Fragmento
de la nota escrita por Osvaldo Bayer, -publicada ya varios años- titulada
"Crímen e impunidad".
Callar,
enterrar, hacerse el desentendido, modificar el curso cuando resulte
conveniente ha dado buenos resultados en la política argentina.
Pero
nos fue alejando cada vez más de los principios éticos, sin los cuales no hay
democracia.
Obediencia
debida y Punto Final hicieron posibles el nido de víboras que permitió a Bussi
en Tucumán, a Patti en Escobar, a Ruiz Palacios en el Chaco, a Ulloa en Salta, a
los policías santafecinos siempre presentes en las mismas oficinas desde donde
torturaron y a todos los demás que pasaron después de la carta blanca de las
dos nefastas leyes a compartir las instituciones que tendrían que haber estado
reservadas para quienes demostraron en los años de la infamia un poco de coraje
civil y vergüenza democrática.
El
Congreso de la Nación los legitimó. Fue el Parlamento -que tendría que ser el
símbolo por excelencia de la democracia- el que escondió los cadáveres en el
ropero. La bancada radical puso el pecho y quiso hacer olvidar con su actitud a
los generales de la picana, a los almirantes de la capucha, a los brigadieres
del arrojar a vivos al río, a los comisarios del rapto de niños, a los
comandantes del derecho de botín. Fue sin duda alguna el día más oprobioso de
la historia del Congreso de la Nación.
El
miércoles pasado asistimos a un acto lleno de emociones en un lugar símbolo: el
hospital Posadas. La gran entrada y los pasillos se llenaron del guardapolvo
blanco de médicos y enfermeras. Se recordó a las víctimas de la dictadura. Los
desaparecidos. Allí, en los fondos está la casa de la muerte donde se torturó y
vejó al extremo a las víctimas. Se descubrieron placas con los nombres de los
profesionales de la salud que perdieron sus vidas en manos de sicarios. Se
inauguró un mural desde donde los ojos nos miran. Se plantaron árboles, uno por
cada desaparecido. Hubo profunda emoción. Lo que ocurrió allí casi no se puede
explicar con palabras.
Está
en la documentación de los juicios que se hizo a los asesinos y a sus
inspiradores.
No
nos equivocamos si decimos que allí se aplicó con toda cobardía, brutalidad e
impunidad la ley de las bestias. Con pedido de perdón a las bestias.
La
pregunta es: ¿por qué tanto ensañamiento? Primero leamos la versión militar.
Sobre
la figura del general Bignone siempre pesará el triste y vergonzoso 28 de marzo
de 1976, cuando entró con helicópteros y camiones con soldados armados hasta
los dientes con metralletas, granadas de mano y fusiles. El "enemigo"
eran médicos, enfermeras, parturientas y enfermos. A los pocos minutos el
general disfrazado de campaña para asemejarse al mariscal Rommel podía informar
a sus superiores que su victoria había sido completa.
Leamos
al propio Bignone, erigido en Dios de la vida y de la muerte en el hospital de
los barrios humildes, como da su versión de los hechos en su libro El último de
facto. Dice allí: "El pronunciamiento militar fue un miércoles. Al domingo
siguiente me tocó decidir si autorizaba o no la realización de espectáculos
deportivos (...). El 27 y 28 recorrí dependencias del Ministerio de Bienestar
Social ubicadas fuera de la Capital Federal. Basándome en información de
inteligencia dispuse intervenir y revisar militarmente el hospital Posadas,
ubicado en la localidad de Haedo. Se emplearon oficiales y soldados, no cadetes
del Colegio Militar. La operación se llevó a cabo sin novedad. Si hubo
detenciones, éstas fueron escasas, con fines identificatorios y con la libertad
inmediata de los afectados".
Esta
versión de Bignone, escrita dieciséis años después de los hechos, confirma que
la versión de "inteligencia" que según él sirvió de pretexto a la
irracional invasión de un hospital no se basaba en ningún "peligro
subversivo", ya que él mismo señala: "no hubo novedades". Pero
el acto terrorista militar ya estaba hecho: fue para sembrar miedo.
Y
aquí está la clave: Bignone no invade ningún hospital o sanatorio del barrio
Norte o de San Isidro, no, invade el hospital que justamente estaba al lado de
extensas villas de emergencia, de gente humildísima y necesitada. Se procedió
con la misma cobardía luego en otras villas de emergencia, como la del Bajo
Belgrano.
Bignone
invade el hospital Posadas porque precisamente allí se había iniciado una
experiencia comunitaria de gran alcance social: los trabajadores de la salud
realizaban un proceso de participación con la comunidad circundante para dar
respuesta a las ingentes necesidades de salud de la gente que llegaba cada vez
más del interior argentino.
A Bignone lo sucederán dos verdugos de la peor
especie: primero el coronel médico Abatino Di Benedetto y luego el coronel
médico Julio Ricardo Estévez, vaya a saber los complejos personales de estos
dos personajes que para demostrar que eran más coroneles que médicos hicieron
tabla rasa con los más elementales principios de ética de la condición humana.
El
coronel Estévez trajo consigo a un grupo de criminales que adoptaron un nombre
televisivo, los "Swats", y que vaya a saber también por cuál
anormalidad de sus bajos instintos querían sobresalir por su cinismo y
brutalidad. He aquí sus nombres, de los cuales por cierto sus hijos y nietos
tendrán el justo derecho de avergonzarse de por vida: Ricardo Nicastro, jefe de
la patota criminal; Luis Miña, Victorino Acosta, Cecilio Abdenur, Hugo Oscar
Delpech, Oscar Raúl Tevez, Juan Máximo Corteleza, José Faraci, Luis Gyucci,
Argentino Ríos, José Meza, Jorge Ocampo.
Todos
ellos contaron con la información constante del jefe de servicios generales del
hospital, Carlos Ricci; del jefe de personal, Luis Dinallo, y del jefe de
mantenimiento, Adolfo José Marcolini, suboficial retirado de la Armada.
Las
víctimas sufrieron inenarrables torturas y vejaciones, justamente en el chalet
del subdirector, habilitado por los verdugos como pozo de torturas. Los nombres
de los trabajadores de la salud sacrificados en nombre de "la forma de
vida occidental y cristiana" de los Videla y Massera son estos: Josefina
Pedemonte, encargada de guardería; Teresa Cuello, técnica de esterilización;
Angélica Caeiro y Osvaldo Fraga, enfermeros de emergencia; Jacobo Chester,
empleado de estadística; Julio Quiroga, empleado de imprenta; Jorge Roitman,
médico, y María Esther Goulecdzian, psicóloga.
También
desaparecieron el médico Daniel Calleja, el estudiante Ignacio Luna y la vecina
Natalia Almada, que no pertenecían al hospital pero que estaban vinculados a
él.