Las cosas simples
Por Eduardo Aliverti
Se suponía que el gran tema
de fin de año –a más de una voracidad de consumo ¿patológica?– habría de ser el
paquete de leyes ingresadas y sancionadas por el Congreso. En principio, se
supuso mal. Pero merece análisis si los reemplazantes son acaso grandes temas.
Entre las nuevas herramientas
de legislación se cuenta el manejo sobre Papel Prensa, que en rigor debe
definirse como lo relativo a la prensa de papel. Al estar involucrados los dos
diarios más importantes del país, toda la discusión se remite a la ofensiva de
ambos contra el presunto intento gubernamental de quedarse con la empresa.
Polémica que, por si fuera poco, ya venía acompañada por las revelaciones
acerca del trámite horrible –terrorífico, más bien– que en la dictadura
permitió a Clarín y La Nación alzarse con el monopolio de la producción y
distribución de papel. Encima, llegó la guinda del operativo ordenado por la
Justicia Federal mendocina en Cablevisión. El comando mediático opositor, con
proporciones similares de deterioro y alto poder de fuego, puso en rango de
gravedad institucional al conflicto de negocios entre el Estado y un grupo de
comunicación con (muchas) adyacencias. Hay que apurarse a separar pajas de
trigos. Y lo primero, asaz pedagógico en torno de cómo se manipula la
información, es que el caso Papel Prensa parecería ser la única protagonización
trascendente del Congreso y de la vida política. Además de que Hugo Moyano se
convirtió para los medios dominantes en un sensible y justiciero rubio de ojos
claros, ni los cambios en el régimen esclavizante para los peones agrícolas, ni
las modificaciones a la ley penal tributaria, ameritaron apreciaciones
considerables. Sólo se dejó lugar para que la denominada “ley antiterrorista”
sea cuestionada a izquierda y derecha, en orden cuantitativo inverso. Hacia
izquierda ganó líneas que el instrumento pueda disponerse para criminalizar
protestas sociales, aunque las modificaciones de último momento retraigan ese
riesgo. Hacia derecha se blande el peligro tremendo de que anoticiar cualquier
cosa pueda considerarse como un acto de terrorismo. Y un número inmenso de
cómplices y pelotudos se plegó a las urgencias corporativas de sus patronales,
para redondear el combo citado: vienen por “nosotros”, como si esa primera del
plural fueran los intereses o las necesidades populares. Están en su derecho de
creerlo pero, ¿lo creen realmente? ¿Un conflicto de ya larga data entre el
oficialismo y un grupo mediático debe ser tomado como persecución generalizada
a la prensa? Repugna a la inteligencia un concepto como ése, pero no es
novedoso. Este periodista, por razones tan íntimas como ideológicas, prefiere
no cargar tintas alrededor de colegas que están sirviéndose del adversario
explícito (ya le pasó: estuvo a punto de tipear “el enemigo”) para congraciar
su ego a costa de lo que sea. Es decir: su ego o la imposibilidad de alinear en
forma más adecuada a acción y conciencia. Toda encuesta que se quiera sobre la
opinión de los periodistas, además de lo sabido en nuestro ambiente, revela que
la gran mayoría de ellos muestra preocupación por las presiones internas de sus
medios, las condiciones laborales, las contradicciones entre interés
corporativo y uso de la información. Pero sólo una ínfima minoría cita como
real que exista acoso oficial contra el periodismo.
El papel tiene todavía
alcances potentes. Es el vehículo de grandes inversiones publicitarias, de
oferta de empleo y de transacciones comerciales. Y agenda lo que reproducen los
medios electrónicos. Lo que está impreso, lo que se toca, lo que se ve en los
kioscos, lo que llega a las producciones de las radios y señales televisivas a
primera hora de cada día, determina qué se genera mediáticamente. A quiénes
llamar para poner al aire lo que se retroalimentará horas y jornadas enteras.
Eso está más cerca del fin que del principio, por supuesto que observado a gran
escala. La batalla por quién produce, distribuye e importa papel tiene una
relación inversamente proporcional con el futuro decadente del producto, que no
está cerca pero es irreversible. Es un cambio de paradigma cultural,
civilizatorio, del que no importa estar a favor o en contra. Es, y punto. La
cantidad de gente conectada a redes socio-cibernéticas, su preponderancia de
clase, su impacto, es lo que debe interpretarse. Papel Prensa, o la prensa en
papel, es de esos temas que, al margen de su importancia política coyuntural,
suenan más viejos que jóvenes. Un sentido similar puede aplicarse a la
contingencia de que algún juez vaya a valerse de vericuetos legales para
perseguir periodistas, o maniobras mediáticas. Todo terminaría en una Corte
Suprema que no come vidrio o, mejor, en últimas instancias judiciales que en
ningún caso se animarían a la condena de la prensa. Si debatir sobre papel
impreso es hacerlo sobre un insumo decaído –vale insistir que en miras de largo
plazo– hacerlo alrededor del allanamiento en Cablevisión resulta patético. Es
probable que haya habido exageración ejecutante, sobre todo por la
participación de gendarmes. Por cierto, son o serían más confiables que la
Federal. Está claro que hay ante todo un enfrentamiento de corporaciones. Pero
la base es todavía más profunda. Si el Gobierno se decide a impulsar la
conectividad aérea, con los decodificadores que –sin publicidad, curiosamente–
están entregándose en forma masiva para acceder a las señales digitales, el
negocio del cable quedará entre magullado y groggy. Chau Cablevisión y
alrededores, siempre que termine habiendo oferta atractiva.
Y vaya un sentido homenaje al
título central de La Nación del último jueves, si se trata de hallar
explicaciones o señalamientos respecto de los intereses en juego. Uno creía que
ese día ya había visto todo con un destacado de Crónica. Ubicó a cabeza de página
la fiebre de ricos y famosos por hacerse enemas, en Capilla del Monte, para
limpiar los intestinos de objetos y elementos contaminantes diversos. La
capacidad de asombro siempre se reserva un sitio. El diario de los Mitre, según
la definición clásica que ya no se conserva tanto, le ganó a Crónica. Y mandó
de cabeza que “Dan más poder al Gobierno para manejar la economía”. La nota
remitía a las leyes aprobadas en el Parlamento, pero importa nada más que la
construcción de sentido simbólico de ese título. ¿Quién, si no el (un,
cualquier) Gobierno, debería manejar la economía? Ellos. Una entidad tan difusa
y concreta como aquella que se referencia al hablar de “los mercados”. Esos
mercados nunca tienen nombre. Son bancos, fondos de inversión, compañías de
seguros, buitres financieros, consultoras, calificadoras de riesgo. Gurúes y
operadores del tipo Bernard Madoff, el estafador de Wall Street que subyugó a
los tarados del sueño americano.
Ese título de La Nación del
jueves simplifica todo. Gracias. Infinitas gracias. Su lógica es que nunca
jamás debe ser un gobierno, una voluntad popular, quien maneje la economía.
Deben ser, para siempre, ellos. El “ellos”. La esclarecida vanguardia de clase
de derecha, que le denuesta a la izquierda aspirar a lo mismo que practican
ellos. Reiteramos: “Dan más poder al Gobierno para manejar la economía”.
Listo.
Un título como ése exime de cualquier comentario respecto de qué está en juego.
Y dónde ubicarse.