que todos los
habitantes de aquella provincia reunieron sus esfuerzos para recobrar su
independencia, entre los pocos que se les opusieron, se distinguió Rivera que
nada omitió para contrariar tan nobles y legítimas aspiraciones. Quiso la suerte que el general Lavalleja,
jefe de las fuerzas libertadoras, y que acababa de ser nombrado Gobernador de
la Provincia Oriental por una Junta de Representantes, pudiese alcanzarle y
tomarlo prisionero en un paraje llamado Monzón.
Rivera, entonces, ya sea para obtener su libertad, ya sea porque calculó
que debía triunfar la causa de la independencia de su patria, ofreció cooperar
eficazmente a favor de ella, si con su libertad le concedían el grado de
general, con que se hallaba al servicio de los portugueses. Admitida la oferta en los términos en que
había sido propuesta, quedó incorporado a las filas del ejército patriota, con
el cual tomó parte en la acción de Sarandí.
Hasta entonces se mantuvo fiel y subordinado; pero al poco tiempo,
empezaron a manifestarse síntomas de disgusto entre los dos jefes, originados
por la mala conducta y el pernicioso ejemplo que daba Rivera a sus compañeros
de armas, no solo por su insubordinación, sino por sus fraudes.
Por este tiempo, empezó a pasar algún cuerpo del ejército
argentino, que debía organizarse en la Banda Oriental, para llevar la guerra al
imperio del Brasil, y con el objeto de cortar esta enemistad entre dos jefes
orientales, se destinó a Rivera a General de Vanguardia, dejando al general
Lavalleja con el mando de las milicias de aquella provincia, de la que había
sido nombrado Gobernador y Capitán General.
Pero, el genio inquieto, insubordinado e intrigante de Rivera, no le
permitió permanecer mucho tiempo en su puesto.
Lo acusaban los jefes, que fueron con él a sorprender la vanguardia, o
destacamento del ejército brasilero, de haberse opuesto a atacarla, después de
haber llegado a una distancia muy corta; que para darle aviso de su proximidad
había hecho tocar los clarines de sus escuadrones, que hizo desertar con el
mismo objeto a un capitán brasilero con unos cuantos soldados más, y con otros
cargos que parecían fundados. Entre sus acusadores
se distinguían, el general Paz, los coroneles Medina, Martínez, Brandsen,
Besares y otros.
Rivera, luego la emprendió con el general en jefe Martín
Rodríguez, y no tardó en estallar la deserción, en las fuerzas orientales que
estaban a sus órdenes, y la sublevación del regimiento de Dragones, del que
había sido coronel.
El ejército se vino a establecer al Durazno, el general Rodríguez
entregó el mando al general Alvear, y este puso preso a Bernabé Rivera,
Caballero y otros que capitaneaban y fomentaban la deserción. Rivera pasó a Buenos Aires, y su hermano
Bernabé logró evadirse de su prisión y refugiarse en Santa Fe. Entretanto Fructuoso, por haber sido
sorprendido en correspondencia con varios jefes brasileros, tuvo que fugar
también de Buenos Aires, y ampararse del Gobierno de Santa Fe, en donde
permaneció hasta que pasó a Misiones. Lo
culpaban no solo de estar en correspondencia con los enemigos de la República,
sino de haber intentado disolver el ejército.
Al primer cargo se podía contestar que engañaba al Imperio; pero no
había como desvanecer al segundo, porque en tiempos posteriores su hermano
hacía alarde de haber seducido casi todos los sargentos de los diferentes
cuerpos de caballería, para desbandarlos: “porque (agregaba, en contestación a
los que le observaban, que de este modo hubiera vuelto la provincia al poder
del Brasil) luego hubiéramos reunido los soldados, y con oficiales orientales,
hubiéramos continuado la guerra”.
Marchó el ejército a las órdenes del general Alvear, quien después
de la batalla de Ituzaingó entregó el mando al general Paz, y por último éste
al general Lavalle. No pudiendo Rivera
soportar por más tiempo la pobreza a que lo había reducido su pasión al juego,
ni mirar sin envidia el engrandecimiento de su rival, y en otro tiempo su
amigo, el general Lavalleja, se lanzó sobre el territorio oriental, con unos
pocos hombres de su confianza, y con un carácter, que más parecía una tentativa
anárquica, que una cooperación a la libertad de la provincia.
Se mandaron órdenes terminantes al coronel Manuel Oribe, jefe
entonces de las fuerzas sitiadoras de Montevideo, para que lo persiguiese hasta
arrojarlo del territorio oriental. En su
cumplimiento el coronel Oribe puso tanta actividad en darle alcance, que Rivera,
viéndose a punto de caer en manos de este jefe, se retiró a Misiones, desde
donde ofició al Gobierno, para darle a entender que había invadido aquel
territorio, con el ánimo de hacerlo contribuir a los esfuerzos que se hacían
para libertar a la Provincia Oriental.
Se prestó crédito a estas palabras, y se dejó tranquilo en su puesto.
Entretanto, el Gobierno de la República había pasado a manos del
coronel Dorrego, a quien se sometió Rivera, exagerando la utilidad de su
empresa sobre las Misiones; por este arbitrio logró auxilios de dinero, armas,
vestuarios y oficiales, con el encargo de organizar otro ejército, llamado “del
Norte”, del cual fue nombrado jefe. Pasó
así algún tiempo, gastando mucho, no haciendo nada, manteniendo una
correspondencia equívoca con algunos jefes brasileros, y ponderando al Gobierno
general la disciplina de su ejército, las ventajas que había obtenido, y los
planes que iba a ejecutar; hasta que llegó la paz, y la formación del Estado
Oriental del Uruguay.
Los primeros actos fueron, el nombramiento de un gobierno
provisorio, y la reunión de una asamblea para tratar de la constitución que
debía regir la nueva República. Rivera,
que se mantenía al frente de una fuerza, impropiamente llamada nacional, desde
que se componía casi en su totalidad, de súbditos brasileros, con unos cuantos
orientales y algunos oficiales argentinos, se ofreció al Gobierno provisorio
para fundar una colonia de indios tapes en la confluencia del Cuareim con el
Uruguay. El Gobierno, o más bien, la
Asamblea Constituyente, creyó en sus ofertas, y destinó fondos para el
establecimiento de dicha colonia, de los que se valió Rivera para completar los
escuadrones que tenía, y que debían servirle de núcleo para las revoluciones
que meditaba contra su desgraciada patria.
Luego que se vio al frente de una fuerza de indios de su confianza,
empezó a desplegar con más arrojo su genio inquieto, y a trastornarlo todo con
sus intrigas. No contento con haber
dilapidado los fondos destinados a la colonia, derribó al ministerio de los
señores Giró, Muñoz y Garzón y trató de disolver a la asamblea. Para conseguirlo, hizo sublevar un cuerpo de
caballería, y lo dirigió en tropel al lugar de las sesiones de la Junta. La guardia lo rechazó; pero los sublevados
mataron a un oficial de infantería, a un infeliz vecino, y a uno de sus propios
oficiales que quiso contenerlos. Se
esparcieron después por la campaña, en donde se aprehendieron algunos, entre
ellos a un oficial indio, quien declaró que todo lo que habían hecho, incluida
la sublevación, era obra de Rivera, y que su objeto era disolver la asamblea, y
a asesinar a algunos de sus miembros.
Esta fue la primera rebelión de Rivera, después de la paz con el Brasil.
Conoció este malvado que no podría conseguir su objeto mientras
hubiese tropas que no fuesen de su devoción, y pensó en sacar de la capital al
regimiento de infantería que había rechazado a sus tapes. Más la Asamblea que penetró sus designios, se
le opuso.
El débil jefe, encargado del Gobierno provisorio, el general
Rondeau, que se había entregado a Rivera, se dimitió del mando, y lo devolvió a
quien se lo había confiado; y la Asamblea, aprovechando tan bella oportunidad,
nombró al general Lavalleja. Pero luego,
arrepentido o aconsejado por Rivera, protestó el que había renunciado, y
valiéndose de este pretexto, se sublevó Rivera, con una pequeña fuerza. Entonces se tomaron medidas para castigar
tamaño desafuero, y cuando ya se había reunido mucha gente, y se estaba en disposición
de batirlo, mil clamores de ciudadanos bien intencionados, y que no conocían
bien el carácter de Rivera, se levantaron para pedir que se tranzase esta
desavenencia, sin derramar sangre Oriental.
¡De este modo se quedó impune el que había sido puesto fuera de la ley!
Pero no es Rivera hombre que se contenta con un solo
atentado. Se juró la constitución, y se
procedió a las elecciones de las Cámaras, que debían nombrar el primer
Presidente. En las primeras que se
celebraron, Rivera hizo invadir las mesas electorales en varios distritos, por
sus fatales tapes, las forzó a recibir sus votos, sin ser ciudadanos, suplantó
listas, amenazó a los concurrentes, y por estos arbitrios, consiguió ganar las
elecciones, y se hizo nombrar primer Presidente Constitucional de la República. Vale aclarar también que los unitarios
residentes en Montevideo lo ayudaron en esas elecciones. ¡¡El hombre, que ningún bien, y tanto mal
había hecho a la causa de la independencia de su patria; el que había atacado
la existencia del cuerpo soberano y constituyente de su país; el soldado
amotinado y rebelde, este fue el elegido del pueblo!! Los males que han afligido, y afligen al
Estado Oriental son las consecuencias de tan culpable e ilegítima elección.
La fatalidad quiso que el círculo llamado imperial, se le reuniera
desde que regresó de Misiones; entre todos ellos se distinguía el Dr. Obes,
hombre astuto, atrevido e inmoral, que había vuelto cruzado del Brasil, y que
se apoderó de toda la confianza de Rivera.
Cualquiera observará que la elevación a la silla presidencial de
un hombre del carácter de Rivera, con los principios que profesaba, y los
hechos de que se había hecho culpable, no prometía ninguna garantía de la
propiedad, ni la conservación del orden, ni la consolidación de las nuevas
instituciones de su patria. En efecto,
no tardó en atacarlo y trastornarlo todo: las rentas públicas fueron
dilapidadas; los buenos servidores del Estado fueron despojados de sus empleos;
la propiedad particular fue invadida; la opinión pública fue despreciada; la
administración de la justicia vino a ser el patrimonio de la familia de Obes, y
demás de su círculo, que vendían públicamente la justicia, y cometían toda
clase de escándalos; y por último José Ellauri y el mismo Obes, ocuparon los
ministerios, para encubrir y proteger todos estos atentados.
En esta época perpetró Rivera dos horribles crímenes. El primero fue de reunir con engaños a los
indios charrúas, en las inmediaciones del Río Negro, y luego que los vio
congregados, los hizo cercar por sus tropas y asesinar bárbaramente, en un
número considerable. Solo se escaparon
unos treinta, con las mujeres y muchachos que fueron enviados como prisioneros
a Montevideo. Estos treinta que se
salvaron de tan horrenda carnicería, y que se unieron después a unas cuantas familias
que fugaron de la ciudad, fueron los que vengaron la muerte alevosa de sus
compañeros en la persona del hermano de Rivera, a quien mataron con algunos
otros oficiales.
El otro atentado fue el robo escandaloso que cometió en el
territorio al norte del Río Negro, en donde había una tropilla de yeguas
alzadas, que aquí llaman baguales, y que los mismos dueños de los terrenos iban
matando con licencia del Gobierno.
Cuando Rivera supo que habían hecho un gran acopio de cueros, se echó
encima de ellos, y no solamente se apoderó de los de yeguas, sino que extendió
sus depredaciones a los cueros vacunos, a los animales vivos, a las carretas,
en fin a todo cuanto halló en aquel departamento, que dejó enteramente yermo y
talado. Pero todo esto lo dilapidó en
poco tiempo, por su modo de vivir desordenado, y entregado a los vicios más
vergonzosos.
Cuando volvió a verse apurado, echó mano de nuevos vejámenes
contra los hacendados, y de sus fraudes en la administración de los caudales
públicos. Como nada le bastase, llegó el
caso en que tuvo que declararse insolvente, y sus acreedores, amparados de las
garantías constitucionales, le mandaron a embargar la propia casa en que vivía;
y contra lo prevenido por las leyes, él se mantuvo en su puesto, siendo un fallido. Llegaron a tal extremo sus tropelías y sus
rapiñas que se levantó en masa el país, en junio de 1832. Los primeros que se alzaron fueron los indios
favoritos, luego las milicias, que él había reunido en el Durazno, y de quienes
se había valido para sofocar la sublevación de los tapes, y últimamente la
guarnición y los oficiales de Montevideo.
Se hallaba Rivera en el Durazno, donde hubieron de matarle; pero
un oficial, que había servido en el cuerpo de Dragones, lo dejó escapar. Más tarde le pagó este servicio, fusilándolo.
Conoció entonces el poco afecto que le tenían los habitantes del
país, y para ponerse en aptitud de contenerlos, llamó en su auxilio a los
militares argentinos, que por revoltosos, habían sido expulsados de su
patria. Los sublevados instaron al
general Lavalleja, para que se pusiera al frente de ellos, y lograron sacarlo
de su hogar. Pero a todos repugnaba
hacer correr la sangre de sus hermanos, menos a Rivera, que se aprovechó de
esta irresolución, para tomar medidas activas.
Se le mandaron diputaciones para tratar con él, y solicitar que se
juzgase a los Ministros. Era lo único
que se le pedía. Rivera contestó
evasivamente para ganar tiempo; y cuando se vio con gente, atacó las fuerzas
insurreccionadas, y las obligó a replegarse al territorio del Brasil. Hizo algunos prisioneros, y de ellos fusiló
bárbaramente a 22, la mayor parte oficiales, que habían prestado grandes
servicios al país.
Si antes había cometido violencias, ahora con el pretexto de
castigar la insubordinación largó la rienda a la venganza; a la que lo alentaba
su nuevo Ministro Vasquez, que había ocupado en sus consejos el lugar de Obes,
y que nada tenía que ceder a su predecesor, en audacia, en inmoralidad, y en
inclinación al robo. Se confiscaron las
propiedades del general Lavalleja, y de otros individuos, cuyo único crimen era
de ser sus amigos; se repartió el ganado de las estancias embargadas entre los
Oficiales de Rivera, y los emigrados argentinos que lo habían auxiliado. No se respetó a nadie, por más privilegiada
que fuese su condición. A un Diputado
del Cuerpo Legislativo se le llevó al pontón, y se puso en arresto a algunas
señoras; acabando por depredar las propiedades públicas, dilapidar las rentas,
y dejarlo todo en el mayor desorden.
Llegó por fin el día en que debía dejar el mando, por haber
concluido su término. Tentó en vano
perpetuarse en el poder; reunió algunos jefes y les dijo: que aún no estaba el
país en estado de regirse por la constitución, que se necesitaba un Gobierno
más fuerte, y un hombre capaz de sostenerlo con su prestigio; ¡este hombre era
él! Pero los jefes no se prestaron a sus
insinuaciones, y se negaron a sostenerlo.
Entonces tuvo que resignarse a dejar el puesto, de que tanto había
abusado, y se retiró con el firme propósito de volverlo a usurpar.
Le reemplazó el Vice-Presidente de la República, en Octubre de
1835, para dar lugar a que se hiciera la elección del Presidente, que recayó en
el general Manuel Oribe, en febrero de 1836.
Pero hasta en sus últimos momentos gravitó Rivera sobre el país,
habiéndose hecho acordar, como premio de sus relevantes servicios, la suma de
50.000 pesos fuertes, y los despachos de Comandante General de Campaña, empleo
incompatible con la organización especial del Estado Oriental.
Al subir al mando el general Oribe, se halló rodeado de
dificultades, única cosa que le dejaba su predecesor. Sin embargo, su capacidad ilustrada, su
probidad, su economía, su buen nombre, y el afecto que le tributaban sus
compatriotas, eran otros tantos medios que empleaba para salir de estos
conflictos. El nuevo orden de cosas
anunciaba tiempos más serenos para el país; cuando Rivera, ese hombre
turbulento y fatal, de acuerdo con sus adherentes, tan inmorales como él,
tramaba en secreto la ruina de la patria.
No tenía muchos oficiales que lo segundasen, y llamó en su apoyo a
aquellos mismos emigrados argentinos, que lo habían sostenido en la
presidencia, llenando de luto al país que les había dispensado una generosa
hospitalidad. Se le unieron por la
oferta que les hizo de ayudarles a su vez a derribar al Gobierno de la
República Argentina, luego que acabaran con el Oriental. Ningún motivo, ni pretexto siquiera, le había
dado el nuevo Gobierno para romper los lazos de la subordinación, cuando
levantó el estandarte de la insurrección, con motivo de la prisión de un
vecino, hecha por un Juez de Paz de la Campaña, y de la de un jefe, que nunca
fue preso, y que sin embargo lo citó él, en el manifiesto que dio, como uno de
los atentados del Gobierno. Juntó
fuerzas (julio de 1836), siendo sus soldados en su mayor parte indios tapes,
emigrados argentinos, con un pequeño número de orientales, y casi todos sus
oficiales eran emigrados argentinos.
Hizo correr la sangre de sus compatriotas, para vengar agravios
imaginarios. Pero fue derrotado en La
Carpintería y, viéndose abandonado por algunos de sus jefes, se acogió al
territorio del Brasil. Allí, con
escándalo del mundo; juntó sus compañeros de rebelión; engrosó sus filas con
los indios de las Misiones Brasileras, y los dio a disciplinar a los emigrados
argentinos, Lavalle, Martínez, y otros.
De este modo formó un ejército, compuesto en su mayor parte de extraños,
con que invadió el territorio Oriental.
Obtuvo un triunfo en Yucutujá, debido más bien a sus intrigas y a
las traiciones, que a su pericia y valor; y poco después fue derrotado a su vez
en el Yí. Viéndose perdido, hizo un
esfuerzo, y se rehizo en Navarro, porque sus soldados dispersos, temerosos de
los habitantes de la campaña que devastaban, se le iban reuniendo para librarse
del castigo. Perseguido nuevamente por
las fuerzas del Gobierno, empezó sus marchas y contra-marchas, y lo que llaman
guerra de vandalaje en grupos que es la única en que se ha ensayado. Nada le importaban los padecimientos del
país, al contrario, se gozaba en ellos.
Lo que se proponía era cansar al ejército del Estado, compuesto todo de
guardias nacionales. En una de sus
contra-marchas, se acercó a la ciudad de Montevideo, y dejó una nota para la
Comisión Permanente de las Cámaras, que la devolvió sin abrirla. En ella, según se supo después, se quejaba
del presidente Oribe, y de una tentativa de asesinato sobre su persona. ¡Ridícula acusación fraguada por él, y sus
compañeros de crímenes, para cohonestar las tres intentonas que, por su orden
se hicieron para atentar a la vida del Presidente! La primera en la playa de la Aguada, por un
tal Luna; la segunda, en el cuartel de Dragones, por Costa; y la tercera, al
tiempo de la abertura de las Cámaras, por los capitanes Cabral y Braga, de
Paysandú.
Viendo que se aproximaba el Ejército del Gobierno, hizo un
movimiento rápido, y ganó el centro de la campaña. Este, como se ha dicho, todo compuesto de
guardias nacionales, fue licenciado en gran parte, para proporcionarle algún
descanso. Reducido a muy corto número,
se cometió el error de levantar el campo y atacar a Rivera en un terreno
desventajoso para los agresores; el que se aprovechó de esta falta, y quedó
triunfante de este ataque en el “Campo del Palmar”. Se le vio entonces hacer salir de entre los
prisioneros al teniente Quintiano y mandarlo lancerar, en circunstancias que
este se había echado a sus pies, implorando la vida. Tuvo después el bárbaro placer de pisotearle
con su caballo, y hacerlo degollar a la vista de centenares de hombres; porque,
como oficial de honor, fiel a sus
juramentos no quiso abandonar sus filas, e incorporarse a la de los
rebeldes. Poco tiempo después envió
Rivera una fuerza de caballería para sitiar la plaza de Montevideo, e impedir
la introducción de víveres de la campaña.
El país estaba cansado, las fortunas particulares habían padecido,
los amigos de Rivera trabajaban por que se transasen estas rivalidades. El Gobierno tenía aún elementos, pero se veía
hostilizado por los Agentes Franceses, y el almirante Leblanc, quienes llevaron
sus exigencias hasta el exceso. Se
intentó asesinar al presidente Oribe, por los agentes de Rivera, en un
pontón… Estas, y otras causas, que la
prudencia aconseja omitir, decidieron al general Oribe a dejar el mando, y
retirarse del país, protestando contra las violencias que le habían obligado a
dar este paso. Mandó Rivera una pequeña
fuerza para ocupar la plaza, y se mantuvo fuera de ella. A los ocho días dio un decreto, por el que
declaraba “que no había más autoridad que la suya”. “¡Por mi voluntad, soy todo, y los demás,
incluso los Representantes del pueblo, nada!”
Se avocó causas, y revocó sentencias pasadas en autoridad de cosa
juzgada; mandó testar en todas las oficinas, todo lo escrito en contra de él,
aun las más pequeñas expresiones; quitó la propiedad al uno, y la dio al otro;
saqueó el Tesoro, vendió las propiedades públicas, y cometió toda clase de
desafueros. Pocos días después de su
insolente declaración, hizo su entrada triunfal a Montevideo, a la cabeza de
sus hordas. El pueblo lo miraba en
silencio, expresando con él su amargo pesar.
Lo conocieron sus amigos, y el coronel intendente y jefe de policía
(nuevo empleo creado por él) se esforzaron en reunir chusma y muchachos para
que aclamaran al hombre que todos odiaban.
La administración del general Oribe fue la mejor que había tenido
el país. Respetó la seguridad individual
y la inviolabilidad de las propiedades; las rentas eran bien administradas, la
deuda pública iba disminuyendo, el país tomaba crédito, y a su administración
se debe el impulso que tomó el comercio y la industria. ¿Qué motivos tuvieron los que se adhirieron a
un hombre de un carácter tan conocidamente perverso como Rivera? Uno solo: el convencimiento de que con más
administración regular no podrían hacer las escandalosas extorsiones, a que se
prestaría un gobierno inmoral. Ni se
equivocaban. En esta segunda época de
Rivera, el caudal del Estado vino a ser la presa de los que lo administraban; y
no hubo un solo ramo de la administración, que no hubiese sido explotado
escandalosamente a beneficio de unos pocos individuos. Entre tantos desafueros, el que más indispuso
al pueblo fue la usurpación de todos los poderes, hecha por Rivera de un modo
tan atrevido y brutal. El se apercibió
de la fuerte impresión que su primer decreto había producido en el público, y
culpó de él a los Unitarios.
Entretanto debían celebrarse las elecciones, y como se retrajese
la mayoría de los orientales de concurrir a las mesas, las hizo invadir Rivera
por los que no lo eran, y resultó reelecto, tan ilegalmente como lo había hecho
la primera vez. Su primer acto fue
declarar la guerra a la Confederación Argentina, y solicitar la alianza de las
fuerzas extranjeras que la hostilizaban.
Se puso también en relación con Santa Cruz, para facilitarle la
conquista del territorio argentino, después de haber conseguido esclavizar al
Perú. Promovió una insurrección en
Corrientes, y franqueó sus auxilios a Lavalle para invadir Entre Ríos. En todos estos actos resaltaba el espíritu
anti-patriota, que entre otros vicios, es el más característico de Rivera. La caída del general Rosas le parecía
inevitable, y contaba con el auxilio y cooperación de todos sus enemigos, para
realizar uno de sus más antiguos proyectos: el de formar un gran estado del
territorio comprendido entre el océano por un lado, el Paraná y el río Paraguay
por el otro. Este plan importaría nada
menos que la desmembración de la provincia del Río Grande, perteneciente al
Brasil, y la usurpación de las provincias de Entre Ríos y Corrientes que son
partes integrantes e inseparables de la Confederación Argentina.
Habría también que infringir tratados existentes, desconocer las
garantías acordadas, y los compromisos contraídos por grandes naciones
europeas, y sobre todo provocar una guerra encarnizada con dos Estados vecinos,
cada uno de ellos más fuerte que el gobierno usurpador.
Todos estos cálculos, que dan la pauta de la incapacidad de
Rivera, fallaron con la derrota de Santa Cruz, con la destrucción de Lavalle,
Lamadrid y demás salvajes unitarios, y con la cesación del bloqueo
francés. Estos sucesos sorprendieron a
Rivera tan engolfado en su falsa política, que le obligaron a tomar una resolución
extrema y desesperada. Juntó todas sus
fuerzas, y vadeó el Uruguay, para llevar la guerra fuera del territorio
Oriental. El general Oribe se hallaba ya
en Entre Ríos haciendo sus preparativos para ocupar el Estado Oriental y
restablecer la autoridad legítima. El
ejército que traía, era numeroso, aguerrido, y perfectamente pertrechado. Volvían cubiertos de laureles de su memorable
campaña contra los salvajes unitarios, sobre quienes habían descargado golpes
de muerte en las gloriosas batallas del “Quebrachito”, “Sáncala”, “Rodeo del
Medio”, etc. Este bando inicuo, y
traidor a su patria, había recibido el castigo condigno a sus horrendos y
atroces atentados, y su aborrecido caudillo había caído bajo el plomo de los
defensores de la independencia del país.
En este estado, se atrevió Rivera a ir a desafiar al general Oribe
en su mismo campamento; pero no tardó en comprender su peligro, contramarchó
para acercarse al Uruguay, con ánimo de volverlo a transitar. Esta vez le alcanzó la mano del destino, y el
“Arroyo Grande” fue testigo de su cobardía y de su derrota.
Aquel día debía ser el último para este monstruo. Todas sus ilusiones habían desaparecido con
sus esperanzas, con sus amigos, y con sus aliados. No le quedaba más que el recuerdo de sus
crímenes, que debía anonadarlo. Fue a ocultar
su vergüenza al Durazno, donde organizó, sin elementos, la última resistencia
que le dictaba su orgullo contra las fuerzas legales del presidente Oribe. Desgraciadamente encontró en un oficial de la
Marina Británica, un punto de apoyo para prolongar su ominosa dominación de
Montevideo, y en extranjeros descarriados y revoltosos, los dignos auxiliares
de sus pérfidas maquinaciones. Llamó
también a su lado a los hombres más corrompidos, y más eminentemente inmorales
de la sociedad montevideana, y puso en sus manos la suerte de este desgraciado
vecindario. El que debía representarlo
en el mando era el mismo Vásquez, considerado como el azote de su país,
asesorado por su amigo Obes y Pacheco, digno colaborador, mozuelo atolondrado,
sanguinario e ignorante. Bajo la férula
de estos malvados, y del facineroso Paz gime el infeliz pueblo de Montevideo,
aguardando el día de su libertad. La
mayor parte de su población ha emigrado, o para incorporarse a las filas del
presidente Oribe, o para sustraerse de los vejámenes de los satélites de
Rivera.
Se acerca la hora de la cesación de tantos desastres, y entonces
se conocerá toda la profundidad de la herida que la administración de Rivera ha
abierto en el corazón de la patria. La
época de su gobierno presenta, en pocos años, los más odiosos ejemplos de
inmoralidad, de prevaricaciones, y de atentados de toda clase. El atacó la propiedad particular, no respetó
ninguna garantía, ignoró las leyes, conculcó la justicia, incendió pueblos,
saqueó a sus habitantes, entregó mujeres e hijas a la licencia brutal de sus
soldados, mató a inocentes, intentó varias veces hacer asesinar al presidente
del estado, usurpó el poder para llevar la guerra a sus vecinos, uniéndose a
extranjeros que los hostilizaban; fue infiel a todos los partidos, y traidor de
todos los gobiernos; y como particular, hombre corrompido, sin principios, sin
educación, sin moral; jugador, libertino, estafador, ladrón, y, para pintarlo
en pocas palabras, hombre lleno de vicios, sin haber conocido ninguna virtud.
Este es el ídolo, a quien han tenido que prosternarse los
Orientales por cerca de tres lustros, y que ha hallado defensores entre algunos
extranjeros.
Fuente
De Angelis, Pedro – Archivo Americano y
Espíritu de la Prensa del Mundo (1843-1851) – Ed. Americana – Buenos Aires
(1946).
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