A propósito de la victoria en la Batalla de Guayabos
SUS DEPRAVADAS Y AMBICIOSAS MIRAS
Fragmento de un libro de Mario “Pacho” O’Donnel
El pueblo irrumpiría en la historia, impetuoso, masivo, no en el
lluvioso 25 de Mayo sino en la noche del 5 al 6 de abril de 1811, para luego
caer en las jornadas de setiembre.
Ni Saavedra ni Campana demostraron condiciones
de caudillos, y los orilleros, los gauchos, los indios, los mulatos, es decir
la chusma porteña huérfana de liderazgo, no participaría ni sería convocada en
las alternadas revoluciones en las que de allí en más la asociación
hispano-plebeya por un lado y los ideólogos de la iluminación por el otro se
disputaron el gobierno en septiembre de 1811 (Primer Triunvirato) y en octubre
de 1812 (Segundo Triunvirato).
Pero la plebe reaparecería en la otra orilla del Plata, cuando
José Gervasio de Artigas y su pueblo se encontraron en el éxodo oriental de
1811. El jefe oriental había sido en sus años mozos lo que Eric Hobsbawm
clasifica como "bandido social", alguien que en una sociedad sin
orden y sin ley asume la representación de una primitiva justicia popular,
encarnando la leyenda de quien "roba al rico para dar al pobre". En
esas andanzas cometió frecuentes delitos y no parecen falsas las imputaciones
de algún crimen. Luego llegarán los tiempos de su vigorosa consustanciación con
la causa independista, que guarda con el bandidaje la semejanza de atacar a
autoridad colonial.
La aparición de Artigas en la superficie de nuestra historia se
produjo cuando, a instancias del embajador británico con sede en Río de
Janeiro, lord Strangford, a favor del debilitamiento del orgullo patriótico con
la caída de Campana y la Junta Grande, el secretario del flamante Triunvirato,
Bernardino Rivadavia, firma con el gobernador de Montevideo, un tratado por el
cual se retira el sitio patriota a Montevideo y se reconocen los derechos
españoles sobre la Banda Oriental, e insólitamente, sellando la unidad de la
nación española "de la que forman parte las Provincias Unidas del Río la
Plata". Lo que este acuerdo garantizaba era el libre comercio que
Inglaterra exigía y que los sitios y bloqueos dificultaban.
Artigas se indigna y decide un repliegue táctico que detona un
proceso que no estaba en los cálculos de nadie: la población de la campaña se
suma multitudinariamente a la marcha tras su caudillo, tomando conciencia de sí
mismos y de su significado en la historia. "No se les podrá hallar todo el
valor, entretanto no se comprenda el estado de esos patriotas en el momento en
que, demostrándolo, daban mejor prueba de serlo", escribe el jefe oriental
desde el paso del Dayman al gobierno del Paraguay. "Estaba reservado a
ellos demostrar el genio americano, ellos se resuelven a dejar sus preciosas
vidas antes que sobrevivir al oprobio e ignominia (...) Yo no seré capaz de dar
a V.S. una idea del cuadro que presenta al mundo la Banda Oriental, llenos
todos de la memoria de las grandes proezas, oyen sólo la voz de la libertad y
unidos en masa marchan cargados de sus tiernas familias a esperar mejor
proporción para volver a sus antiguas operaciones (...) cada día veo con
admiración sus rasgos singulares de heroicidad y constancia. Yo llegaré muy
pronto a destino con este pueblo de héroes".
Buenos Aires se alarma. Sus gobernantes, llámense Alvear,
Posadas, Pueyrredón, Sarratea, desconfiarán de la creciente convocatoria
popular de Artigas y de la lealtad y ciega confianza que le profesan los
orientales. Pero lo que más preocupa a las autoridades del otro lado del río
son las ideas que el jefe oriental pregona y que sus representantes intentarán
poner en la Asamblea de 1813, osadía conjurada con el expediente de declararlos
ilegítimos cuando sus pergaminos estaban avalados por elecciones populares y
democráticas que habían consagrado a casi ninguno de los delegados de las otras
provincias:
Pedirán la declaración de
la independencia absoluta de la corona de España y familia de los
Borbones", cuando los notables de Buenos Aires debilitaban sus propósitos
de autonomía, obedientes a las imposiciones británicas. Tanto que Rivadavia
había amenazado con castigar a Belgrano por su irreverencia de crear una bandera,
como lo relato en un libro anterior (111).
"No admitirá otro sistema que el de la Confederación para
el pacto recíproco con las provincias que formen nuestro Estado. (...) Como el
objeto y fin del gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad
de los ciudadanos y de los Pueblos, cada provincia formará un gobierno bajo
esas bases, a manos del gobierno supremo de la Nación. (...) El Gobierno
Supremo entenderá solamente en los negocios generales del Estado. El resto es
peculiar al gobierno de cada provincia", instrucciones que estaban en
franca contradicción con las tendencias unitarias y centralistas de los
notables al otro lado del ancho río.
"Los gobiernos provincial y Supremo de la Nación se
dividirán en Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial", propuesta de
notable espíritu democrático, de dramática actualidad en los días que corren,
sobre todo porque también se recomendará que "estos tres resortes jamás
podrán estar reunidos entre sí, y serán independientes en sus facultades".
"El despotismo militar será precisamente aniquilado con
trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los
Pueblos", clara advertencia al autocratismo porteño.
"El Gobierno Supremo de las Provincias Unidas residirá
fuera de Buenos Aires", intolerable afrenta para la soberbia y los
intereses del puerto, poco adepto a compartir tampoco que "la Constitución
garantizará a las Provincias Unidas una forma de gobierno republicano, y que
asegure a cada una de ellas de las violencias domésticas" y que "prestará
toda su j atención, honor, fidelidad y religiosidad a todo cuanto crea o juzgue
necesario para preservar a esta provincia las ventajas de la libertad, y
mantener un gobierno libre, de piedad, justicia, moderación e industria"
pues estas leyes, de ser aprobadas, hubiesen significado un freno
constitucional a las tendencias hegemónicas de Buenos Aires.
Lo cierto era que ambos bandos, o ambas Bandas, representaban
una antinomia de difícil convivencia. Una era la revolución estudiada en
libros, de instituciones postizas donde el pueblo eran solamente los
principales y la patria una entelequia retórica, un concepto de lo que
"debía ser". Era una clase social de pudientes o intelectuales para
quienes lo que no estuviese en las obras de Rousseau y Raynal, o no se
inspirase en el constitucionalismo de Daonou o por lo menos de Jefferson, era
incomprensible y por lo tanto repudiable, bárbaro.
Enfrente había un pueblo de gauchos de la campaña y orilleros de
los márgenes urbanos, clérigos proletarizados y pequeños propietarios, también
los máximos desclasados: indios y
negros, todos siguiendo a un jefe que, estaban convencidos, hablaba y
sentía por todos ellos. Era ésa una realidad americana que no estaba escrita en
ninguno de los libros que venían del otro lado del mar, pero que vivía,
alentaba y se imponía. Pretender integrar ambas posturas que, sin saberlo,
ahondaban en la filosofía y en la ontología pues sostenía concepciones
divergentes de la existencia, fue imposible a lo largo de nueve años de
violento diálogo de sordos que se prolongaría en la sangrienta lucha entre
federales y unitarios, y más tarde en la Guerra de la Triple Alianza. "La enemistad
de la oligarquía con el pueblo y sus caudillos necesariamente tenía que ser
profunda" (J. M. Rosa).
Artiguistas y porteños volverían a compartir el asedio a
Montevideo luego de la caída de Rivadavia y el Primer Triunvirato cuando San
Martín y Alvear invadieron la plaza de la Victoria con sus granaderos en lo que
puede considerarse el primer golpe militar contra un gobierno constitucional.
Pero la conflictiva relación entre los sitiadores había llegado
ya a punto límite porque Buenos Aires desconfiaba de ese caudillo de gran
predicamento entre los humildes del puerto y Moral que no aceptaba las
instrucciones del Directorio porteño.
El caudillo oriental, entonces, una vez más ofendido porque no
se le provee del parque y los bastimentos prometidos, toma una actitud
beligerante y a fines de diciembre de 1812 se apodera de las carretas que
marchaban con armas y municiones para las tropas porteñas a las órdenes de
French. Si Buenos Aires no lo quiere de amigo lo tendrá como enemigo.
Seguirá la guerra solo
contra los españoles con la ayuda del pueblo oriental que lo idolatra. El 25
desde su campamento en las márgenes del río Yi, envía un documento a Sarratea,
jefe de las tropas porteñas, que la historia conoce como "La Precisión del
Yi":
"El pueblo de Buenos Aires es y será siempre nuestro
hermano, pero nunca su gobierno actual. Las tropas que se hallan bajo las
órdenes de V.E. serán siempre el objeto de nuestra consideración, pero de
ningún modo V.E. (...) Yo no soy el agresor ni tampoco el responsable (...) Si
V.E. es sensible a la justicia de mi irritación y quiere eludir sus efectos,
repase V.E. el Paraná dejándome todos los auxilios suficientes; sus tropas, si
V.E. gusta, pueden hacer también esa marcha retrógrada".
El 8 de enero se firma el "Convenio del Yi": Sarratea
se retiraría, Rondeau, que acaba de vencer a los godos en el Cerrito, sería el
nuevo jefe de las fuerzas porteñas. En el documento se llama
"ejército", en esto hace hincapié el orgulloso Artigas, al oriental,
y "auxiliares" a las tropas de línea venidas de Buenos Aires, al
revés de como hasta entonces lo consideraba Sarratea.
Éste, sin darse por rendido, durante su marcha de regreso se ha
puesto en contacto con Fernando Otorgues, pariente próximo de Artigas y uno de
sus oficiales de mayor confianza. Le ofrece el gobierno de la Banda Oriental si
traiciona y elimina a su jefe y para que no queden dudas de la seriedad de la
propuesta le regala dos pistolas modernas. Le había ido bien en sobornar a
Viera, Valdenegro y otros caudillos artiguistas de la primera hora, ¿por qué no
con Otorgues, díscolo, ambicioso y también inescrupuloso? En la seguridad de
contar con su complicidad el 2 de febrero de 1813, desde el Cerrito, Sarratea
dicta un bando donde califica de "traidor a la Patria" a Artigas, llama
"bárbara y sediciosa" su conducta, e "indulta y perdona" a
quienes lo eliminen.
En una carta también fechada el 2 de febrero autoriza a Otorgues
"a nombre del Superior Gobierno para que proceda en bien general del
Estado a castigar al rebelde enemigo de la patria José Artigas, a quien declaro
traidor a ella", comprometiéndose a "que la carrera de sus dignos
servicios (de Otorgues) será atendida, aumentada y considerada". Le
asegura que "va a llenarse de gloria y aumentar los timbres de la patria
derribando con empeño el obstáculo que se opone a nuestra libertad".
Convencido de su proceder dos días más tarde informa a Buenos
Aires, con un optimismo fundado en el resentimiento, que "Artigas no puede
adquirir consistencia: su ignorancia para la guerra, la falta de oficiales, el
mal estado de su armamento y otras circunstancias lo hacen despreciable en todo
sentido (...) muy pocos fusilados bastarán para lanzar a este caudillo más allá
de las márgenes del Cuareim (frontera con Río Grande)".
Pero Otorgues se arrepiente, o quizás es él quien ha tendido una
trampa al porteño. Informa a Artigas y le muestra su correspondencia con
Sarratea. La indignación del caudillo oriental es ostensible en su carta del 11
de febrero: "He leído por conducto del comandante Otorgues, a quien V.E.
se lisonjeó seducir, el papel en que V.E. me declara traidor a la Patria... ¡Yo
declarado traidor! ¡Retírese V.E. en el momento de esta Banda!".
También el 14 se quejará a Buenos Aires: "¡Ah! si
(Sarratea) hubiera empleado a favor de la Patria una milésima parte de la
política que tuerce a sus depravadas y ambiciosas miras"; señala que para
él "el pueblo oriental es de un orden inferior al resto de los hombres; lo
llama "seudo apóstol" de la libertad y afirma "que nada espera
el pueblo oriental para hacerse justicia: a V.E. toca dársela si fuera de su
superior sagrado." (98, 134).
98. Luna, Félix, Segunda fila, Planeta,
Buenos Aires, 1999.
134. Rosa, José María, Historia argentina,
Oriente, Buenos Aires, 1974.