CARTA DE
LA IGUALDAD
I
El
triunfo de Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones del 23 de octubre
con el 54% de los votos expresa la voluntad popular por la profundización de
los cambios. En esa decisión de millones de personas se vislumbra la apuesta
por una política transformadora, perseverante en su irreverencia frente al
orden establecido. En su seno, conjurando la totemización del mercado,
rescatando voces antiguas de la fragua popular e intentando frente a ellas
nuevas formas de lo político, late incipiente la otrora desterrada utopía de la
Igualdad. Es acompañada por la validación de un tipo de gobernabilidad que no
puede concebirse por fuera de la recreación incesante de lazos constitutivos
con una sociedad activa, heterogénea y abierta, y el impulso hacia un extendido
compromiso militante que tiene en el entrecruzamiento generacional y la
convocatoria activa de la juventud una de sus dimensiones más notables. Los
argumentos simplistas de la gran prensa -voto conservador, el consumo, la
oposición inexpresiva- son velos que ocultan otros destellos resultantes de
ocho años de continuidad que también sostuvieron el 54 por ciento. El humor
social, la recuperación de valores que parecían perdidos, la identidad como
pueblo, la confianza en un liderazgo, el compromiso creciente en capas de la
sociedad para participar en lo público, la perspectiva y esperanza en un
futuro.
Recordemos
que apenas una década ha transcurrido desde las jornadas de movilización
popular de 2001, cuando en las calles se sancionó la derrota política -y
comenzó el retroceso cultural- de un modelo económico centrado en el capital
financiero y un modo de gobierno consistente en la mera administración de lo ya
dado. Fueron días de indignación y luchas callejeras que hicieron visibles y
generales otros combates, los que venían sosteniendo organizaciones diversas
desde mediados de los años ‘90. Y si aquéllas habían crecido en la resistencia,
creando formas nuevas para la política, los acontecimientos de diciembre fueron
sancionados con una brutal represión. La crisis desencadenó una transición
política que descargó los enormes costos y ajustes del desplome neoliberal
sobre las vidas de las mayorías, ya severamente empobrecidas por el régimen
caído. Conjuntamente con una aguda recesión avanzó la desocupación, la
exclusión, la marginación y la pobreza, mientras la llamada “pesificación
asimétrica” transfería ingresos a los sectores más concentrados de la economía.
La
Historia abrió una alternativa y una esperanza en 2003. La extendida
experiencia política que denominamos “kirchnerismo”, como metáfora nominativa
de una capacidad transformadora de características propias, posee un doble
carácter: se nos presenta como la evidencia política e institucional de un
heterogéneo subsuelo popular irredento en incesante movimiento, capaz de
establecer los núcleos programáticos de una nueva etapa argentina, en plena
ocasión de una crisis de hegemonía de dimensiones y, a la vez, como un
inusitado giro de la historia, una inflexión sin coordenadas de arribo, un
acontecimiento creativo que cambia los parámetros amputados de una dinámica de
poder sin destino posible mayor que el de una tragedia que muta en parodia de
sí misma. La figura de Néstor Kirchner fue el epicentro de esa combinación.
Asumió la presidencia con un discurso nacional y popular que se distancia
del camino
industrial-primario-exportador sin inclusión social (desarrollista de derecha),
que había intentado desplegar la transición duhaldista. Las urgencias de la
democratización de la economía, del crecimiento del empleo y de la producción
se concibieron, en el incipiente proyecto, inseparables de la aspiración de
reconstruir el mercado interno y recomponer los ingresos de los sectores
populares y medios. Al mismo tiempo, el nuevo gobierno se pensó como heredero e
intérprete de la movilización social, viendo en lo popular no sólo los rostros
de las víctimas del orden en crisis, sino también los de una organización de la
que no se podría prescindir. Los movimientos de desocupados fueron actores y
partícipes de la nueva construcción, junto a los trabajadores organizados y un
múltiple escenario social y político.
La
desarticulación del último gran intento por emprender un proyecto de
transformación nacional había sido acometida por la dictadura terrorista de
Estado, más de un cuarto de siglo antes. Los comandantes y ejecutores de la
represión masiva de aquella época se encontraban sin juicio ni castigo. Los
primeros intentos de Justicia sucumbieron bajo las leyes de impunidad. Pero en
nuestro país se había desarrollado una inédita construcción militante de
Derechos Humanos. Heroica por parte de las Madres de la Plaza, que en plena
dictadura lucharon por la recuperación de sus hijos, y multiplicada luego en un
vasto friso de militancias. Con la decisión de desarmar el dispositivo de la
impunidad el gobierno recuperaba las reivindicaciones centrales de ese
movimiento: Memoria, Verdad y Justicia y, al hacerlo, se fundaba a sí mismo
como una experiencia política radicalmente nueva. El desarrollo de los juicios,
la ejecución efectiva de cientos de sentencias y la constitución de una
narración de los hechos centrada en la condena del terrorismo de Estado,
configuraron un camino que debe seguir siendo profundizado con la investigación
de los civiles que colaboraron y fueron beneficiados -como en el caso de Papel
Prensa y otras 600 empresas- por lo tramitado en las mazmorras
concentracionarias. Consecuente con la profundidad de su compromiso con los
derechos humanos, una de las características distintivas del proyecto iniciado
en 2003 ha sido la firme decisión de los gobiernos nacionales de no reprimir la
protesta popular.
El
desendeudamiento con el FMI y la restructuración de la deuda externa con una
quita inédita, las negociaciones salariales en paritarias que construyeron una
dinámica de recomposición de ingresos y, luego, la estatización de la
administración previsional y la inclusión de millones de beneficiarios
excluidos en el régimen jubilatorio, trazaron un camino en el que la disidencia
con las recetas de las ortodoxias financieras se estableció en el plano de los
hechos. La desarticulación del ALCA marcó el nacimiento de una nueva política
de integración regional que se iría constituyendo en nuevas instituciones, con
el Banco del Sur, la UNASUR y la flamante CELAC. El latinoamericanismo dejaría
de ser horizonte de deseo o bandera justamente compartida para convertirse en
definición de una política internacionalista y regional.
II
En 2008
la nueva época adquirió otros contornos, signados por el conflicto y el
entusiasmo. El justo proyecto de retenciones móviles a las exportaciones
agropecuarias condujo a una aguda confrontación del proyecto nacional con el
bloque de poder que operó -y opera- como el agente interno de la restauración
del proyecto derrotado en 2001. Las corporaciones patronales del campo
resistieron y no estaban solas. Un tejido nuevo de poder económico se había
articulado en el agronegocio con ellas. Contaban con el apoyo de los medios de
prensa concentrados, emparentados ideológicamente y entrelazados con los
negocios ligados a la Argentina reprimarizada de fin del siglo pasado. Se sumó
toda una oposición política variopinta que conjugaba discursos republicanos,
conservadores y “progresistas” para la ofensiva destituyente. Organizaciones
emblemáticas del empresariado industrial, como la UIA, beneficiarias de las nuevas políticas, no se
comprometieron con el instrumento que favorecía la diversificación productiva
del país, ya por ataduras con la persistente creencia neoliberal, ya por la
apuesta a un modelo centrado en la demanda externa y sustentado en salarios
bajos.
Los
tiempos eran agónicos y parieron nuevos actores en conflicto. Se constituyó el
bloque que afirmaría la continuidad de un proyecto que, si heredaba los
movimientos populares argentinos, también se mostraba prístino en sus
diferencias y fundamental en su novedad. Las organizaciones sindicales,
sociales, de Derechos Humanos, una buena parte del arco político progresista y
de la izquierda no peronista, se asociaron estratégicamente al futuro del
kirchnerismo, que se afianzaba como identidad política. Un frentismo de hecho
defendía al proyecto del intento de la restauración conservadora. Carta Abierta
nacía en ese momento de disputa como expresión de un tipo de militancia que
consistía en tomar la palabra colectivamente, procurar interpretaciones y
asumir un compromiso público. El conflicto era evidente: frente a un bloque que
impulsaba la autonomía nacional y la ampliación de derechos se alzaba una
coalición destituyente promovida por la elite del privilegio.
El año
2009 -en el que se afrontó un resultado electoral adverso- supuso un desafío de
gran dificultad pero las fuerzas estaban templadas y el gobierno profundizó las
políticas reparatorias. La Asignación Universal por Hijo y el programa
“Argentina Trabaja” signaron ese momento. Coincidieron durante ese año los
efectos de la sequía y la primera fase de la crisis internacional, que fueron
enfrentados con políticas y medidas que desafiaban las ortodoxias y
recomendaciones de los poderes internacionales y locales. Pese a que no
escaseaban los conflictos, el gobierno impulsó con fuerza otra reforma
estructural: una ley de servicios de comunicación audiovisual que prescribe
límites a los monopolios y amplía el derecho a la información. Doblar la
apuesta se constituiría en una marca de estilo frente a las adversidades.
En dos
acontecimientos de 2010 pudo verse el cierre de las dificultades mayores del
período: en la fiesta callejera de la conmemoración del Bicentenario y en la
dolida y colectiva despedida a Néstor Kirchner. Porque si en el primero se vio
la multitud reconocida en la nación que se conmemoraba -y esto es: no en
abierto conflicto con el gobierno que la representaba-, en el segundo fue la
emergencia de un compromiso activo y militante, descubierto junto con la propia
fragilidad de las vidas que lo habían incitado. Y si la fiesta del Bicentenario
era la contracara de la justa ira de diciembre de 2001; el duelo en la plaza
reponía una confianza en la política que era impensable diez años atrás.
III
Eso fue
posible porque la apuesta no fue leve y su horizonte fue la Igualdad. Que no es
fácil de definir aunque se advierta su búsqueda en luchas, movimientos,
documentos, leyes, hechos de gobierno. No es fácil porque se enlaza a otras
cuestiones: la de la Justicia, la Libertad. Elegimos, en este momento, llamar
Igualdad a las posibilidades de una sociedad más justa con sus integrantes,
menos esquiva de lo fraterno y lo cooperativo, menos abrupta en el recorte de
las libertades para algunos. No se trata sólo de igualdad de oportunidades
reclamada por el liberalismo ni de distribución económica, aunque todo ello
resulta imprescindible. La ley del matrimonio igualitario -que lleva en su
nombre la cuestión que tratamos-, seguida por otras de muy reciente aprobación,
evidencia una virtuosa escucha legislativa de los reclamos y valores impulsados
por las minorías. El derecho al aborto, concebido como defensa de la autonomía
de las mujeres a definir sobre su cuerpo y su deseo a la maternidad -y ya no
como sumisión a la voluntad de un otro-, está en el horizonte de esas medidas
que, impulsadas por pocos, inauguran, sin embargo, otro estado de los valores,
las creencias y las lógicas que estructuran la vida social.
Si la
Igualdad es el horizonte de estas políticas, lo es como igualdad en la
diferencia y reconocimiento de la heterogeneidad. Lo es como ampliación de la
ciudadanía, que se va desplegando en un recorrido desde la inclusión -con las
múltiples estrategias de reparación social- hacia la Igualdad. No es poco lo
que falta en este sentido y seguramente nunca el camino estará cumplido. La
igualdad en la diferencia debe ser también el signo de una democratización
profunda de la cultura, a la que las mayorías tengan acceso, generando
disposiciones al conocimiento y el disfrute de lo creado por este país.
Democratizar la cultura no es sólo generar espectáculos masivos. Es también
crear las condiciones para la renovación del gusto cultural popular y para el
impulso hacia la emergencia de nuevas y distintas expresiones. Hay mojones de
este intento -como la ley de medios y Tecnópolis- que debe ser profundizado y
ampliado. Muchos pasos se han dado de 2003 a hoy para disminuir la desigualdad
que había generado la destrucción de la educación pública. Más chicos en la
escuela y almorzando con sus familias. Menor deserción. Primeras camadas del
secundario en algunas zonas del país. Docentes reconocidos en su dignidad de
trabajadores. Bibliotecas y netbooks para todos. Estos cambios destacan y promueven el desafío de avanzar
por lo aún faltante: la buena escuela pública, como la mejor alternativa de
formación en todos los lugares y para todos los sectores. Habrá que explorar
pedagogías, cruzar saberes y pensamientos, interrogar los modos de transmisión
del conocimiento; pero esto será posible no sólo por el trabajo de
especialistas sino por la mayor participación de sujetos activos con compromiso
en la transformación cultural y social necesaria para la buena educación. Ello
requerirá que la política de Estado enunciada en la Ley de Educación Nacional
se traduzca en prácticas sociales que legitimen en todo el territorio de
nuestro país el derecho a la educación pública en una sociedad democrática.
Pero aun con los cambios legislativos y políticas implementadas, subsisten
tendencias estructurales regresivas, constitutivas de una matriz de sistema
educativo, cuya reversión es imprescindible para atender al objetivo de la
Igualdad. El creciente peso relativo de la educación privada -sostenida con
financiamiento del Estado- en todos los distritos del país, pero con más
intensidad donde predomina la población de sectores medios, resume la
significatividad de esas herencias. Ese avance en desmedro de la centralidad de
la educación pública es una fuente de desigualación social que conjuga desde
segmentaciones clasistas hasta prejuicios raciales. La superación de esta
lógica requiere de la convocatoria a los docentes, a los sindicatos y a la
participación popular para movilizar la reposición de la escuela pública como
núcleo clave de igualación social y forja de unidad popular.
Una
nueva etapa del proyecto nacido con la asunción de Néstor Kirchner en el año
2003 queda inaugurada en los discursos de cierre de campaña de la Presidenta,
en ocasión de la victoria electoral y en el foro del G20. En ellos el ideal de
la Igualdad y la crítica del orden global del neoliberalismo resonaron como sus
núcleos clave. Posicionarse desde América Latina y el Caribe sin neutralidad ni
imparcialidad señala el alineamiento frente al poder central en el orden internacional
y del lado de las mayorías populares en la política nacional. No son aceptables
las interpretaciones de este triunfo electoral como el resultado de un modelo
de consumo y a la vez clientelar, del tipo del que signó a los años noventa. En
estos se trataba de una política de dádivas en un proceso de exclusión, en
tanto el crédito a los sectores medios, el dólar barato y la focalización
arbitraria -constructora de desigualdad- avanzaban con un discurso que
naturalizaba la desaparición de la política como herramienta de transformación.
Se trata de la diferencia del sufragio en una nación de ciudadanos frente al
voto en un mercado de consumidores.
IV
La
histórica denuncia de las “relaciones asimétricas” en la reunión de Mar del
Plata, que derrotó al ALCA, y los proyectos de constitución del Banco del Sur y
de la UNASUR, así como la desvinculación de las políticas recomendadas por los
organismos financieros internacionales, precedieron a una crisis que tiene
alcances inéditos, dramáticos y de fin imprevisible. La nueva política
económica heterodoxa desarrollada por la Argentina y buena parte de América
Latina y el Caribe generó mejores condiciones para las respuestas frente a la
profunda crisis que se despliega en el nivel de la economía mundial.
El
desplome financiero conduce a la destrucción de un stock de capital ficticio
inconmensurable que provoca el desmanejo de las finanzas globales por los
organismos creados para ese objetivo. Las derechas de los países centrales se
obstinan en profundizar la lógica ultramercantilista en el funcionamiento de
las economías, tanto en los órdenes nacionales como en la esfera global. En
esos países la democracia emprende el
retroceso a una formalidad sin ciudadanía, mientras el poder financiero elige
tecnocracias para dirigir sus destinos. Las instituciones que fueron origen y
centro de la crisis intentan someter a su cruda ley los presupuestos públicos y
dar garantía de continuidad al capitalismo en su forma de financiarización.
Xenofobia y ajustes en los presupuestos públicos, privatizaciones de empresas
de servicios y reducciones de salarios, despidos masivos y destrucción de lo
que restaba de los Estados de bienestar, configuran el nuevo rostro de los
países centrales. En el centro del mundo se diseña un escenario de
incertidumbre y amenazas, del que no están excluidas las intervenciones armadas
que se excusan en “paradigmas civilizatorios”. Sin embargo, este avance
reaccionario no se despliega sin resistencias. Las huelgas y movilizaciones
obreras y el surgimiento de nuevas expresiones de lucha popular -como la de los
indignados- son síntomas de un descontento que constituye un potencial de
futuros conflictos, lejos de la pretendida sentencia del fin de la Historia que
el neoliberalismo proclamaba en sus décadas de esplendoroso ascenso.
El
discurso presidencial en el G20 impugnó el capitalismo financiero, la
desregulación y la política de precarización del trabajo. Una impugnación a la
esencia del capitalismo realmente existente. Implacable crítica hecha desde la
jefatura de un gobierno empeñado en construir una sociedad de derechos mientras
ese capitalismo actual los destruye en el centro del sistema global que
construyó. ¿Habrá futuro para el capitalismo? ¿Habrá futuro para la humanidad?
¿El anarcocapitalismo conducirá a la barbarie?
La
degradación del sistema en los países centrales comprende la aceptación y el
fomento de paraísos fiscales, esquemas
de elusión impositiva, maniobras con los precios de tranferencia en las
operaciones intrafirma de las empresas transnacionales. Así, mientras la
financiarización conduce a la profundización de estos rasgos, los discursos de
los líderes de las naciones hegemónicas condenan esas prácticas, la mayoría de
las veces en forma hipócrita, mientras promueven ordenamientos legales
internacionales con objetivos más cosméticos que transformadores.
En
cambio, los países periféricos que sufren pérdidas fiscales y fugas de capitales por la presencia de esos
mecanismos, están interesados realmente en su desarticulación. El gobierno
argentino ha trabajado en los foros internacionales en esa dirección. Así, el
interés en el combate al lavado de dinero y la evasión fiscal son objetivos
importantes y destacables de la política del gobierno. Pero resulta equivocado legislar esas
cuestiones en el formato de “Ley
Antiterrorista”, como se lo hace en el actual proyecto que trata el
Congreso. Ese dispositivo adopta la duplicación de condenas acogiéndose a una definición del concepto de terrorismo de carácter tan
inespecífico, que podría utilizarse en fallos judiciales que criminalicen la
protesta social. Formato antiterrorista e inespecificidad de acepción que
deriva del poder y las presiones norteamericanas en los foros
internacionales. El gobierno argentino
se ha destacado por su voz crítica en ellos y por eso sorprende y preocupa esta
adopción de un estándar internacional contradictorio con el espíritu
democrático del proyecto nacional que hoy despliega.
Durante
la última década nuestra región ha comenzado a desarrollar, de manera
creciente, una experiencia económica, política, social y cultural esencialmente
diferente de la verificada en el mundo desarrollado. Tal proceso político,
dirigido a establecer esa sociedad de derechos es incongruente con las
sociedades de libre mercado. La preeminencia de lo político, tendencia
verificable en gran parte de las nuevas experiencias nacionales de América
Latina -con marcadas heterogeneidades, indudablemente- supone un ejercicio
creativo de regulación pública creciente de aspectos económicos esenciales en
el cual la ciudadanía política recupera un lugar principal respecto de las
relaciones mercantiles no exento de conflictos y contradicciones. La
frustración del plebiscito popular en Grecia acerca de las recetas de ajuste
impuestas por el FMI, Alemania y Francia, permite realizar un poderoso
contraste con la mayoría de los gobiernos latinoamericanos cuya soberanía
política en materia económica se acrecienta y complejiza a través de novedosos
entramados nacionales y de integración multidimensional. Si bien estos procesos
no están exentos de intrincados desafíos, asociados a un exacerbado grado de
transnacionalización, gestión de recursos naturales y complejos escenarios de
tensión distributiva, sus características distan de constituirse en evidencia
de la lógica del capitalismo central. La imaginación política regional, la
búsqueda de autonomía y la voluntad integradora esencialmente crítica del
neoliberalismo, han abierto una variante de organización social cuya
denominación constituye aún una incógnita a dilucidar recurriendo a nuevos
debates aún en ciernes. Parece apropiado evitar referencialidades semánticas a
pesadas e irresueltas herencias, no renunciando sin embargo a recuperar del
arcón de posguerra la voluntad de las grandes gestas humanas que, a través de
distintas identidades, dirigieron su proa a idearios democráticos, populares,
independientes, igualitarios y libertarios.
No es
fácil darle nombre propio al tipo de sociedad que queremos, dice la Carta
Abierta /10 y, ciertamente, ese nombre aparecerá cuando se pronuncie
colectivamente, en el interior de la conciencia de miles y miles de personas.
La unidad de América Latina y el Caribe, que incluye el rechazo a las conductas
imperiales y la anárquica desregulación financiera, resulta en la urgencia de
una autonomía no sólo justa, sino imprescindible, frente al desastroso
despliegue reaccionario en el centro del capitalismo mundial. El paradigma de
la Igualdad adquiere una significación trascendente como brújula en el clima de
desazón de esta época.
La
recuperación y centralidad de la idea de Igualdad representa una transformación
cultural en la Argentina. El trazo grueso de los cantos de sirena del
neoliberalismo fue el de crecimiento y derrame: sin acción pública los
estímulos de mercados y ganancias conducirían a la ampliación y eficiencia
productivas que desembocarían en la reducción de la pobreza en una sociedad de
desiguales para el “bien” de todos. Sin embargo, el resultado fue el
estancamiento y la exclusión.
Siempre
ha existido una relación contradictoria y tensa entre capitalismo e Igualdad.
La extensión de los derechos civiles y políticos generalizó la ciudadanía
formal, mientras que esa expansión a la
vez operaba como velo de la desigualdad en el acceso a bienes y servicios. La
idea liberal de un ámbito público de la política alienado de un espacio privado
reservado para la economía, esteriliza la potencia de la primera para
transformar la segunda. Ni la Igualdad sustantiva, ni la ampliación de derechos
son cuestiones de mercados, sino de ciudadanía. La primacía de la política
sobre la economía, la intervención pública en ésta, la sustitución del objetivo
del crecimiento por el del desarrollo y el privilegio ciudadano sobre la
determinación mercantil para elegir el
destino estratégico de una nación, son tributarios de una propuesta de
profundización de la Igualdad. Ésta es la inscripción del paradigma de la
Igualdad proclamado por la Presidenta como objetivo de esta etapa.
V
Desde
2003 se produjo una mejora sustantiva en la distribución del ingreso, tanto que
la Argentina eleva los índices promedio de la región en términos de equidad
distributiva. El sistema impositivo
alcanzó en 1974 su pico de equidad del siglo XX, y luego comenzó un
ininterrumpido derrumbe que profundizaba constantemente su regresividad. El
actual proyecto ha revertido esa tendencia alcanzando una leve progresividad al
final de la década recién concluida. Las retenciones han contribuido a ese
cambio. Pero el régimen impositivo sigue siendo injusto con el 20% más pobre de
la población y reclama una reforma tributaria. Reforma que también es necesaria
para la estabilidad estratégica fiscal. El impuesto a la renta financiera, la
mayor progresividad del impuesto a las ganancias, la reforma en el impuesto al
valor agregado, la consolidación de las retenciones (inclusive recuperando la
idea de retenciones móviles) y el refuerzo de las imposiciones patrimoniales
provinciales, son cuestiones pendientes.
El
crecimiento del gasto público ha contribuido a la mejora de la equidad. El
significativo incremento del presupuesto educativo y el aumento del gasto en
salud contribuyeron en ese sentido. La inversión realizada en esos campos
requiere una renovación ahora cualitativa: una atención que no sólo descanse en
la mejora de la infraestructura escolar o sanitaria. En relación a la salud pública
es preciso puntualizar que no se han producido avances en importancia e
intensidad equivalentes a los que sí se dieron en áreas como los derechos
previsionales, humanos, educación y de generación de empleo. Se ha tendido a
consolidar la inercia heredada, a contramano de las notables transformaciones
que el modelo nacional y popular ha sabido generar. El control a los
laboratorios, la producción pública de medicamentos y la regulación de la
medicina prepaga deberían avanzar en la generalización de un sistema
igualitario de salud. Hoy sólo el 1,9% del PBI se invierte en salud pública
gratuita, mientras subsiste -en un sistema fragmentado- una enorme inequidad en
la distribución de los recursos. Pensar la salud como política de integración
social hace necesario recuperar el rol del Estado como único rector y prestador
creciente y dominante, para hacer realidad la universalidad de la atención y el acceso a la salud como derechos de
ciudadanía. Un derecho no es ni puede ser una mercancía, ni debe ser el mercado quien distribuya la salud y la
vida.
La quita
de subsidios a los ricos y a las clases medias-altas que pueden prescindir de
los mismos contribuye a la equidad distributiva. La reasignación presupuestaria
al gasto social y a la inversión pública es de estricta justicia. La campaña
mediática que designa la mayor carga como un ajuste tiene una marca clasista.
No hay redistribución sin recortes del ingreso de los más pudientes. Ajustistas
son las políticas recesivas y restrictivas que disminuyen la capacidad de
consumo de las mayorías populares asociadas a recortes del gasto público y no
así las reasignaciones progresivas del mismo, que mantienen su nivel. Un cambio
distributivo supone modificaciones en la lógica de consumo y de la propia
estructura productiva que provee los bienes para éste.
La
cuestión de la Igualdad comprende el debate clave acerca de los sectores en
pugna por la distribución del ingreso. Los enfoques económicos que desde
diversos sectores apuntan a detener la política de incrementos salariales,
ubicándola como causa del alza de los precios y la disminución de la
competitividad externa, tienden a imponer un orden injusto propio de la
experiencia neoliberal, pero esta vez actualizándolo bajo la forma de una
peligrosa heterodoxia de raíz conservadora. Este aparente oxímoron consiste en
propiciar una creciente intervención estatal en materia económica pero
amputando las políticas que diferenciaron al período abierto en 2003 -asociadas
a la recuperación de los convenios colectivos de trabajo y la dinámica
sindical- del programa encarnado por el duhaldismo en beneficio del poder
económico concentrado local y extranjero. La competitividad externa, luego de
la devaluación del peso argentino en 2002, fue conseguida a costa de fuertes
transferencias de ingresos desde los trabajadores y sectores vinculados al
mercado interno hacia los sectores empresarios medianos y grandes rurales y
urbanos. No se explicó, entonces, por un incremento de la competitividad
sistémica genuina, sólo posible por saltos tecnológicos y productivos devenidos
de una conducta empresarial de fuertes inversiones, que en el caso de las
grandes empresas tendió a no verificarse con el mismo dinamismo que en la
década de los ‘90 pese a las comparativamente altas tasas de ganancias de los
últimos años. La imprescindible política de incrementos salariales sistemáticos
propiciados, a partir de 2003, por los gobiernos nacionales tendió a compensar
esa transferencia inicial y distribuir los beneficios de la acelerada creación
de riqueza que se produjo. Con el fin de preservar el carácter progresivo de la
política pública -uno de los basamentos del modelo económico- parece
imprescindible encauzar el debate acerca de la inflación y el tipo de cambio
hacia los complejos escenarios de la puja entre sectores sociales por la
distribución del excedente, ejercicio que implica analizar precios, tasas de
ganancia, productividad, inversiones y salarios de manera conjunta. Ello supone
en sí una renovada acción estatal, tanto técnica como política, sostenida por
un debate público, como expresión evidente de la metáfora presidencial de
“sintonía fina”.
Mucho se
hizo en estos años en pos de la afirmación de la Igualdad. Lo hizo un gobierno
componiendo a su alrededor un conjunto de alianzas. No fue menor el lugar que
tuvo y tiene en esa alianza el sindicalismo mayoritario. Organizaciones remisas
a revisar las lógicas de poder que las estructuran -y que las llevan al
reconocimiento de cercanías que son claramente corporativas, como la defensa de
algunos dirigentes que son juzgados por delitos económicos, delitos
inaceptables desde cualquier percepción efectiva de la defensa de los derechos
de los trabajadores-, pero al mismo tiempo forjadas en la protección de los
derechos de los asalariados formales. El grupo que hoy conduce la CGT se templó
en la resistencia de los años ‘90; y desde 2003 para aquí articuló alianzas al
tiempo que sostuvo la mejora de los salarios y la ampliación de derechos. Un
contexto de expansión de la demanda laboral y de paritarias reconocidas lo hizo
crecer y afirmarse. Hoy aparecen, enfáticamente anunciadas, oscuridades en esas
alianzas.
No es
fácil, nunca, orientarse en las coyunturas que son pródigas en ambigüedades, en
componer hilos heterogéneos, en presentarse con rostros ambivalentes. Pero todo
ello no puede evitar una nitidez que sigue presente: la política argentina
sigue teniendo un trazo fundamental que distingue entre un bloque de la
reacción y un movimiento -complejo y múltiple- que apuesta por la Igualdad. Es
inimaginable que los trabajadores argentinos y sus representaciones sindicales
elijan el camino de la reacción, arrojándose a los brazos de aquellos que hasta
ayer nomás se decían sindicalistas para defender intereses patronales o para
actuar como emisarios de la corrosión de la legitimidad institucional. Porque
la CGT conducida por Hugo Moyano no tiene nada que ver con un gastronómico de
las barrabravas ni con un dirigente de peones rurales que pone a sus afiliados
como carne de cañón para un paro patronal. Habrá nubarrones en la coyuntura,
oscuridades que opaquen la nitidez, habrá que renovar -para despejarlos- un
compromiso común, un compromiso hecho de tensiones, diálogos, conflictos y
disidencias pero sustentado sobre un acuerdo necesario: el de profundización de
la Igualdad, el de ampliación de derechos.
VI
El
paradigma de la Igualdad como el que se avizora requiere de la autonomía
nacional. Un problema central y estructural subsistente e intacto es la
extranjerización de la economía. La concentración más esa extranjerización,
profundizadas deliberadamente por las políticas neoliberales, contribuyen a una
persistente fuga de capitales. Durante los ‘90 se financiaba con endeudamiento
y hoy se lo hace con las divisas del superávit comercial, conseguido como
resultado de la actual política económica y de las condiciones de la economía
mundial. Así, el resultado del esfuerzo común es girado al exterior por los más
poderosos, que cuanto más ganan más giran. Las constantes remesas de utilidades
revelan que la Igualdad no constituye un objetivo exclusivamente social, sino
un problema nacional. Así, a la exigencia de mayor inversión se agrega el
requerimiento de renacionalizar la economía. Las filiales de las empresas
transnacionales orientan su política, mucho más, por las necesidades y lógicas
de sus casas matrices que por las definiciones, estímulos y objetivos de la
política económica local. Una nueva ley de inversiones extranjeras es necesaria
para proveer un marco regulatorio que permita al Estado fijar políticas.
Pendiente
está, en función de la profundización de la Igualdad, una legislación justa
sobre la posesión de la tierra urbana y rural. El proyecto de Ley actualmente
en discusión constituye un primer paso. Los desalojos de los humildes y la
prepotencia de quienes los llevan a cabo han causado derramamiento de sangre y
muertes. La legislación necesaria implica un debate respecto del derecho de
propiedad, que por cierto se originó como todos los derechos civiles como
reivindicación de los más débiles frente a los más fuertes. La conquista de los
montes por parte de los sojeros tiene la misma lógica que la conquista del
desierto del siglo XIX. Se despliega como una violación del derecho de
propiedad comunitaria para la vida y la cultura de comunidades enteras,
destruyendo los derechos de los pueblos originarios y de los campesinos para
establecer otros nuevos, que protejan la apropiación de medios de producción
por una clase objetivamente vinculada con la restauración del modelo derrotado
en 2001. Apropiación típica de los
conquistadores, por medio de la expulsión de campesinos de sus tierras. La
solución del hábitat urbano y rural es, tal vez, la que atendería los problemas
de mayor injusticia y violencia, resultantes de inequidades desgarrantes.
La
marginación del ideario del desarrollo, y su empobrecimiento al subsumirlo en
los conceptos de crecimiento y derrame, fueron tributarios de la sanción de
leyes financieras que retiraron al Estado de la función de direccionamiento del
crédito. Nuevas leyes que regulen el funcionamiento de las entidades, las
funciones del Banco Central -que incluyen la recuperación del poder estatal
para articular la política monetaria con las otras políticas públicas- y los
derechos, acceso y protección a los usuarios del crédito, significarán la
derogación y el reemplazo de la que fuera la ley de leyes de la política
económica de la dictadura terrorista: la ley de entidades financieras, y,
también, de la carta orgánica del Banco Central, columna vertebral de la
financiarización.
La
vibrante defensa de Cristina Fernández de la gestión en Aerolíneas Argentinas,
la estatización que dio origen a AYSA y las diferencias de eficiencia en la
gestión pública de los fondos jubilatorios aplicados a proyectos de desarrollo,
habilitan una vía de profundización sostenida en la recuperación de la gestión
empresaria del Estado. Quedó agotado el discurso de la ineficiencia pública
respecto de la virtud de la privada. El desempeño del Banco Nación durante las
crisis y en el estímulo del crédito productivo, frente a la conducta lucrativa
de corto plazo de una banca extranjera especializada en créditos personales
-colocados a altas tasas-, muestra otro contraste que abunda en el fundamento
del colapso de esa creencia. Así, el empeoramiento del balance de divisas en el
sector energético, alerta sobre una insuficiencia exploratoria del capital
privado en la industria petrolera. La mejora en el planeamiento y la
regulación, y la recuperación de la centralidad empresaria estatal en ese
sector no sólo atenderían a requerimientos del proceso de desarrollo, sino que
también crearían condiciones para generar estrategias económicas que no
desdeñen el cuidado del medio ambiente, a la vez que afirmarían el camino de la
autonomía nacional.
VII
Si se
postula una sociedad de derechos, es impensable avanzar sin la idea del plan.
Una sociedad de mercados es una sociedad sin plan, porque la organización de la
misma opera indirectamente por el peso de la pura correlación de fuerzas de los
poderes económicos. En cambio, la construcción de una sociedad de derechos
requiere de la participación ciudadana en las decisiones. Participación cuya
fuerza quedó demostrada en la forja de la ley de medios, en su discusión por
múltiples foros y en la creación de una sensibilidad social sobre su
importancia. No debe ser ese un caso aislado sino el umbral para políticas
renovadas en las que se apele a una capilar politización de lo cotidiano. O,
dicho de otro modo, en el que se conjugue la igualdad más profunda: aquella que
nos hace sujetos políticamente autónomos, capaces de opinar, juzgar,
comprometerse y decidir.
Una
sociedad movilizada, una opinión pública capaz de forjarse en los debates y no
en ningún pensamiento único, una dirigencia capaz de asumir desafíos renovados,
un vasto conjunto de militancias heterogéneas y diferentes, configuran un
escenario promisorio para el año que se abre. Los desafíos son profundos y las
interpretaciones que se conjuguen deberán estar a la altura. No es tiempo de
tratos maniqueos con el pasado ni de juicios sumarios sobre la Historia, más
bien lo es de recostar nuestra experiencia política sobre la diferencia que
establece con otros momentos pero también para que su actual complejidad
ilumine la complejidad del pasado. Porque somos enfáticos habitantes del
presente, debemos ser comprensivos visitantes de lo sucedido.
A sabiendas de
que los tiempos nos exigen una imaginación política renovada y un compromiso
colectivo para pronunciar las palabras justas. Aquellas que nos permitan
afirmar la Igualdad.-