El camino por recorrer
Por Ana Oberlin.
Abogada representante de
querellas en juicios de delitos de lesa humanidad.
La
nueva etapa en el proceso de justicia por los crímenes de lesa humanidad
cometidos en nuestro país durante la última dictadura cívico-militar es, sin
dudas, única y ejemplar. Pero dista de ser perfecta. Como integrantes del
movimiento de derechos humanos tenemos la obligación de ahondar en sus
deficiencias para seguir avanzando. Quienes pertenecemos a las generaciones que
se incorporaron a esta pelea posdictadura se lo debemos a las Madres y a las
Abuelas, esas obstinadas y tenaces mujeres que nos enseñaron que se puede
llegar muy lejos si se trabaja con esfuerzo, perseverancia, ganas y seriedad.
Entre
las cuestiones más relevantes que nos queda por recorrer se encuentra
investigar la participación de los civiles involucrados. Me refiero, entre
otros, principalmente a empresarios que se enriquecieron ilícitamente; a curas
que desempeñaron papeles cruciales en la represión; y al engranaje judicial:
jueces, secretarios, defensores, fiscales, asesores de menores. Y, entre estos
últimos, no sólo los que formaban parte de las patotas, sino también aquellos
integrantes de la Justicia que daban el ropaje de legalidad que la dictadura
necesitaba para legitimarse, llevando adelante causas basadas en supuestas
confesiones, arrancadas bajo torturas, que determinaron años y años de cárcel
injusta para muchas personas. Avanzar sobre las responsabilidades civiles es
difícil, porque el Poder Judicial es un órgano altamente corporativo que
raramente asume con seriedad su tarea cuando se trata de juzgar a quienes son
considerados pares. Por eso representa un desafío.
Otra
de las grandes faltas es la negativa a encuadrar las atrocidades cometidas en
determinadas figuras penales. Entre ellas, no calificar como tormentos a las
condiciones inhumanas a las que fueron sometidos los cautivos en los centros
clandestinos. La nula o escasa alimentación, la falta de elementos de higiene,
la inexistencia de medicamentos y de abrigo, el hacinamiento, la suplantación
de las identidades por números, la desnudez forzada, entre otros aspectos del
proceso de deshumanización al que fueron sometidos, configuran tormentos. Pero
algunos jueces todavía siguen sin entenderlo y debemos seguir insistiendo.
Algo
similar ocurre con la reticencia a aplicar la figura de homicidio o la de
desaparición forzada –incorporada en mayo de este año al Código Penal– para los
casos en los cuales no se ha podido encontrar el cuerpo de la víctima. Negarse
a encuadrar los delitos en estas figuras, las más graves de nuestro sistema
penal, no sólo implica sancionar con menor pena a los autores. También se
traduce en premiar al terrorismo de Estado por el éxito con que llevó adelante
una de las prácticas más aberrantes, la desaparición de personas. Este
dispositivo represivo fue inventado con dos objetivos centrales: imponer terror
e incertidumbre en los familiares y en la sociedad, como forma de
disciplinamiento, y ocultar los rastros del delito. Si no se los castiga por
estos hechos, y sólo se lo hace por privación ilegal de la libertad y
tormentos, se los está premiando, además de dejar afuera una parte fundamental
de lo ocurrido.
Asimismo,
queda pendiente el abordaje de la violencia sexual y de la violencia de género.
En los últimos años, principalmente las mujeres han expuesto la violencia
sexual que vivieron ellas y algunos de sus compañeros, al ser secuestradas o
estar en cautiverio. Sumado a haber sido las víctimas principales de estos
delitos, también sufrieron una violencia diferencial por el sólo hecho de ser
mujeres: desde manoseos continuos, abusos, falta de elementos higiénicos
femeninos, hasta abortos forzados y partos en condiciones espeluznantes. Este
especial ensañamiento se basaba en el deseo de castigarlas con mayor severidad
porque no sólo desafiaron el orden dictatorial al militar, sino que también se
apartaron del rol de esposas, madres y amas de casas que la cultura machista
tenía reservado para ellas. Estas prácticas específicas contra las mujeres no
se han plasmado aún en las resoluciones judiciales. Y esto tiene que ver con
cuestiones que exceden al juzgamiento del terrorismo de Estado, como el
carácter sexista y discriminatorio hacia la mujer que buena parte de los
operadores judiciales reproducen. En la mayoría de los casos, estos delitos son
los que más huellas han dejado en las subjetividades de estas mujeres.
Simplemente por eso no es anodino avanzar en este sentido.
El
último punto tiene que ver con la menor severidad con la que se tratan los
delitos que surgen de las apropiaciones de niños. Una de las prácticas
represivas con mayor actualidad en sus consecuencias –todavía seguimos buscando
a 400 jóvenes– es el robo sistemático de bebés secuestrados con sus madres o
que nacieron durante el cautiverio de ellas. A pesar del horror que supone que
haya personas a quienes las privaron de su verdadera identidad y que desde hace
más de 30 años cada mañana sus abuelos, primos, hermanos, tíos se levantan con
la angustia desgarradora de no saber dónde están, los jueces los consideran
hechos menores y los sancionan con penas directamente irrisorias. Resaltar la
necesidad de condenas más contundentes para estos delitos tampoco es
intrascendente. Las sentencias tienen un alto valor simbólico y deben dejar
claro que en este país no toleramos crímenes tan tremendos como el secuestro de
niños.
Intenté
esbozar en estas líneas parte de lo que creo que nos queda por andar. Lo hice
porque considero que esta oportunidad única que los argentinos supimos
conseguir tiene que servir, principalmente, para reparar –aunque sea una
reparación tardía, incompleta y fragmentaria– las consecuencias que estos
delitos tuvieron para quienes los sufrieron. Ninguno de los aspectos señalados
es sencillo y tenemos un gran desafío por delante si queremos revertirlos. Pero
hace diez años nos parecía imposible llegar a este momento. Entonces, sigamos
trabajando para seguir haciendo posible lo que parece inalcanzable.