Una palabra
reservada
Sociólogo,
director de la Biblioteca Nacional.
Hay
ciertas palabras que atraviesan las distintas épocas con cierta indiferencia, y
a pesar de su intensidad –palabras como revolución, tecnología, reforma
agraria, clandestinidad, izquierda, derecha– pueden usarse por el anverso y el
reverso. El paso de los años, el ocio de los intérpretes, la comodidad con que
ellas se alojan en nuestro lenguaje, contribuyen a que nos acostumbremos a que
buena parte de las luchas políticas se conviertan en un ejercicio para
interpretarlas o ponerlas a nuestro favor. Pasamos horas disputando el sentido
de egregias palabras que han sido dichas por muchas generaciones antes que
nosotros. En general, haciendo política somos monótonos hermeneutas.
Pero no
ocurre lo mismo con otras palabras que, habiendo sido también tocadas por el
efecto de reversibilidad, se cargaron de un indistinto sentido en un tiempo que
todos recordamos y que hace descartable su empleo a partir de la multiplicidad de
acepciones. La palabra terrorismo, ciertamente, es muy antigua. En algún
momento, en los albores de la modernidad, pudo significar el uso de la fuerza
de “salvación pública” ante los enemigos de la república. Aun en la gran obra
de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, se la entiende de muchas maneras,
incluso como forma de la libertad, si media un juramento y una acción en común.
Era un modo de reconocer la violencia como formativa de una subjetividad.
¿Podemos
decir que cuando la pronunciamos entre nosotros se abre un complaciente
panorama de interpretaciones? De ningún modo. La palabra terrorismo ahora está
toda ella infundida del uso que le dio el gobierno militar y el Estado que se
constituyó sobre ese uso, completa fórmula que no implicaba solamente a su
núcleo o procedimiento esencial –captura de personas, tortura, desaparición–,
sino un ejercicio completo de lenguaje que se constituía en el soporte general
de todo lo hablado en una conversación trivial, en un film o en un estadio de
fútbol. Es por eso que la Ley Antiterrorista aprobada recientemente lleva, por
lo menos, un título preocupante. Habla en nombre de un Estado que a través de
una penetrante figura retórica, recientemente tuvo a alguien que como
presidente pidió perdón por un capítulo anterior de la historia en nombre de un
capítulo nuevo. A través de esa sustracción con aires de sucinta teología
política, se reestablecía la idea de Estado al margen del uso que pudiera
hacerse, desde él, del vocablo terrorismo.
Sin
duda, la necesidad de aclarar que el articulado no se refiere a los conflictos
sociales, sino que sólo atiende a delitos económicos contra la estabilidad de
las instituciones públicas de la economía, se hizo necesaria por el recuerdo
del uso de esa misma expresión que conmovió la conciencia colectiva en años
sombríos, cuya fecha de iniciación figura ahora en el ceremonial público a
título de rememoración consciente de lo sucedido. No son desconocidas las
razones por las cuales debe legislarse, en el ámbito de una democracia viva,
sobre los ejercicios sigilosos de grupos subterráneos que manipulan
artificialmente las pulsaciones financieras, con maniobras que forman parte de
una lógica de reproducción del capitalismo a través de su autoconsentida
ilegalidad. Pero era necesario enfocar con más especificidad la cuestión
económica, nombrando de otra manera los delitos habituales de la era de los
“derivados financieros” y la obvia necesidad de controles estatales sobre
ellos.
La
palabra terrorismo está reservada, en los pliegos más reconocibles de la
historia nacional inmediata, a un fenómeno determinado y no indeterminado: a la
actuación y los resultados de esa actuación, tal como fue empeñada por la junta
militar que gobernó el país en años aciagos y definió a través de ese concepto
a un enemigo social interno. Sabemos que se han hecho aclaraciones y no existe
ninguna voluntad de crear instrumentos represivos o coercitivos. No hace falta
decirlo. Pero queda el riesgo de que ahora haga falta decirlo. Sabemos que no
puede haber retrocesos porque eso ya es un emplazamiento conceptual
indeclinable en la conciencia pública, social y gubernamental. Pero los
mecanismos de readecuación de nuestras leyes a un horizonte internacional y las
definiciones emanadas del uso equívoco de una palabra merecían mayores
cautelas. La cautela es una figura de lo político, lo jurídico y lo moral que
debe ser tenida en cuenta.
El lenguaje la registra: por eso, terrorismo es
palabra reservada a ciertos procedimientos y acciones que en nuestro país
tienen fechas, nombres y sentidos especificados en nuestra memoria activa. Fue
un acto no cautelar introducirla en una ley, suscitando así una incómoda
ambigüedad que ahora debe ser esclarecida.