sábado, mayo 12, 2012

Medios, YPF y Edgardo Mocca - Médias, YPF et Edgardo Mocca


YPF y la cuestión del relato

  Por Edgardo Mocca

La decisión de expropiar Repsol y recuperar el control estatal sobre YPF ha tenido un profundo efecto sobre el contenido del debate público en la Argentina y sobre las posiciones de los actores políticos que lo protagonizan. Aunque no faltaron en la oposición las ya codificadas alusiones a la “caja” kirchnerista como patrón explicativo de cualquier acción de gobierno, el centro de la disputa se desplazó de un modo muy visible. Está en juego una concepción de las relaciones entre el mercado y el Estado, una idea de nación, una perspectiva de nuestro lugar y nuestro modo de actuar en el mundo, hoy en profunda crisis, de la globalización piloteada por el capital financiero.

Es muy probable que el proyecto de ley enviado por el Gobierno al Congreso sea aprobado por mayorías inéditas para una materia tan sensible como la que trata. Anunciaron su apoyo el Frente Amplio Progresista y el radicalismo; en ambos casos saldando fuertes debates internos, que en el caso de la UCR profundizan lo que se insinúa como un tajo interno muy visible entre un sector que auspicia activamente una alianza con la derecha y otro que, aun de modo muy contradictorio, impulsa una posición más coherente con algunas posiciones históricas del partido. Fue la derecha, a través de Macri, la que enunció los términos de un debate ideológico sobre el tema de la soberanía nacional. Se profundiza así la grieta en el interior del conglomerado de fuerzas que, entre 2008 y 2011, constituyeron un frente casi inquebrantable en defensa del libreto construido por los grandes poderes económicos, con los medios hegemónicos como articulador central. Era esperable, los líderes y las fuerzas políticas no buscan su propia decadencia y aislamiento y –por lo menos en los casos en que procuran llegar al Gobierno– procuran sacar conclusiones sobre su experiencia. El frente único mediático opositor llevó a sus protagonistas a una contundente derrota electoral en octubre último; el cambio de rumbo, aún parcial y relativo, luce completamente lógico.

La intervención en la que Macri se constituyó en el “otro” de la escena política, opuesto sin matices a la decisión del Gobierno, es plenamente ilustrativa del horizonte táctico del centroderecha por él conducido y de los pilares conceptuales en los que pretende asentarse. Ciertamente, el estilo acartonado y la torpeza expresiva no ayudan al jefe de Gobierno porteño a la hora de enunciar principios explicativos de su acción. Pero la imagen de su desvelo y su visita a la cuna de su hija tiene todos los elementos metafóricos de una comprensión del país y del mundo. Fue un manifiesto neoliberal, claro que en la forma tímida y vergonzante con que ese ideario puede presentarse entre los argentinos después del ruinoso balance que la sociedad ha hecho de la aplicación de su prescriptiva. Ya no es el orgulloso panegírico de las virtudes del libre mercado con los que deslumbraba en los años noventa; ahora es el miedo al futuro en un país con un Estado que regresa después de la partida de defunción que se le había extendido, es la política que se mete con los propios ciudadanos y les quebranta el futuro, la seguridad, la felicidad... Convengamos en que hacía mucho que no se hablaba así en la política argentina, por lo menos desde el autoproclamado lugar de desafiante central al rumbo encarado por el Gobierno. Los antecedentes más cercanos hay que buscarlos en algunos editoriales periodísticos y algunos exabruptos pronunciados en inauguraciones rurales durante los últimos años. Lo nuevo es la decisión de hacer política y luchar por la presidencia desde esas concepciones.

“Lo importante no es este modelito o este otro. Lo importante es lo que beneficia a la gente”, dijo, más o menos, Macri. Acá lo importante no es la extrema simpleza –casi infantil–. Finalmente una conferencia de prensa de un precandidato no es un simposio sobre filosofía política. Lo interesante es el punto, la posición desde la que se enuncia la diferencia política. En este caso se trata de un lugar ideológico que viene alcanzando una gran importancia: el de la impugnación del relato, del relato kirchnerista y de cualquier otro que proponga construir un sentido histórico para la acción política.

Hagamos un poco de memoria. La palabra “relato” como concepto filosófico-político tiene una historia paradójica: su época de oro, desde fines de la década del ochenta del siglo pasado hasta fines de ese mismo siglo, coincidió con la afirmación del “fin de los grandes relatos”: se popularizó la palabra relato para postular su final. La afirmación era el grito de guerra central del llamado pensamiento “posmoderno” y su sentido era el de anunciar el advenimiento de una nueva época histórica en la que ya no tenían lugar las explicaciones globales sobre la historia ni la pretensión de indagar sobre los fundamentos de la vida social.

No cuesta mucho identificar el paralelismo entre esta moda filosófica y el clima de época mundial en el que creció. Era el tiempo de la crisis terminal del comunismo soviético, el ataque generalizado a las instituciones del Estado de Bienestar europeo, la consolidación de Estados Unidos como superpotencia mundial excluyente y el auge del neoliberalismo. El posmodernismo, visto desde la perspectiva de los años transcurridos desde entonces, fue el ropaje filosófico de la revolución neoconservadora: nadie podría resumir su sentido de modo más contundente que la célebre frase de Margaret Thatcher (ciertamente muy anterior a los trabajos del posmoderno François Lyotard) que afirmaba “la sociedad no existe”. Curiosamente, “el fin de los grandes relatos” fue el santo y seña de un gran relato omniabarcativo que, en sus formas más rústicas, llegó a anunciar el “fin de la historia” (Francis Fukuyama). La sociedad global, despojada del peso burocrático de los Estados, liberada de las cargas de la solidaridad social que premian la ineficiencia y debilitan la competencia y emancipada del peso de la historia, de las nacionalidades y las identidades de clase era, por fin, el punto de llegada de la humanidad. El lugar de las fracasadas utopías colectivistas era ocupado por una nueva utopía, una utopía “débil”, la de una sociedad de individuos, la condición de cuya libertad consistía en la carencia de todo fundamento social.

No es tan fácil hablar este lenguaje en nuestros días, en tiempos de crisis del centro capitalista, nuevos actores globales emergentes, nuevos procesos de afirmación soberana e integración regional en América latina. No es propicio defender las “democracias de mercado” como punto final del desarrollo histórico, a la vista del mundo “realmente existente”. Por eso asistimos a una especie de posmodernismo trasnochado, en clave qualunquista, antipolítico. Nos exhorta Macri a abandonar “falsos simbolismos”, lo que se deja entender como la renuncia a la idea de patria o de soberanía. No nos explica cuáles son los simbolismos “verdaderos” a adoptar. Como su retórica abunda en la idea de “hacer lo que nos conviene”, se insinúa que se trata del más poderoso de los símbolos vigentes durante los últimos siglos: el dinero. Aquí es cuando el discurso cumple su rol encubridor; pretende que a todos “nos conviene” lo mismo, que todos vamos a ganar o a perder dinero según el Estado tome buenas o malas decisiones. Toda conversación humana es, parafraseando a Borges, un intercambio de símbolos. Justamente de eso trata la cuestión del relato, de cuáles son los símbolos que dan sentido a una acción, de cuál es el contexto histórico en el que se inscriben, de cuáles son sus premisas y sus horizontes.

No es tan caótica ni ininteligible la narrativa que sostiene la orientación a los cambios en un sentido popular. Allí donde antes se decía “plena libertad de mercado para que la concentración de riqueza gotee hasta en el último rincón de la pobreza”, ahora se dice “intervención del Estado para activar la producción, hacer crecer el empleo y estimular el consumo popular para desde allí activar la rueda de la economía”. Donde se decía “alineación automática con Estados Unidos” se dice “política exterior soberana y con la prioridad en la integración regional”. Donde se decía “políticas sociales focalizadas” ahora se dice “asignación universal”. Donde se decía “cerrar filas con los grandes poderes fácticos” ahora se dice “autonomizar al Estado y a la política de toda sujeción corporativa”. Y así... Como se ve, ninguna filosofía de la historia dogmática y cerrada, ninguna absolutización de la lucha de clases como explicación y motor de la historia, ninguna creencia en la cercanía de un mundo utópico, reconciliado y sin conflictos.

Parece abrirse el tiempo de una redefinición del debate político argentino que lo coloque más allá de la anécdota superficial y lo emancipe del vértigo mediático.

Fuente: Página 12





El triángulo de Cristina



Tuvieron que pasar 20 años para que Cristina Kirchner, agitando un tubo de ensayo con petróleo negro de la Patagonia, anunciara el retorno de YPF a manos nacionales y todos entendiéramos el significado concreto de la palabra soberanía, con algo o mucho de orgullo.

Cuando Bernardo Neustadt, en la década del ’90, practicaba la autopsia en TV de un teléfono preguntándose en voz alta dónde, en qué parte del dichoso artefacto estaba la soberanía, muchos enmudecían y otros aprobaban cómplices, sin saber que era una invitación al precipicio. Tuvieron que pasar 20 años para que Cristina Kirchner, agitando un tubo de ensayo con petróleo negro de la Patagonia, anunciara el retorno de YPF a manos nacionales y todos entendiéramos el significado concreto de la palabra soberanía, con algo o mucho de orgullo.
Los primeros 100 días del segundo mandato de Cristina están jalonados por la recuperación de este concepto fundamental. Ayer fue el turno de la energía y los recursos hidrocarburíferos. ¿Pero qué fue, acaso, la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, sino la toma del control para el Estado de una herramienta clave de la soberanía económica? En el medio, estuvo el reclamo por Malvinas, símbolo de la soberanía política y territorial, esta vez desde un discurso democrático, que arrebata a la derecha bélica y al Reino Unido argumentos para mantener la ocupación colonial sobre nuestras islas. Hablamos de un triángulo sobre el que se asienta cualquier proyecto de Nación: soberanía política y territorial, económica y energética.
Al propio kirchnerismo, tres veces reelegido por el voto popular, le llevó nueve años comenzar a desarmar esa bomba de relojería que heredó del neoliberalismo, con un Estado atado de pies y manos para decidir con autonomía de los grupos económicos. Falta mucho, pero falta menos.
En 2003, Néstor Kirchner recibió un país en llamas, literalmente. Casi sin votos, sin reservas, sin apoyo internacional y sin partido propio, marcó un rumbo de reconstrucción nacional, pero fue después del lockout agropecuario de la 125, con su aprendizaje social y político fulminante, que la arquitectura de los ’90 comenzó a ser cuestionada en sus cimientos. De verdad. Ahora comienzan a verse los resultados.
Hay que decir que el kirchnerismo se refugió en lo mejor del linaje histórico de los movimientos nacionales y populares, sin dejar de avanzar y de medir, en cada paso, la correlación de fuerzas para ser exitoso, abjurando de las declamaciones y haciéndose fuerte en los hechos. Sorprendió así tanto a la derecha económica –que lo detesta– como a los módicos inspectores de revoluciones que se escudan en el maximalismo para correrlo torpemente por izquierda.
Ayer mismo, después de que la presidenta anunciara que YPF vuelve a manos argentinas, no faltaron los que le salieron a recordar que, desde Santa Cruz, ella y su marido votaron la privatización en los ’90. Como si el pasado y el presente fueran una misma cosa, sin experiencia histórica de por medio. San Martín fue un ardoroso combatiente realista antes de convertirse en el general de hombres libres que derrotó a la misma corona española a la que había servido. ¿Es menos padre de la Patria por eso? ¿O eso mismo lo hizo grande?
En 2010, cuando Cristina cumplía 1000 días de su primer gobierno, el autor de estas líneas escribía en la revista Veintitrés: “Siento que Cristina es un dedo que apunta a todo el progresismo argentino. Y me parece que esta mujer cabalga sobre un tiempo histórico que ella no eligió pero la rema, y la rema con bastante eficacia. La Historia la juzgará bien, o mejor dicho, es posible que en la comparación con otros gobernantes salga ganando. Compite con Menem, con De la Rúa, con un Alfonsín acorralado por los militares, con el Duhalde de Kosteki y Santillán. Estoy seguro, estos mil días la dejan bastante bien parada (…)
Pero con la libertad de conciencia que tiene que tener un periodista le reclama, a viva voz, porque también son malos los monopolios en la siderurgia, en la industria láctea, en la harinera, en la arrocera, en la azucarera y en las textiles, que distorsionan los precios de los productos que consumen los que viven de un salario; los productos que compran nuestros jubilados, que pagan el 21% de IVA en toda la canasta, como si fueran Ernestina de Noble, que sí tiene para pagarlo. No puede haber paritarias para que los formadores de precios se lleven la parte del león. Eso creo. Y yo sé que quizás ella, Cristina, sepa todo esto. 
Y sé, también, que tal vez ella quiera cambiarlo, pero es cierto que todo esto tiene un costo altísimo, y que la sociedad promedio está más a la derecha de todo esto que venimos hablando. Quizá le haga falta más fuerza para enfrentarse a lo que hay que enfrentarse. Cojones tiene, quién lo duda. Tal vez, digo, haga falta que la democracia estatice YPF para acumular poder y disciplinar a los que no quieren que nada cambie en serio. ¿O no?”
Ahora sé, más que nunca, que ella lo sabía mejor que yo.

Roberto Caballero.
Diario Tiempo Argentino.

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