Argentina,
2012: ¿Qué hacer, y cuándo?
Atilio
A. Boron
El inicio del segundo período
presidencial de Cristina Fernández invita a reflexionar acerca de su agenda de
gobierno para los próximos cuatro años, a partir de la convicción de que la
autocomplacencia con los avances registrados hasta ahora –importantes pero
insuficientes- sería un seguro camino hacia la restauración del dominio de los
sectores más retrógrados de la política argentina.
A lo largo de estos años el
kirchnerismo ha demostrado tener capacidad de generar iniciativas, si bien que
favorecido por una oposición muy débil entre el 2003 y el 2009 (con el oficialismo
controlando ambas cámaras del Congreso) y muy incompetente entre el 2009 y el
2011, sobre todo luego de su resonante victoria en las elecciones
parlamentarias del 2009 pese a lo cual no pudo articular ni una sola propuesta
de conjunto capaz de neutralizar la influencia de la Casa Rosada. Vistas las
cosas en perspectiva, de lejos la iniciativa más importante impulsada por el
kirchnerismo fue la quita efectuada en los bonos de la deuda externa -dispuesta
por el ex presidente Néstor Kirchner e implementada por Roberto Lavagna, el
ministro de Economía heredado de su predecesor en la Casa Rosada- y que algunos
comentaristas de la prensa financiera internacional calificaron como la mayor
expropiación sufrida por el capital financiero a escala mundial en toda su
historia. Añádase a ello la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia
Debida y el masivo juzgamiento a los represores de la última dictadura militar
como otro de los grandes logros del ex presidente Kirchner.
Durante la gestión
de Cristina Fernández , a su vez, se avanzó en varios frentes, con algunas
importantes propuestas en materia de promoción social – como la Asignación
Universal por Hijo, la estatización de las AFJP, la extensión del régimen
jubilatorio, la actualización semestral de jubilaciones y pensiones- el
matrimonio igualitario y la Ley de Medios, entre otras. A esto habría que
agregar una significativa renovación del clima ideológico, reintroduciendo
ciertas temáticas como la igualdad social, la distribución del ingreso y la unidad
latinoamericana que hacía mucho tiempo no se escuchaban en la esfera pública.
Y, desde las celebraciones del Bicentenario y muy especialmente luego del
fallecimiento de Néstor Kirchner, una impetuosa politización de vastos sectores
de la juventud argentina, fenómeno que no se veía por estas latitudes desde
finales de los años sesenta y comienzos de los setenta del siglo pasado. La
recuperación del valor de la política, en una sociedad tan bombardeada por los
mensajes “apolíticos” del neoliberalismo, es un signo promisorio para el futuro
de la Argentina.
El objetivo de estas notas es doble:
por una parte, ofrecer un retrato de las grandes líneas de fuerza que definen
la coyuntura política actual, recordando siempre aquellas palabras de Lenin que
definen a la política como la “economía concentrada.” Por la otra, explorar los
senderos que se bifurcan y sus potencialidades. Uno de ellos es el de las
reformas estructurales; el otro, es el del continuismo, a veces enaltecido con
la confusa expresión oficial de “profundizar el modelo.”
Kirchnerismo y economía capitalista
Al examinar estas alternativas no
escapan a nuestro análisis las limitaciones ideológicas del kirchnerismo,
sintetizadas magistralmente en el reproche que la presidenta Cristina Fernández
hiciera a sus colegas reunidos en el G-20 para que acabaran con el
“anarco-capitalismo” y promovieran un “capitalismo serio”, algo que para los
oídos de Obama, Merkel, Sarkozy, Cameron, Berlusconi y otros de su ralea debió
sonar como un enternecedor cuento de niños mientras socarronamente se miraban y
decían entre sí: “Qué, ¿acaso no es serio este capitalismo que nos sostiene en
el poder y al cual salvamos de sus trapisondas financieras transfiriéndole
billones de dólares?”
Por lo tanto, es innecesario aclarar,
que cualquier propuesta de avanzar por el sendero de las reformas generará una
enconada resistencia. Primero, al interior mismo del gobierno y, más
ampliamente, de la coalición kirchnerista, porque no todos sus integrantes
muestran el mismo grado de entusiasmo por encarar reformas de fondo en la
economía argentina; segundo, obvio, en la clase dominante. El kirchnerismo pudo
avanzar en su celo innovador en temas predominantemente “blandos”, entendiendo
por éstos los que no afectan centralmente al proceso de acumulación capitalista
o las ganancias de la burguesía. Y cuando sí lo hizo, como en el caso de la
quita de los bonos de la deuda, se trenzó en una feroz batalla con el capital
financiero internacional y sus aliados locales, … ¡y venció! De lo cual se extrae
la siguiente lección: por más que el veto o las amenazas “destituyentes” de la
clase dominante sean muy impresionantes, si un gobierno como éste mantiene
firme el rumbo de una decisión y construye fuerza social para apuntalarla no
habrá clase dominante ni “factores de poder” capaces de quebrar su mano.
De ahí la ingenuidad de suponer que
se puede “gobernar bien” la Argentina –atacando su lacerante injusticia social
y removiendo los pesados legados de “los noventa” que, pese a la retórica
oficial, aún nos abruman- sin despertar la furia de los beneficiarios del orden
actual. El sueño de un gobierno que construya justicia e igualdad en medio de
un clima sereno y exento de estridencias y conflictos de todo tipo es sólo eso,
un sueño. Además, el país no está aislado sino inserto en un contexto regional
sometido a crecientes ataques y presiones por parte de un imperio que no se
resigna a contemplar pasivamente su ocaso. Para los diversos sectores de la
clase dominante local, que capitalizó en más de un sentido -y
privilegiadamente- la bonanza del período iniciado en el 2003, la obsesión
restauradora de Washington le brinda un poderoso aliento para renegociar desde
mejores posiciones su relación con la Casa Rosada.
La ya mencionada postura
presidencial ante el “anarco capitalismo”, la exhortación a construir un
“capitalismo serio”, la rapidez con que se sancionó y promulgó la nueva
legislación antiterrorista (que contrasta con la exasperante lentitud oficial
para derogar la Ley de Entidades Financieras en cuyo calce se encuentran las
oprobiosas firmas de Videla-Martínez de Hoz), el apoyo irrestricto a la
megaminería (¡con foto de Cristina Fernández y el CEO de la Barrick Gold en los
“headquarters” de la firma! ) y las petroleras, o la renuencia a instrumentar el
precepto constitucional (artículo 14 bis, Constitución de 1994) que establece
la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas son
claras muestras de este significativo cambio en la relación entre el gobierno y
los sectores empresariales reforzada, nos parece, por la conversación privada
sostenida entre Barack Obama y CFK, a pedido del primero, en al marco de la
reunión del G-20 en Cannes.
Seducidos por las extraordinarias
ganancias con que las favoreció “el modelo”, las distintas fracciones
burguesas, antaño acérrimas críticas del kirchnerismo, no tardaron en
distanciarse de sus representantes políticos y mediáticos para, en un alarde de
oportunismo, sellar una redituable tregua con la Casa Rosada. Claro que esto no
quiere decir que consideren a CFK como su mejor alternativa. Es claramente una
opción sub-óptima y transitoria; desconfían de la presidenta y, mucho más, de
las multitudes plebeyas que la exaltan; también dudan de su previsibilidad o su
capacidad para disciplinar al multiforme y siempre conflictivo “planeta
peronista”. Pero su certero instinto de clase les indica que ninguna otra
opción política garantizaría el grado mínimo de orden, gobernabilidad y
estabilidad macroeconómica necesarios para asegurar la espléndida rentabilidad
de sus emprendimientos. De ahí que lo que caracteriza la relación estado-clase
dominante en la Argentina sea su ambivalencia: aceptan a Cristina como un mal
menor, pero preferirían alguien más confiable y afín a sus intereses. Como no
lo hay, se alinean con la Casa Rosada. Esto diferencia claramente la situación
argentina de la que existe en países como Bolivia, Ecuador y Venezuela, en
donde la relación estado-clase dominante es de abierta confrontación. Esto
explica también la distinta naturaleza de los regímenes políticos existentes en
Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela.
La contrapartida de este nuevo
relacionamiento entre burguesía y estado ha sido la resonante ruptura de la
clase dominante con sus representantes políticos tradicionales: los partidos de
la centro-derecha, o derecha, y los oligopolios mediáticos que ante la crisis
de los primeros asumen la función de estado mayor en la defensa del orden
amenazado por el “populismo” presidencial. La “traición” -o el repudio- de la
clase a sus representantes no constituye un fenómeno novedoso: Marx y Engels lo
constataron y analizaron en sus escritos sobre la vida política francesa y
alemana en la segunda mitad del siglo diecinueve, y Gramsci hizo lo propio en
sus estudios sobre la Italia de la primera posguerra. “Crisis orgánica”, o
ruptura del lazo entre “representantes y representados”, decía el italiano,
para referirse a situaciones en las cuales la burguesía se “despegaba” de sus
representaciones habituales. En sus propias palabras, que no podrían ser más
precisas para describir la situación de la Argentina, “los viejos dirigentes
intelectuales y morales de la sociedad sienten que les falta el terreno bajo
los pies, advierten que sus prédicas se han convertido precisamente en eso,
prédicas, o sea, cosas extrañas a la realidad, puras formas sin contenido,
larvas sin espíritu; de ahí su desesperación.” [1] Miradas las cosas desde otro
ángulo, lo que se observa en la Argentina sería una “deserción” de los
representantes políticos de la derecha por su incapacidad de comprender que
para la clase dominante primero está la ganancia, segundo la ganancia y tercero
la ganancia. Dado que el gobierno ha dado suficientes muestras de respetar esta
obsesión de la clase explotadora, asuntos tales como la “calidad institucional”,
la libertad de prensa, la separación de poderes, el debido proceso o los
procedimientos de la democracia liberal que suscitan la gritería de la
partidocracia liberal y los medios hegemónicos son un ruido molesto que
perturba la marcha de sus negocios y enturbia sus oportunistas relaciones con
el gobierno nacional.
La formidable derrota propinada a las diversas
expresiones de la derecha -como Duhalde, Carrió, Alfonsín, Redrado, Llambías,
de Narváez, entre otros- en las últimas elecciones presidenciales es
precisamente un síntoma de esa ruptura, lo cual configura un escenario propicio
para avanzar en una agenda de transformaciones sociales toda vez que la
correlación de fuerzas puesta de manifiesto en la puja electoral -amén de la
que existe en el plano general de la vida política, más allá del terreno
restringido del sufragio- le otorga a la Casa Rosada el predominio necesario
para imponer su agenda. Sería apenas una exageración decir que, si hablamos de
reformas estructurales, la cuestión es ahora o nunca. La incógnita a develar es
si la coalición kirchnerista quiere promover las reformas estructurales.
La favorable, pero también
transitoria, correlación de fuerzas
Ahora bien: sería ilusorio pensar que
un cuadro de este tipo, tan favorable –al menos potencialmente- a una política
firme de transformaciones estructurales puede perdurar indefinidamente. Si
existe una voluntad reformista en el gobierno tiene que actuar sin más
dilaciones. En otras oportunidades nos hemos referido al carácter ya no líquido
(como diría Zygmunt Bauman) sino “gaseoso” de la política argentina. Los
líquidos se mueven y recombinan mucho más lentamente que los gases, y por eso
éstos ofrecen un modelo mucho más adecuado para graficar la crónica
inestabilidad y la vertiginosa velocidad con que cambia la política en la
Argentina, se modifica el humor de la ciudadanía, se elevan y caen liderazgos y
propuestas políticas, y se redefinen alianzas y coaliciones en donde quienes
apenas ayer se enfrentaban encarnizadamente hoy forman parte de un mismo, y
también efímero, “espacio político.”
El 54 por ciento obtenido por la
presidenta Cristina Fernández es un guarismo notable, pero nada autoriza a
pensar que se trate de una cifra que pueda resistir impertérrita los embates
del tiempo y el desgaste de la lucha de clases, expresión que no es del agrado
de CFK pues ella prefiere hablar de “puja distributiva”, lo que en el fondo es
lo mismo pero dicho con palabras menos irritativas para el conservador “sentido
común” de nuestro tiempo.
Retomando el hilo de nuestra
argumentación, pocas semanas después de las elecciones y al momento de la
inauguración de su nuevo mandato la presidenta goza de un índice de aprobación
social superior al manifestado por el veredicto de las urnas, por encima inclusive
del 60 por ciento. Pero como ya fuera dicho, el 2012 se presenta como un año
amenazante. En lo internacional: agravamiento de la crisis capitalista
internacional, contraofensiva imperial (eliminar a Chávez del tablero político
regional, doblegar a la Revolución Cubana, “poner en caja” a Evo Morales y
Rafael Correa, apartar a Argentina y Brasil de la influencia chavista, impedir
los avances de proyectos como la Unasur y la CELAC, etcétera) estimulada por el
“regreso sin gloria” de los marines despachados a Irak y el empantanamiento de
las tropas norteamericanas en Afganistán y Paquistán; en el plano nacional,
eliminación de subsidios a los consumos de agua, gas y electricidad (medida
correcta, a condición de que discrimine finamente entre quienes pueden y
quienes no pueden asumir los mayores costos de esos servicios), eventuales
aumentos de las tarifas de los mismos, de los impuestos urbanos (ABL en Buenos
Aires, por ejemplo) y retraso salarial y de las jubilaciones y pensiones –cuyo
monto apenas equivale al 65 % del sueldo mínimo del año 2011- en relación a una
inflación que el gobierno se empeña en desconocer al sostener la absurda e
ilegal intervención del INDEC. Todo esto, en suma, conforma un cuadro en el
cual la popularidad presidencial está sometida a intensas presiones que podrían
erosionarla en poco tiempo. Las disputas al interior del PJ y el conflictivo
reacomodamiento de la CGT en relación al gobierno ciertamente obrarán en el
sentido de agudizar el desgaste de la popularidad presidencial.
La Casa Rosada se enfrenta a un
dilema: o avanza en una agenda de reformas estructurales (que no significa
“profundizar el modelo”dado que éste, al día de hoy, sigue instalado en el
terreno ideológico y económico del neoliberalismo) o se estanca, potenciando la
protesta social y pavimentando el camino para la restauración de una “derecha
dura”-por cierto que bajo formatos inéditos y liderazgos no tradicionales- que
ponga fin a los “excesos populistas” del kirchnerismo y a su política
latinoamericanista. Si opta por lo primero CFK podría construir una amplia y
más o menos permanente base de apoyo social que la protegería de las
inevitables fluctuaciones de la coyuntura y los ataques de sus enemigos. En un
contexto global, regional y nacional tan volátil y amenazante como el que hemos
sucintamente descrito, persistir en la simple administración del “modelo” y la
negativa a encarar un programa de cambios profundos podría tener como resultado
el inesperado (o prematuro) agotamiento del experimento kirchnerista basado en
la aspiración de lograr el crecimiento económico con inclusión social. Al decir
esto, reiteramos, no estamos negando la importancia de los cambios ya
producidos por el kirchnerismo en diversos planos. Pero no es menos cierto que,
salvo la quita de los bonos de la deuda, hasta ahora ninguno de los demás ha
afectado la tasa de ganancia del capital o las propiedades de la burguesía.
Pero de lo que se trata ahora es precisamente de eso.
En efecto, en los últimos ocho años
la economía argentina creció a tasas chinas, pero pese a las muchas políticas
sociales promovidas desde el estado el impacto redistributivo del crecimiento
fue relativamente marginal: el índice de polarización económica (ingresos del
10 % más rico en relación al del 10 % más pobre) descendió de 47 a 1, en
momentos del estallido de la Convertibilidad, a 25 a 1 en este período. Un
logro muy importante, sin duda, pero cuando comenzó nuestra “transición
democrática”, a fines de 1983, la relación era de 13 a 1. Es decir que, medido
por este indicador, si bien el avance ha sido innegable en la actualidad la
Argentina es un país más injusto que hace treinta años atrás. [2] Una evolución
similarmente positiva muestra el índice de Gini, que mide la desigualdad: de un
valor equivalente a 0.53 en el 2003 se llegó a 0.39 en el 2011. [3] Dato este
muy significativo, pero no se puede olvidar que estos cálculos no incluyen al
33.7 por ciento de la población trabajadora que no se encuentra registrada, es
decir, que trabaja “en negro”. Si se los tomara en cuenta el valor del índice
Gini seguramente sería superior, sobre todo si se repara en la muy lenta
evolución del salario real que, desde 2001 a la fecha, apenas mejoró un diez
por ciento. [4]
Si bien el INDEC establece que las
personas con ingresos por debajo de la línea de la pobreza eran, en el primer
semestre del 2011, 10.7 por ciento, otros análisis arrojan un resultado
sensiblemente superior, en algunos casos más del doble de la cifra oficial.
Coinciden en ello tanto los estudios de Artemio López (Consultora Equis, un
equipo muy cercano al kirchnerismo) como los efectuados por Agustín Salvia en
el marco del Observatorio de la Deuda Social Argentina /Serie Bicentenario
2010-1016 de la Universidad Católica Argentina y por el también cercano al
oficialismo ISEPCi, Instituto de Investigación Social, Económica y Política
Ciudadana. En Mayo del 2011 López decía en su blog que “en líneas generales hoy
hay consenso en que los niveles de pobreza se ubican en torno al 22% de la
población y la indigencia en el 5,5%. Para el ISEPCi la cifra se empina hasta
el 24.71 por ciento. [5] Estas estimaciones se tornan bastante más preocupantes
si se calcula la proporción de personas con ingresos entre un 10 o 20 por
ciento por encima de la espartana línea de pobreza, en cuyo caso muy
probablemente llegaríamos a un resultado que bien podría terminar
caracterizando como pobres a la mitad de la población del país. De hecho, el
sueldo mínimo legal en la Argentina es de $ 2.300 mientras que la canasta
básica de alimentos para una familia tipo es de $ 2.531. Mismo si una familia
ganara unos $ 3.000 difícilmente estaría situada en una franja de ingresos a
salvo del flagelo de la pobreza.
En otras palabras: dentro de un modelo que aún
hoy se ajusta a las especificaciones más generales del proyecto neoliberal, si
no hay crecimiento económico no hay redistribución de ingresos; pero si hay
crecimiento, y muy elevado, la redistribución opera con cuentagotas, la riqueza
se sigue concentrando y la economía se desnacionaliza, toda vez que la propiedad
de las grandes fortunas se extranjeriza a pasos agigantados. El famoso “efecto
derrame” de los publicistas neoliberales es un mito. Lo poco que se ha
redistribuido en la Argentina en un ciclo de excepcional crecimiento económico
ha sido producto de la acción del estado.
El estado y la cuestión tributaria
Suponiendo que demuestre poseer una férrea voluntad de avanzar por el
sendero de las reformas de fondo, el gobierno nacional debería resolver el
candente tema de la debilidad estructural del estado argentino, postrado por
las infames políticas seguidas en los noventas cuyo legado ha sido un aparato
estatal desfinanciado, desmantelado y desmoralizado. Es a causa de esta
destrucción estatal que la Argentina no puede saber cuánto petróleo o gas exportan
Repsol o Petrobrás, porque no existe una agencia del estado nacional con
recursos y personal capaces de certificar la veracidad de las “declaraciones
juradas” de esas compañías. Si decimos una cifra es porque simplemente damos
por buenas las informaciones que ofrecen las empresas. El plan de radarización
del espacio aéreo nacional lleva largos años de retraso, y sitúa a este país
como un caso aberrante ya no sólo por comparación con el mundo desarrollado
sino a lo que ya se ha hecho, hace décadas, en otros países de América Latina.
Nuestras pesquerías están siendo arrasadas porque por falta de presupuesto las
fuerzas de seguridad no tienen como movilizar sus naves y aviones a fin de
proteger la riqueza ictícola del Atlántico Sur. Bajo el rubro de “escombros”
las grandes mineras que exportan oro hacen lo propio con minerales estratégicos
de incalculable valor, que salen del país sin registro alguno y sin pagar un
centavo de impuestos porque tampoco existen oficinas nacionales dotadas de los
recursos necesarios para fiscalizar estas operaciones. Las rutas privatizadas
funcionan sin ninguna clase de monitoreo o regulación estatal, lo mismo que los
privatizados servicios de trenes y subtes, para infinito sufrimiento de los
usuarios.
La salud pública sigue siendo una tragedia y por más crecimiento
económico que haya no logramos bajar nuestra tasa de mortalidad infantil de dos
dígitos, penoso recordatorio de la inoperancia del sector público en esta
materia. Y no es para nada mejor el panorama en materia de educación, cuyos
niveles primarios y secundarios siguen estando en manos de las provincias luego
que el menemismo se las arrojara, sin respaldo presupuestario, con el objeto de
demostrar al FMI que el gobierno nacional achicaba el gasto público y ponía sus
cuentas en orden. El resultado fue catastrófico, y sus lamentables secuelas se
sienten todavía hoy.
En fin, la lista de estos déficits estructurales en las
capacidades del estado argentino sería interminable y no sólo aburriría a los
lectores sino que los enfurecería. Va de suyo que ningún programa de reformas
podrá funcionar sobre la base de un estado pobre, con un personal
desjerarquizado, mal preparado, peor remunerado y desmoralizado. Esta es la
deplorable herencia del neoliberalismo, de la cual todavía no nos hemos
librado.
Para revertir tamaña destrucción,
tarea a la cual hay que abocarse sin más demora y sobre nuevos fundamentos, es
imprescindible reconstruir las bases financieras y económicas del estado a
partir de una profunda reforma tributaria que acabe con un sistema impositivo
que es de los más injustos de América Latina. El ex Secretario de Cultura de
Néstor Kirchner y durante una parte del primer mandato de CFK, José Nun, dice
textualmente que “Desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, la estructura
tributaria argentina ha avanzado muy poco en materia de reformas tendientes a
mejorar la distribución del ingreso.
Por el contrario, gran parte de las
medidas adoptadas tuvieron efectos regresivos.” [6] Y algo similar dicen los
intelectuales vinculados a Carta Abierta cuando afirman, en un documento
aparecido en estos días, que “(E)l sistema impositivo alcanzó en 1974 su pico
de equidad del siglo XX, y luego comenzó un ininterrumpido derrumbe que
profundizaba constantemente su regresividad. … El régimen impositivo sigue
siendo injusto con el 20 por ciento más pobre de la población y reclama una
reforma tributaria.” [7] En este sentido no sería una exageración decir que
esta, la tributaria, sería “la madre de todas las batallas” y que, por eso mismo,
el gobierno debería seleccionarla como el primer frente de avance de su agenda
reformista. Entre otras cosas porque logrará un amplio consenso social de
inmediato: ¿qué otra cosa puede ser más popular que un gobierno actuando como
un Robin Hood, que le quita a los ricos y beneficia a los pobres? Además, sin
una adecuada -y progresiva- captación de ingresos por la vía impositiva,
combatiendo la evasión y la elusión pero, sobre todo, gravando con fuerza a las
grandes fortunas y los grandes ingresos no habrá ninguna posibilidad de llevar
adelante reformas estructurales o siquiera de garantizar la irreversibilidad de
los módicos logros del período kirchnerista.
En suma: las circunstancias actuales
no podrían ser más favorables para el gobierno Una mayoría parlamentaria que le
garantiza quórum propio y el control de ambas cámaras, y un alto nivel de
aprobación social que respalda la gestión presidencial. Situaciones como éstas
son raras y, por eso mismo, efímeras: o se actúa sin más dilaciones, porque no
van a perdurar por mucho tiempo; o deberá pagarse un elevadísimo precio por
haber desaprovechado la oportunidad. Quienes en las cercanías de la Casa Rosada
se abstienen de insistir en la necesidad de encarar sin más demoras este
estratégico asunto, temerosos de fastidiar a la presidenta o de someterla a las
presiones que sin duda alguna desatará cualquier tentativa de modificar el
régimen tributario, ignoran que las tensiones y las presiones serán mucho
mayores en ausencia de un proyecto reformista. Con el agravante de que en este
escenario “continuista”, o “no-reformista”, aquellas no sólo provendrán desde
arriba, desde los sectores burgueses, sino también desde abajo, ante el
descontento social que tarde o temprano podría hacer eclosión en un país donde
aún con alto crecimiento económico la deuda social sigue impaga.
La ruta reformista
Como recordaba Dantón en la
Revolución Francesa, ninguna gran conquista histórica se obtiene sin “audacia,
otra vez audacia, siempre audacia." La política en tiempos de cólera como
los actuales no es para espíritus vacilantes o manos trémulas. Sin encarar ya
mismo una reforma integral de la legislación tributaria el “progresismo”
kirchnerista podría degenerar en lo que algunos autores han denominado el
“retrogresismo”, una suerte de Termidor de la revolución pero sin que antes
hubiera habido una revolución.
El camino para salir de este atolladero se
inicia con una nueva legislación tributaria que ataque al corazón del
neoliberalismo de los noventas, aún presente entre nosotros. Una legislación
que grave a las rentas financieras o la transferencia de activos de sociedades
anónimas, escandalosamente exentos de todo gravamen con la ley impuesta en el
apogeo de la hegemonía neoliberal; que elimine el IVA del 10.5 por ciento para
los ítems que constituyen la canasta básica de consumo de los sectores más
empobrecidos; que suprima el cobro de impuestos a las “ganancias” de que son
objeto ¡los asalariados! y no los capitalistas (o, al menos, elevar el mínimo
no imponible a un nivel razonable para que paguen el impuesto a las “ganancias”
exclusivamente los sueldos más elevados de los sectores medios); actualizar el
mínimo no imponible del impuesto a los “bienes personales” (como casas,
departamentos, automotores, etcétera) cuyo nivel hoy representa una vergonzosa
regresión … ¡ en relación al que existía en la década del menemismo! [8] Por
supuesto, y en íntima relación con este frente de transformaciones de fondo, el
gobierno debería derogar sin más trámite la ya mencionada Ley de Entidades Financieras,
todavía vigente, y reemplazarla con una nueva legislación que conciba a las
actividades financieras como un servicio orientado al desarrollo económico y
social. Unido a lo anterior, es fundamental también reformar la Carta Orgánica
del Banco Central, elaborada durante la gestión de Domingo Cavallo, inspirada
en los más rancios principios del neoliberalismo y que impiden que esa
institución pueda ser una palanca que facilite el crecimiento económico y la
inclusión social por la vía del empleo. E introducir una nueva normativa por la
cual los sueldos de los empleados de la administración pública nacional,
provincial y municipal, incluyendo por supuesto las fuerzas armadas, deban ser
abonados a través de la banca pública y no como se hace en la actualidad, en
donde el grueso de esos emolumentos los procesa, para su beneficio, la banca
privada extranjera, situación harto incompatible con un gobierno que se
enorgullece en proclamarse como “nacional y popular.”
Dotado de nuevos recursos, producto
de una sabia legislación tributaria, el gobierno nacional podría encarar la
crucial tarea de reconstruir al estado, algo imposible de realizar si no se
cuenta con los dineros suficientes. Por supuesto, con el dinero sólo no basta,
pero sin él, sin los recursos que permite movilizar una sólida posición
financiera, la tarea de reformar y refundar al estado argentino estará
destinada al fracaso. No será ésta la única gran tarea que deberá llevar
adelante el gobierno. Quedan muchas otras que no podemos examinar aquí, pero su
simple mención da cuenta de la magnitud de la labor que deberá ser emprendida y
de la necesidad de contar con un amplio respaldo social, sólo posible en el
marco de un reformismo radical: la anulación de la ley anti-terrorista,
aprobada recientemente en medio de la repulsa generalizada de los organismos de
derechos humanos; la revisión -y en algunos casos anulación- de las
privatizaciones; la reforma constitucional para retornar a la jurisdicción
nacional los recursos mineros e hidrocarburíferos del subsuelo, actualmente en
manos de los gobiernos provinciales (causante, entre otras cosas, de que
mientras la regalía promedio obtenida en nuestras provincias de las grandes
petroleras es del orden del 12 por ciento, sea del 52 por ciento en Bolivia); revisión
del marco regulatorio de la gran minería; revertir la extranjerización de la
tierra superando las limitaciones de la legislación recientemente aprobada y,
por extensión, de los otros sectores de la economía, en donde la presencia del
capital extranjero es dominante; revisar la legislación agraria, tomando en
cuenta las reivindicaciones de nuestros pueblos originarios; combate efectivo a
la pobreza y la desigualdad social, instaladas en una meseta inaceptablemente
elevada pese a todos estos años de alto crecimiento económico, demostrando por
enésima vez que sin la efectiva mediación de un estado el capitalismo concentra
y polariza cuando crece y concentra y polariza aún más cuando se estanca.
Como
puede apreciarse, la tarea es inmensa pero impostergable. Si CFK no la asume,
si la dinámica de cambios desatada a partir de los traumáticos hechos de
Diciembre del 2001 (y de los cuales el kirchnerismo es una de sus expresiones)
se paraliza hasta languidecer, la plena restauración del neoliberalismo, que nunca
fue sino marginalmente erradicado, será cuestión de tiempo, tal vez de muy poco
tiempo. Por lo tanto, o se avanza por la vía de las transformaciones
estructurales o el proyecto “progresista” será devorado por la lógica
implacable del capital, reduciéndolo en su capitulación a un “relato” vacío,
carente de sustento en la sociedad civil y castrado en su productividad
histórica. Más allá de las razonables dudas que suscita la vocación reformista
de la Casa Rosada, cuesta pensar que una oportunidad inmejorable como ésta
pueda ser desaprovechada por quienes aspiren a una mejor Argentina.
Lo que hay
que hacer está claro como el agua, ¡y hay que hacerlo ahora! Mañana será
demasiado tarde. Tal vez las tres o cuatro semanas en que la presidenta se
apartará de la gestión directa de la cosa pública para asegurar su recuperación
le servirán para meditar sobre estos temas, y comprender que la fugacidad del
poder la obliga a actuar con decisión y rapidez. Entender también que en este
primer año de su nuevo mandato se juega el todo por el todo, y su lugar en la
historia: como una estadista que supo aprovechar su momento, o lo que
Maquiavelo llamaba “los vientos de la fortuna”, y cambiar este país para bien;
o como una presidenta más, que no se atrevió a subirse al tren de la historia.
[1] Cf. Antonio Gramsci, Cuadernos de
la Cárcel, Tomo IV (México: Ediciones ERA, 1980), p. 154.
[2] Cf. INDEC, “Población total según
escala de ingreso individual”, datos correspondientes al Tercer Trimestre de
2011.
[3] El Coeficiente de Gini fluctúa
entre 0 y 1; cero equivale a una distribución perfectamente igualitaria de los
bienes analizados, en este caso, ingresos; cuanto más se acerca a 1 más
desigual es la distribución. En general, los países escandinavos tienen un Gini
de 0.25. Según el Informe de Desarrollo Humano del UNDP (2010), el valor del
índice para el promedio de la década 2000-2010 era de 0.43 para la República
Bolivariana de Venezuela, 0.47 para Uruguay, 0.48 para Argentina, 0.51 para
México, 0.52 para Chile y 0.55 para Brasil. Ver, op. Cit., Tabla 3, p. 173.
[4] La cifra de la proporción de
“empleo no registrado” la aporta el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad
Social: Orgullo Nacional. Un legado de trabajo (Buenos Aires: Diciembre de
2011), p. 177. El cálculo del salario real se encuentra en Javier Lindenboim,
http://notasdejl.blogspot.com/2011/12/evolucion-del-salario-real-en-la-ultima.html
[5] Cf. Artemio López, “¿por qué
persiste la pobreza? ... el apagón educativo y el trabajador pobre”, en
http://rambletamble.blogspot.com/2011/05/por-que-persiste-la-pobreza-el-apagon.html
Los datos del Observatorio se
encuentran en sus diversas publicaciones, todas ellas disponibles en internet.
Los del ICEPCi se encuentran en http://www.isepci.org.ar/
[6] Cf. José Nun, La desigualdad y
los Impuestos (I), (Buenos Aires: Capital Intelectual, Colección Claves para
todos, 2011) , p.49.
[7] Carta Abierta Nº 11: Carta de la
Igualdad, Página/12, 29 de Diciembre de 2011, p. 14.
[8] En relación al impuesto a las
“ganancias” cabe consignar que ni siquiera el más ortodoxo manual de economía
redactado por un talibán del neoliberalismo diría que el salario es una
ganancia. Sólo en Argentina es posible tan milagrosa metamorfosis.