Garzón y la transición
Vicenç Navarro
Público
Una de las concepciones más extendidas en los círculos políticos
y mediáticos de mayor influencia y difusión en España es que la Transición de
la dictadura a la democracia fue modélica. Liderada por el monarca, tal
Transición dio como resultado –según esta versión– una democracia homologable a
cualquier otra democracia existente en Europa, lo cual se consiguió sin mayores
convulsiones en las instituciones políticas, económicas, financieras y
mediáticas del país. El supuesto éxito de tal proceso explica que se haya
querido incluso exportar este modelo de Transición a otras dictaduras que
estaban bajo presión para que se transformaran en sistemas democráticos. Varias
veces, el ministro de Asuntos Exteriores ha sugerido a dictaduras en declive, y
a sus opositores democráticos, que tomaran la Transición española como punto de
referencia.
La misma concepción que valora la Transición española como
modélica (elemento fundamental de la sabiduría convencional existente en el
país sobre aquel proceso), también considera ejemplar el compromiso adquirido
por las fuerzas políticas mayoritarias de no hurgar en el pasado. Es decir,
olvidarse de las enormes violaciones de los derechos humanos, predominantemente
realizadas por las fuerzas golpistas en contra de un sistema democrático,
olvido que se defendía y continúa defendiéndose como necesario para construir
el futuro. Parte de este objetivo asumía que los definidos como los dos bandos
del conflicto civil eran igualmente responsables de lo acaecido y que, por lo
tanto, era mejor cerrar cuentas y olvidarse de lo ocurrido. De esta concepción
deriva la Ley de Amnistía, en que todas las violaciones quedaron amnistiadas,
ley que se considera determinante para que ocurriera la Transición,
supuestamente modélica. Hay que señalar que, aun cuando las derechas fueron las
que promovieron esta versión de la Transición, muchos elementos importantes
fueron también asumidos por grandes sectores de las izquierdas, lo cual
contribuyó a que tal percepción se reprodujera casi como un dogma.
Tal dogma, sin embargo se basó en una falsedad. La Transición no
fue modélica como tampoco lo fue la democracia que estableció. Fue un proceso
realizado bajo el dominio de las fuerzas conservadoras y por los aparatos
heredados del régimen anterior, liderados por la monarquía, y claramente
enquistados en el Estado español. No fue una Transición pactada entre iguales:
antes al contrario. Las izquierdas acababan de salir de la cárcel o de la
clandestinidad y del exilio.
Su peso procedía de las enormes movilizaciones de la clase
trabajadora y otros elementos de las clases populares que presionaron para que
terminara aquel régimen. De ahí que, aun cuando el dictador murió en la cama,
la dictadura muriera en la calle. No obstante, las izquierdas no tenían el
poder ni para romper con aquel Estado ni para negociar en bases de igualdad,
dando lugar al enorme sesgo conservador que existe, no sólo en las estructuras
del Estado, sino también en las instituciones financieras, económicas,
culturales y mediáticas del país. Es este poder el que explica las enormes
insuficiencias del Estado del bienestar español, que 33 años después de
terminar la dictadura todavía tiene el gasto público social más bajo de la
UE-15. La democracia incompleta ha conducido a un bienestar claramente
insuficiente.
No hay un indicador mejor de lo inmodélica que fue la Transición
y de las enormes limitaciones que tiene la democracia española que lo que
ocurrirá esta próxima semana. El Tribunal Supremo juzgará al único juez que se
ha atrevido a exigir al Estado que encuentre a los desaparecidos durante la
brutal represión de los golpistas sublevados contra las fuerzas democráticas,
honrándolos, a la vez que denunciando a los responsables. Esta situación cubre
de vergüenza a toda España.
¿Cómo puede España presentarse como una sociedad democrática
cuando ocurre este hecho que culmina un proceso que reproduce una de las
mayores injusticias que ha ocurrido en el siglo XX en Europa? España es el país
donde ha habido un número mayor de desaparecidos por causas políticas en Europa
sin que se haya hecho nada sobre ello. Y cuando se quiere hacer algo, el Estado
(nada menos que el Tribunal Supremo) quiere cerrar el caso y castigar al juez
que osó mirar bajo la alfombra e intentar hacer algo de limpieza, reconociendo
además a aquellos que fueron asesinados por su compromiso con la democracia. La
comparación de lo que está ocurriendo en España con lo sucedido en otros países
que sufrieron dictaduras fascistas o fascistoides semejantes es un indicador
más del enorme subdesarrollo democrático de este país. En ningún otro país ha
habido la ocultación de esta enorme represión, dejando indefensos a las
víctimas y a sus familias, que no pueden ni siquiera honrar a sus muertos (que
son los muertos de todos los demócratas) por no saber dónde se encuentran. El
contraste entre el comportamiento del Estado español hacia las víctimas del
terrorismo de ETA y el de las víctimas de las fuerzas golpistas y del Estado
terrorista es bochornoso (no hay otra manera de definirlo).
Esta situación es indignante y vergonzosa. El Tribunal Supremo
no es consciente del enorme desprestigio que el enjuiciamiento de Garzón por el
caso de los desaparecidos significa para la Justicia española y para el Estado
español. En el programa de humor de mayor audiencia en Estados Unidos se
señalaba que, en la misma manera que Bolivia, sin mar, tiene Ministerio de
Marina, España tenía Ministerio de Justicia. ¿No se dan cuenta de la vergüenza
que están originando los miembros del Tribunal Supremo con su comportamiento,
en el ámbito internacional?
Por mera coherencia democrática debería haber
manifestaciones a lo largo del territorio español en protesta por el insulto
que el enjuiciamiento de Garzón supone a todas las fuerzas democráticas de
España y del mundo.