En tiempos de la antigüedad, hace cientos de años, vivió un rey moro, el llamado Aben Habuz, que tomó asiento en el trono de Granada.
Llevó en sus días de juventud una existencia plena de aventuras y conquistas, y cuando se vio menoscabado de salud y en decadencia, no deseaba otra cosa sino vivir en paz con el mundo, para acariciar plácidamente los laureles que obtuvo en sus días de gloria y gozar así de las posesiones que supo conquistar a sus vecinos.
Ocurrió, empero, que a tan débil y apacible anciano le salieron rivales jóvenes, príncipes vigorosos que ansiaban la guerra y la gloria, los cuales le pidieron cuentas sobre los saqueos y pillajes con que había sometido y castigado a sus padres. Se manifestaban en rebelión contra Aben Habuz, así, e intentaban invadir su capital y ciertas y prósperas comarcas del territorio de su reino, a las que el soberano trató antaño con mano férrea, cuando era joven y poderoso.
Llevó en sus días de juventud una existencia plena de aventuras y conquistas, y cuando se vio menoscabado de salud y en decadencia, no deseaba otra cosa sino vivir en paz con el mundo, para acariciar plácidamente los laureles que obtuvo en sus días de gloria y gozar así de las posesiones que supo conquistar a sus vecinos.
Ocurrió, empero, que a tan débil y apacible anciano le salieron rivales jóvenes, príncipes vigorosos que ansiaban la guerra y la gloria, los cuales le pidieron cuentas sobre los saqueos y pillajes con que había sometido y castigado a sus padres. Se manifestaban en rebelión contra Aben Habuz, así, e intentaban invadir su capital y ciertas y prósperas comarcas del territorio de su reino, a las que el soberano trató antaño con mano férrea, cuando era joven y poderoso.
El caso fue que Aben Habuz tenía, en su vejez, enemigos por doquiera, en todas las lindes de su reino, y que esos enemigos eran fuertes entonces y estaban decididos a avasallarlo como fuera y sin piedad; y como Granada está rodeada de altas montañas que impiden observar los movimientos de una tropa que se acerque a la ciudad, el atribulado rey se vio obligado a sostener un incesante estado de alarma y vigilancia, no sabiendo de dónde podría llegarle el ataque que lo amenazaba.
Fue en vano que erigiese atalayas en las alturas y que plantara centinelas en todos los accesos, con órdenes estrictas de encender hogueras de noche y de levantar durante el día humaredas apenas se aproximara al reino un grupo nutrido cualquiera, en actitud belicosa o no… Sus enemigos, también en alerta, burlaban tales precauciones y se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más difícil de salvar, para arrasar así las tierras de Aben Habuz ante sus mismos ojos, tomarle muchos prisioneros y volver a las montañas con un botín extraordinario. ¿Hubo alguna vez alguien en situación más dramática entre todos los monarcas valetudinarios y pacíficos a la fuerza?
Fue en vano que erigiese atalayas en las alturas y que plantara centinelas en todos los accesos, con órdenes estrictas de encender hogueras de noche y de levantar durante el día humaredas apenas se aproximara al reino un grupo nutrido cualquiera, en actitud belicosa o no… Sus enemigos, también en alerta, burlaban tales precauciones y se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más difícil de salvar, para arrasar así las tierras de Aben Habuz ante sus mismos ojos, tomarle muchos prisioneros y volver a las montañas con un botín extraordinario. ¿Hubo alguna vez alguien en situación más dramática entre todos los monarcas valetudinarios y pacíficos a la fuerza?
Aben Habuz, muy preocupado ante tales perspectivas, asaeteado de continuo por los disgustos y los sinsabores, acertó a llevar a su corte a un médico y astrólogo árabe, ya muy anciano; la barba, blanca como la nieve, le llegaba a la cintura; no se le podía calcular la edad, mas por su aspecto estaba claro que tenía muchísimos años; no obstante su ya larga existencia, había hecho a pie todo el camino desde Egipto, sin más ayuda que la de un báculo tallado en jeroglíficos. Tenía por nombre el de Ibrahim Ebn Abu Ayud y atesoraba gran fama, diciéndose de él que vivía desde los días del mismísimo Muhammad (BPD), hijo de Abu Ayub, el último de los fieles que siempre acompañaron al Profeta (BPD) . Ya en los días de su niñez, Ibrahim había seguido a los ejércitos de Amru que entraron en conquista en Egipto, donde se estableció para estudiar las ciencias ocultas, demonología, hechicería, y particularmente la magia, con los sacerdotes de los faraones.
Se decía, sobre todo lo anterior, que había develado el secreto acerca de cómo prolongar la vida, con cuya virtud consiguió alargar la suya propia de tal manera que pasaba ya de los dos siglos, a pesar de que, según contaba él mismo, no había conseguido dar con aquel secreto hasta que la mucha carga de sus años le pesaba ya terriblemente, razón última de que lo único que consiguió hacer perenne en sí mismo fueran las arrugas y los blancos cabellos.
Hombre así de maravilloso fue recibido con la mayor solemnidad por el rey, quien, al igual que gran parte de los monarcas que alcanzaban la edad provecta, dispensaba un trato de favor muy especial a los médicos. Le ofreció aposentos en palacio, pero el médico y astrólogo prefirió habitar una cueva en la falda de la montaña que se alza soberbia sobre la ciudad de Granada, el mismo lugar donde más adelante sería erigida la Alhambra.
Hizo que se ampliara la cueva hasta convertirla en una sala espaciosa y de techo alto, donde ordenó que abrieran un agujero circular, tan grande como la boca de un pozo, para poder ver a su través el firmamento y contemplar los astros incluso bajo el sol del mediodía. Escribió jeroglíficos egipcios en las paredes de la cueva, cubriéndolas, pues, de signos cabalísticos y de reproducciones de los planetas y de las estrellas en sus constelaciones completas. En una palabra, llamó a su lado a los artesanos granadinos más reputados, a los que dirigió en la construcción de útiles y de artefactos varios, cuyas propiedades secretas, sin embargo, a nadie reveló.
En muy poco tiempo pasó a convertirse el muy sabio Ibrahim en el consejero más querido por el rey, que le pedía opinión ante cualquier dificultad o duda que se le planteara. Clamaba un día Aben Habuz contra la injusta enemistad de sus jóvenes vecinos, y lamentaba verse obligado a mantener tan desasosegada vigilancia sobre su reino, cuando al acabar su exposición y cesar en sus lamentos, el astrólogo, tras guardar un largo silencio, dijo al fin: «Sabed, ¡oh!, rey, que hallándome en Egipto presencié una maravilla sublime, ideada por una sacerdotisa pagana de la antigüedad… En la cumbre de una montaña que se eleva sobre la ciudad de Borsa, y que mira al gran valle del Nilo, había una figura de morueco, y encima la de un gallo, ambas fundidas en bronce, que giraban sobre un eje… Cuando corría el país peligro de invasión, se volvía la figura del carnero hacia donde venía el enemigo y comenzaba a cantar el gallo… Los moradores de Borsa sabían así, no sólo del peligro, sino del lugar por donde se aproximaba la tropa, y podían prepararse para la defensa de su tierra con antelación suficiente».
—¡Dios es grande! —exclamó el pacífico Aben Habuz—. ¡Qué preciado tesoro sería para mí poseer un morueco como ése, alerta sobre las montañas que rodean mi reino, y otro gallo igual que lanzara su canto ante la amenaza…! ¡Alá Akbar! ¡Cuán plácidamente podría dormir en mi palacio con esos centinelas!
Dejó el astrólogo y médico que cediera el entusiasmo primero del rey, para decirle las siguientes palabras:
—Cuando el victorioso Amru, a quien tenga Dios en el Paraíso, hubo concluido la conquista de Egipto, me uní yo a los sacerdotes para estudiar los ritos y ceremonias de su fe idolátrica, pues albergaba la esperanza de convertirme en maestro de los conocimientos ocultos que tanto renombre les han procurado a lo largo de los tiempos… Estaba sentado un día a orillas del Nilo, en conversación con un venerable anciano del lugar, un sabio sacerdote, que me señaló las poderosas pirámides y me dijo: «Todo cuanto pudiéramos enseñarte es nada comparado con la sabiduría que se encierra en esas enormes moles…
En medio de la pirámide central hay una cámara sepulcral que guarda la momia del sacerdote supremo que ayudó a erigir tan imponente obra, y con él está enterrado un maravilloso libro de erudición suma, que contiene los secretos de la magia y de las artes todas…
Ese libro le fue entregado a Adán después de su caída, y llegó, generación tras generación, a manos del Rey Salomón, el más sabio, con cuya ayuda edificó el Templo de Jerusalén… ¡Sólo el que conoce todas las cosas, sólo el Misericordioso, sabe cómo poseyó ese libro el arquitecto de las pirámides!»
En medio de la pirámide central hay una cámara sepulcral que guarda la momia del sacerdote supremo que ayudó a erigir tan imponente obra, y con él está enterrado un maravilloso libro de erudición suma, que contiene los secretos de la magia y de las artes todas…
Ese libro le fue entregado a Adán después de su caída, y llegó, generación tras generación, a manos del Rey Salomón, el más sabio, con cuya ayuda edificó el Templo de Jerusalén… ¡Sólo el que conoce todas las cosas, sólo el Misericordioso, sabe cómo poseyó ese libro el arquitecto de las pirámides!»
Fijos sus ojos en Aben Habuz, Ibrahim hizo una pausa y prosiguió de esta manera:
—Ardió mi corazón en anhelos, prontamente, de convertirme en dueño de aquel libro mágico. Podía disponer de muchos soldados de nuestro ejército conquistador, puestos bajo mis órdenes, y de las manos de muchos egipcios, y utilizándolos, me dediqué al fin a mi empeño… Conseguimos, no sin fatigosos esfuerzos, horadar la sólida construcción de la pirámide hasta acceder a una estrecha galería que parecía un paso interior y secreto. Lo recorrí hasta llegar a un intrincado laberinto que me condujo al fin hasta el mismo corazón de la pirámide, y de inmediato a la cámara sepulcral donde yacía desde hacía varios siglos la momia del gran sacerdote. Feliz y dispuesto, abrí las arcas de la momia, desdoblé muchas de sus fajas y vendas, y al fin hallé en su pecho el preciado tesoro que era aquel libro… Lo tomé con manos que me temblaban de emoción, y busqué a tientas la salida de la pirámide, dejando la momia en su tenebroso sepulcro, a la espera silenciosa del día del Juicio Final.
—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! —dijo entonces el rey Aben Habuz—. Gran viajero has sido y muchas las maravillas que han contemplado tus ojos… Mas, ¿de qué me sirve a mí el secreto de la pirámide, de qué ese libro de los conocimientos del sabio Rey Salomón?
—¡Oh, rey! —dijo entonces el astrólogo—, estudiando ese libro he aprendido todas las artes mágicas y puedo por ello conjurar los genios que me ayuden a llevar adelante mis planes, sean los que sean… Domina ya mi saber el misterio del talismán de Borsa, y puedo convertir ese talismán, gracias a mis conocimientos, en una de las mayores gracias a vuestro servicio.
—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! —le respondió el rey con entusiasmo—. Vale más para mí ese talismán que todas las atalayas en las montañas y todos los centinelas en las lindes de mi reino… Dame, ¡oh, sabio hijo de Abu Ayub!, esa salvaguardia, y dispón de las riquezas todas de mi tesoro.
Ibrahim, para satisfacer de inmediato los deseos del monarca, se entregó a sus artes. Ordenó que se erigiese una gran torre sobre el palacio del rey, que se alzaba en lo alto de la montaña del Albaicín. Se levantó primero la torre con piedras de Egipto tomadas de una pirámide, y se dispuso en su parte superior una glorieta con cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales; había ante cada ventana mesas con tableros que presentaban, al modo de un tablero de ajedrez, un ejército miniado de jinetes y de infantes, con la efigie, tallada en madera, del príncipe que gobernaba en el territorio hacia donde miraba cada una de las ventanas. En cada mesa, además, se erguía una lanza también miniada, no mayor que una daga, en la que aparecían ciertos caracteres caldeos. La glorieta se conservaba constantemente cerrada por una gran puerta de bronce, con una cerradura de acero, y sólo el rey tenía la llave.
En la cúspide de la torre había una figura de bronce, que representaba a un lancero moro a caballo, fija a un eje, con el escudo al brazo y la lanza en alto, en actitud vigilante; mas si se acercaba el enemigo, se volvía la figura del moro hacia la parte por donde llegara y preparaba la lanza cual si estuviese dispuesto para el combate. Cuando estuvo acabado el artificio, todo era impaciencia en Aben Habuz, ansioso de comprobar las virtudes del talismán. Suspiraba el rey por ser invadido, tan ardientemente como antes había deseado la paz. Pronto vio satisfechos sus anhelos.
Una mañana hizo acto de presencia el guardián destinado a la vigilancia desde la torre, manifestando, muy impresionado, que el rostro del jinete de bronce se había vuelto hacia las montañas de Elvira y que su lanza apuntaba directamente al Paso de Lope.
Una mañana hizo acto de presencia el guardián destinado a la vigilancia desde la torre, manifestando, muy impresionado, que el rostro del jinete de bronce se había vuelto hacia las montañas de Elvira y que su lanza apuntaba directamente al Paso de Lope.
—¡Que toquen llamando a las armas los tambores y las cornetas, para que toda Granada esté en alerta! —ordenó Aben Habuz.
—¡Oh, rey! —dijo entonces el astrólogo—, que no se turbe la paz de vuestra ciudad, ni se llame a las armas a vuestros guerreros, pues no precisamos del auxilio de la fuerza para librarnos de vuestros enemigos. Haced que se retiren vuestros servidores y venid conmigo a la glorieta secreta.
Subió el anciano rey Aben Habuz la escalera de la torre, apoyándose en el brazo del aún más anciano Ibrahim Ebn Abu Ayub. Abrieron la puerta de bronce y entraron; vieron que estaba abierta la ventana que miraba al Paso de Lope.
—En esa dirección —dijo el astrólogo árabe— viene el peligro. Acercaos, ¡oh, rey!, y observad el misterio de la mesa.
Se acercó el monarca al tablero sobre el cual se hallaban dispuestas las figuritas de madera, y con gran sorpresa y deleite contempló que estaban en movimiento; hacían cabriolas los caballos y blandían sus armas los guerreros; resonaban en confuso y sordo clamor tambores y cornetas, el entrechocarse de las armas y los hierros, el relincho de los hermosos corceles… Todo aquel fragor de batalla, empero, no levantaba mayor ruido ni se percibía más distinto que el zumbido de una abeja o de una cigarra en los oídos de quien se ha tumbado en busca de reposo, adormecido a la sombra, en el calor del mediodía.
—Aquí, ¡oh, rey!, tenéis la prueba de que vuestros enemigos se hallan en movimiento, avanzando a través de las montañas… Creo que se encuentran ya en el Paso de Lope… Mas produciréis en ellos el pánico y la confusión, y les obligaréis a batirse en retirada, sin pérdida de vidas, con sólo golpear las figuras del tablero con el regatón de esta lanza mágica… Y si queréis que sea derramada su sangre, y causarles muchas bajas, tocad las figurillas con la punta…
Empalideció entonces Aben Habuz, erizándosele la blanquísima barba. Tembloroso y mortificado por la duda tomó en su mano la pequeña lanza.
—Hijo de Abu Ayub —dijo irguiéndose al cabo, centelleando sus ojos en una llamarada de satisfacción—, quiero que haya derramamiento de sangre.
Apenas pronunciadas estas palabras atacó armado de la mágica lanza a las figurillas pigmeas que se movían en la primera fila de la mesa y luego golpeó con el regatón de la lanza a las otras, sobre las que cayeron como muertas las anteriores. Le resultó difícil al astrólogo aplacar la furia de la mano del rey, tan pacífico hasta aquel día, y evitar así que exterminara por completo a sus enemigos.
Al fin consiguió que el monarca abandonara la torre para enviar una avanzadilla de sus tropas a fin de que explorasen el Paso de Lope. Al regresar sus hombres le dieron cuenta de que un ejército cristiano había llegado casi hasta Granada atravesando el corazón de la sierra; mas que entonces había estallado entre aquellas huestes una gran disensión, que les hizo volverse en armas los unos contra los otros, retirándose después los que salieron vivos de tan terrible carnicería. Aben Habuz parecía en estado de transportación por el júbilo que le invadía, toda vez que había comprobado las bondades del talismán.
Al fin consiguió que el monarca abandonara la torre para enviar una avanzadilla de sus tropas a fin de que explorasen el Paso de Lope. Al regresar sus hombres le dieron cuenta de que un ejército cristiano había llegado casi hasta Granada atravesando el corazón de la sierra; mas que entonces había estallado entre aquellas huestes una gran disensión, que les hizo volverse en armas los unos contra los otros, retirándose después los que salieron vivos de tan terrible carnicería. Aben Habuz parecía en estado de transportación por el júbilo que le invadía, toda vez que había comprobado las bondades del talismán.
—Al fin —exclamó llevado de su gozo— podré disfrutar de una vida tranquila teniendo bajo mi férula a todos mis enemigos. ¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! ¿Qué puedo darte en recompensa por tanta bendición como has hecho que sobre mí se derrame?
—Las necesidades de un anciano filósofo son pocas —dijo el astrólogo—; sólo os pido los medios necesarios para hacer de mi cueva una ermita. Con eso me daré por satisfecho.
—¡Cuán noble y digna de elogio es la morigeración en las costumbres de un hombre verdaderamente sabio! —dijo Aben Habuz, tranquilizado y contento por lo poco que le pedía el astrólogo.
Llamó después el rey a su tesorero, ordenándole de inmediato que pusiera a disposición del astrólogo cuanto precisara para erigir una ermita bien adornada. Dispuso entonces el sabio Ibrahim que se horadase la dura roca para hacer en ella diversos aposentos, de forma que tuviera a su disposición una serie de habitaciones unidas a su sala de astrólogo, y las amuebló con lujosas otomanas y preciosos divanes, cubriendo además las paredes con las mejores sedas de Damasco. «Soy ya muy viejo —decía el astrólogo— y no puedo por ello hacer que reposen mis huesos en un lecho de piedra; estas paredes tienen que estar así de bien cubiertas pues es mucha la humedad que rezuman».
Mandó también que se construyeran allí baños, que usó en adelante con toda clase de perfumes y de las más ricas y aromáticas esencias. «El baño —decía— es necesario para aliviarme las dolencias propias de mi edad y para devolver a mi mente la frescura consumida en mis largas jornadas de entrega al estudio». Hizo Ibrahim que también le colgaran en las habitaciones innumerables lámparas de plata y de cristal, que llenaba de un fragante aceite para quemar, preparado según cierta receta que había descubierto en las tumbas egipcias. Era un aceite perdurable y hacía que de las lámparas dimanara un resplandor tenue como el de la suave luz del alba. «La luz del sol —aseguraba el astrónomo— resulta en exceso deslumbrante y violenta para los ojos cansados de un anciano; la luz de estas lámparas, sin embargo, es la más propia para que un filósofo se entregue a sus estudios».
El tesorero del rey Aben Habuz casi gruñía de rabia ante las peticiones de oro que a diario le hacía el astrólogo para su solitario retiro, por lo que llegó a protestar ante el rey. Aben Habuz se encogió entonces de hombros y le dijo: «Seamos pacientes. Este hombre se inspira, para construir su retiro y filosofar tranquilo, en el interior de las pirámides de Egipto y en las inmensas y sobrecogedoras ruinas de aquel país.
Todas las cosas tienen su fin, y pronto acabarán los arreglos y el adorno de su cueva». Habló con sabiduría el rey, pues no tardó mucho más tiempo en quedar concluida la disposición de la cueva tal y como la quería el anciano, que al fin la pudo ver lucir como un suntuoso palacio subterráneo. El sabio se mostró muy satisfecho, y se encerró durante tres días seguidos, entregado en cuerpo y alma a sus estudios filosóficos. Pero cuando volvió a dar señales de vida, se presentó de nuevo ante el tesorero del rey para pedirle una cosa más:
Todas las cosas tienen su fin, y pronto acabarán los arreglos y el adorno de su cueva». Habló con sabiduría el rey, pues no tardó mucho más tiempo en quedar concluida la disposición de la cueva tal y como la quería el anciano, que al fin la pudo ver lucir como un suntuoso palacio subterráneo. El sabio se mostró muy satisfecho, y se encerró durante tres días seguidos, entregado en cuerpo y alma a sus estudios filosóficos. Pero cuando volvió a dar señales de vida, se presentó de nuevo ante el tesorero del rey para pedirle una cosa más:
—Quiero —le dijo— algo que me es muy necesario; quiero un leve asueto para los momentos en que me vea obligado a descansar de mis arduos esfuerzos mentales.
—¡Oh, poderoso Ibrahim! —respondió el tesorero—. Pide, que te daré cuanto tu soledad apetezca… ¿Qué deseas ahora?
—Deseo unas cuantas bailarinas que me entretengan…
—¡Unas bailarinas! —exclamó el tesorero, asombrado.
—Sí, unas bailarinas —dijo con enorme severidad el anciano—. Y que sean además jóvenes y hermosas, para que mis ojos se recreen en ellas, porque la presencia de la juventud más bella alivia el ánimo… Tampoco hace falta que sean muchas… Soy un filósofo de muy buen conformar y de hábitos sencillos, me conformo con poco…
Mientras Ibrahim Ebn Abu Ayub pasaba así de grata y sabiamente el tiempo en su cueva, el antes pacífico Aben Habuz seguía capitaneando guerreras campañas contra las figuritas de las mesas de la torre. Así hacía más grande su gloria un monarca valetudinario como él, que como quien se entrega a una rutina apacible podía disponer del curso de la guerra cómodamente, barriendo desde la glorieta mágica a todos los ejércitos que osaran enfrentársele, más fácilmente que si de acabar con un enjambre de moscas se tratase. Gozaba hasta extremos inconcebibles con eso, que se había convertido en una diversión para él, y hasta urgía a la batalla a sus vecinos, insultándoles y provocando sus incursiones… Mas tantos y tan continuados eran los desastres bélicos que sufrían, que al fin, desesperados, no volvieron a asomarse siquiera a las tierras que gobernaba el anciano monarca. Hubo, así, largos meses de paz en los que pudo quedarse en su quietud de estatua el jinete de bronce armado de lanza y escudo. Pero Aben Hazub, complacido por tal estado de cosas al principio, acabó sintiendo una fuerte nostalgia de su gloria, y se mostró impertinente y de mal humor por el aburrimiento que le causaba aquella monótona paz. Al fin, un día giró bruscamente el jinete de bronce, y bajando la lanza apuntó a las montañas de Guadix. El rey Aben Habuz se apresuró, pues, a dirigirse a la mágica glorieta, ansioso de capitanear de nuevo la ofensiva… Cuál no sería su sorpresa, sin embargo, al ver que las figuritas del tablero mágico permanecían inmóviles. Perplejo, incluso aturdido por lo que tomó por una ofensa, dio la orden de que sus mejores tropas explorasen las montañas, tropas que regresaron tres días después.
—Hemos hecho —le dijo quien mandaba la partida— un reconocimiento detenido del terreno y no hemos visto ni un solo yelmo, ni una sola lanza… No hemos dado más que con una doncella cristiana, de una hermosura deslumbrante, que dormía junto a un manantial sin duda para reparar sus fuerzas agostadas por el calor del mediodía… Cautiva y a vuestra merced está la doncella, ¡oh, nuestro señor y soberano!
—¡Una doncella cristiana de exquisita belleza! —exclamó Aben Habuz con un brillo especial en los ojos—. Traedla rápidamente ante mí.
Pronto fue obedecido. Era verdad que su belleza era inenarrable. Estaba ataviada la cautiva con el lujo y los adornos comunes a los hispanogóticos en los años de la conquista árabe. Entretejidas en sus trenzas negras y relucientes, brillaban blancas perlas; en su frente, joyas que rivalizaban con el fulgor de su mirada; en el cuello, una cadena de oro de la que pendía una pequeña lira de plata que le llegaba al seno. Los relámpagos que salían de sus negros ojos refulgentes hicieron que reviviera la llama a punto de apagarse en el corazón de Aben Habuz, que experimentó un dulce mareo ante la voluptuosidad que envolvía a la cautiva.
—Mujer, la más hermosa entre todas las mujeres, ¿quién eres y qué haces? —preguntó el rey a la cristiana, contemplándola como en éxtasis.
—Soy la hija de un príncipe godo que hace no muchos años reinaba en estas tierras… Las tropas de mi padre han sido derrotadas definitivamente, como por arte de magia, en estas mismas montañas. Mi padre está en el destierro, y yo, su hija, sufro ahora como vuestra cautiva…
Ibrahim Abu Ayub se acercó entonces al rey y le dijo en voz baja:
—Cuidaos, ¡oh, Aben Habuz!, de esta mujer, pues puede tratarse de una hechicera del norte, de esas de las que dicen en nuestros países que saben adoptar las formas más seductoras para engañar a los incautos… Puedo leer en su mirada la brujería que la anima y adivino ya el arte de sus conjuros sólo por la manera en que habla y se mueve… Ella era, mi rey, el enemigo al que apuntó con su lanza el talismán.
—Hijo de Abu Ayub —le respondió el soberano—, eres un sabio, puedo dar fe de ello, y además un mago extraordinario… Pero me parece que poco o nada sabes acerca de las mujeres… En este aspecto tan grato de la vida, te digo que no cederé en mis conocimientos y gustos ante hombre alguno… ¡Ni ante el propio y sabio Salomón lo haría, aun y cuando tantas esposas y concubinas tuvo! Esta doncella, puedes estar seguro, no me hará daño alguno; su hermosura merece ser admirada y gustada; ya se deleitan mis ojos en su sola contemplación…
—Escuchadme, señor —rogó el astrólogo al rey—. Os he procurado gloriosas victorias con mi talismán y no os he pedido más que cuanto me era necesario para poner mis conocimientos a disposición de este reino… Otorgadme como premio, pues, esta cautiva perdida para que su lira de plata me sirva de esparcimiento en mis soledades… Si en verdad se trata de una hechicera, poseo yo conjuros suficientes como para que sean vanos sus malignos esfuerzos.
—¿Quieres más mujeres? ¿Y cómo es eso? —se opuso el monarca, exaltado y casi fiero, a la petición del astrólogo—. ¿Acaso no tienes ya cuantas bailarinas deseas para recrear tus ojos y divertir tus descansos?
—Son bailarinas, señor, sólo bailarinas, como bien decís —dijo el astrólogo—; mas cantantes, ninguna… Y os aseguro que me placería mucho oír una dulce voz que con sus armoniosas canciones relevara mi ánimo del peso que tanto me agobia, el de las horas dedicadas al estudio y a la meditación.
—Mejor harás concediendo una tregua a tus insaciables peticiones de ermitaño solitario —le dijo el rey, inquieto y molesto—. Quiero para mí a esta doncella, en la que adivino placeres y alegrías, y tanto gozo y tamaño regalo como David, padre del sabio Salomón, encontró en la amistad de Abishag la Bienamada…
Siguió insistiendo en su ruego el astrólogo, alegando nuevas razones que no sirvieron más que para acrecentar el disgusto y la impaciencia del monarca. Al fin dejaron de hablar los dos ancianos, ambos con gesto agrio y ojos de furia. El astrólogo fue a encerrarse entonces a su cueva para estar a solas con la desilusión que le había causado la rotunda negativa de Aben Habuz. Mas no tardó mucho en romper su propósito; quiso dar nuevo aviso al rey y aconsejarle que observara cautela y vigilancia sobre tan peligrosa cautiva cristiana. Pero ¿acaso hay enamorado en la senectud que preste oídos a consejos, por sabios que sean? Aben Habuz ya no atendía sino al influjo de su pasión, ya no perseguía otro afán que hacerse grato a los ojos de la hermosa cristiana; quería compensar la juventud que no tenía con las riquezas y tesoros que poseía en abundancia; cuando un anciano se enamora resulta en verdad generoso… No hubo en todo el Zacatín de Granada ricas sedas con que no se cubriese la doncella, ni exquisitas esencias con las que no se perfumara, ni joyas valiosas, ni adornos de puro capricho, que el generoso monarca no pusiera, pródigo y presto, ante ella. Cuanto de mayor rareza y valor llegaba de Asia y de África, pronto lo tenía en sus manos la cristiana. Se crearon para ella, además, los más diversos espectáculos y diversiones, tales como torneos, sueltas de toros, canciones, bailes… Granada fue por aquellos días una ciudad en la que no cesaban las fiestas y la alegría. La princesa gótica todo lo vivía con el aire que es propio de quien tiene por costumbre las excelencias superlativas. Recibía todo cuanto en su honor se hacía como lo que era propio de su rango, y más aún de su hermosura, porque exige la belleza que se le rindan mayores tributos que los que se dan al rango…
Parecía además entregarse a un secreto placer excitando a Aben Hazub para que gastara enormes sumas de dinero, que iban agotando el caudal de su tesoro, para luego aceptar como la cosa más natural del mundo los costosos obsequios, los agasajos delirantes, sin concederles la mínima atención ni aprecio. Con tamaña munificencia, sin embargo, es lo cierto que el generoso monarca no podía jactarse aún de haber hecho cautivo el corazón de la cristiana; es cierto, empero, que jamás lo humilló ella con gesto alguno de desprecio, pero no es menos verdad que nunca le halagó siquiera con una sonrisa. Cada vez que el anciano rey le expresaba su pasión, comenzaba ella a tañer su lira de plata, de la que extraía tan encantadores como místicos arpegios; así se apoderaba del rey la indolencia y quedaba al punto adormilado para caer no mucho más tarde en un sueño profundo del que despertaba vigorizado aunque con la pasión antes encendida ahora esfumada… Sufría en su galanteo, pero en sus letargos gozaba de sueños deliciosos que le esclavizaban aún más los sentidos. Granada se burlaba de su ceguera y de su infatuada pretensión de amante, las gentes de su reino censuraban ya abiertamente aquella actitud por la que gastaba el oro para no obtener más que la música de la lira de plata de la cristiana.
Al final, un claro peligro acabó por amenazar la tranquilidad del monarca y la seguridad de su reino, un peligro del que no avisó el talismán de la glorieta. Estalló una insurrección en la capital del reino y una turba asedió en armas su palacio, amenazando su vida y la de la cautiva cristiana. Latió entonces el corazón de Aben Habuz con la fuerza del espíritu guerrero que lo guió en otros tiempos, se puso al frente de un grupo de fieles y leales, puso en fuga a la turba en armas que lo asediaba y no reparó en medios hasta aplastar contundentemente la insurrección. Restablecida la calma, llamó al astrólogo, que apuraba en su encierro el amargo cáliz del resentimiento… Aben Habuz, sin embargo, le habló en tono conciliador y amistoso:
—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! Bien hiciste en predecirme los peligros que habría de acarrearme mi amor por la bella cautiva… Dime ahora, tú que tan certeramente adivinas las contrariedades que nos reserva el porvenir, dime qué he de hacer para evitarlas.
—Alejad de vuestro lado a esa infiel cautiva, que es la causa de todo lo malo que os acontece —respondió el astrólogo.
—¡Antes prefiero perder mi reino! —clamó soberbio el monarca.
—Estáis, señor, en situación de perder vuestro reino y a la cautiva —le dijo el sabio.
—No te muestres así de inflexible y colérico conmigo —rogó el rey al astrólogo—; tú, el más sabio de los filósofos, compadécete de mi doble angustia de rey y enamorado, y dispón, te lo ruego, los medios necesarios para preservarme de los males que me amenazan… No me importa la gloria, puedes creerlo, ni el poder; sólo anhelo un dulce reposo… ¡Cuánto me gustaría encontrar un asilo lejos del mundo, de sus pompas vanas, de sus honores, de los cuidados que hay que observar de continuo! ¡Cuánto me gustaría dedicar lo que me quede de vida al sosiego y al amor!
Le miró el astrólogo árabe con los ojos muy abiertos bajo sus pobladas cejas y le respondió así:
—¿Qué recibiré a cambio, si os doy ese retiro al que aspira vuestra majestad?
—Pide tú mismo la recompensa que consideres más justa; ten por seguro que, si está al alcance de mi mano y de mi poder, será tuyo lo que desees… Tenlo por tan cierto como que está viva mi alma.
—¿Conocéis, ¡oh, rey!, la historia del jardín de Irem, unos de los mayores portentos de la feliz Arabia? —preguntó el astrólogo al su rey.
—Algo sé de tan hermoso vergel; muchas de sus maravillas me han sido contadas por labios peregrinos al regresar de La Meca —respondió el rey—. Además El Corán le dedica páginas que titula «El amanecer»… Pero, debo confesártelo, siempre he tenido todo eso por fábulas imaginadas por gentes con una mente muy impresionable; fábulas, nada más, como son los cuentos con que intentan complacerme los viajeros que llegan a mi reino desde países remotos, y aun impresionarme con sus aventuras prodigiosas y con sus no menos coloristas descripciones de lugares que, empero, no aciertan a situar en este mundo…
—Jamás despreciéis, ¡oh, rey!, lo que os cuenten los viajeros, porque sus cuentos envuelven muy valiosos conocimientos revelados en los más recónditos confines de la tierra… Sabed que casi todo lo que vulgarmente se dice y se habla del palacio y del jardín de Irem es verdad… Yo he tenido el gozo de contemplarlo con mis propios ojos. Oíd mi aventura, pues, que en ella encontrará vuestra majestad algo que mucho tiene que ver con lo que me ha sido solicitado… Señor, en los días de mi juventud primera, cuando sólo era yo uno de los muchos árabes de los desiertos, me dedicaba a cuidar con esmero los camellos de mi padre. Una vez, mientras atravesaba el desierto de Ade, se descarrió uno de ellos y no lo encontré… Lo busqué en vano durante días y más días; al final, fatigado, sin fuerzas para seguir, me eché a reposar bajo una palmera, junto a un manantial, y me quedé dormido a la hora del meridiano. Cuando desperté me hallaba a las puertas de una ciudad; entré, recorrí sus calles, sus mercados y sus grandes plazas, pero a nadie encontré allí, todo estaba en completo silencio. Seguí mi vagabundeo por la ciudad, hasta que arribé a un palacio suntuoso que tenía el jardín adornado con fuentes y estanques magníficos; un jardín pleno de flores extraordinariamente hermosas y de árboles pródigos en fruta. Mas seguía sin ver a nadie. Angustiado por aquella soledad tan extraña, me apresté a abandonar el lugar; salía ya por las puertas de la ciudad cuando volví los ojos para verla por última vez… Mas la ciudad, señor, se había esfumado… No vieron mis ojos sino el desierto inabarcable, solitario y silencioso… Caminé un poco más, asombrado, y me crucé al fin con la única persona que veía en mucho tiempo, un viejo derviche que conocía bien las tradiciones y los secretos ocultos en aquellos extraños parajes. Naturalmente, y pues me hallaba grandemente impresionado, le conté cuanto acababa de sucederme.
-Éso que has visto —me dijo el derviche— es el tan renombrado jardín de Irem, una de las maravillas del desierto, pues sólo se aparece muy de tarde en tarde a algún vagabundo o a un viajero como tú, para hacer que goce con la contemplación de sus torres, de sus palacios, de sus jardines extraordinariamente hermosos, de sus árboles frutales tan ricos… Pero muy pronto se desvanece y no queda más que el desierto. Hace muchos años, cuando los aditas moraban en este país, el rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, fundó aquí una ciudad llena de esplendores; una vez terminada su construcción, admirando que estaba el rey tanta maravilla, se le envaneció su corazón de por sí orgulloso, y así, engreído, decidió edificar un palacio rodeado de frondosos vergeles que rivalizaron, es verdad, con los que dice el Corán que hay en el Paraíso… Naturalmente, no tardó en caer sobre su obra la maldición de los cielos; Sheddad y todos sus súbditos fueron barridos de la faz de la tierra y su espléndida ciudad y sus jardines cayeron bajo un hechizo perpetuo, que los oculta a la vista de los humanos, salvo en contadas ocasiones como la que tú has tenido la suerte de gozar. Así castigó el cielo la soberbia de aquel rey.
Hizo una pausa el venerable Ibrahim en su relato, y siempre ceremonioso prosiguió:
—Así, ¡oh, rey!, esta historia y las maravillas que me fue dado contemplar siempre están en mi recuerdo. Tras muchos años, hallándome a la sazón en Egipto, y en posesión ya del libro de los conocimientos del sabio Salomón, decidí volver a visitar el jardín de Irem. Tuve la fortuna de que se me revelara de nuevo en toda su magnificencia. Tomé entonces posesión del palacio de Sheddad y pasé varios días en su fantástico paraíso celestial en esta tierra… Los genios que custodiaban el lugar obedecieron mi poder mágico y me descubrieron los hechizos a que ha quedado eternamente conjurado el jardín, y que lo hacen invisible a los ojos del hombre común… Para mi rey puedo hacer, señor, otro palacio y otro jardín iguales, aquí mismo, en las montañas que dominan la ciudad… ¿Acaso no soy dueño de los encantamientos más ocultos? ¿Acaso no me hallo en posesión del libro de la sabiduría de Salomón?
—¡Oh, sabio hijo de Abu Ayub! —exclamó Aben Habuz con la voz trémula de 22 Descendientes de Ad, nieto de Cam, y fundadores de numerosos pueblos árabes.
—Eres un gran viajero y has visto y aprendido, por ello, cosas que maravillan… Te pido, así, que de tu erudición me crees un paraíso semejante al que has descrito, y pídeme en premio y justo pago lo que más apetezcas, no importa si se trata de la mitad de mi propio reino…
—¡Magnífico! —exclamó satisfecho el astrólogo—. Bien sabéis, señor, que soy un anciano y un filósofo que se conforma y satisface con poco… Sólo os pido que me sea entregada la primera bestia con su carga que cruce el mágico portal del palacio que os construiré…
Sorprendido por lo que parecía tan poca cosa, el monarca aceptó de inmediato. Muy pronto puso manos a la obra el astrólogo. En la cima de la montaña que se alzaba sobre sus aposentos subterráneos, erigió Ibrahim una barbacana que llevaba al centro mismo de una sólida torre. Dispuso un pórtico exterior de elevado arco y un umbral guardado por puertas tan hermosas como pesadas. Esculpió el sabio, además, una llave en el dintel, y en la clave del pórtico exterior, aún más alto, una mano gigantesca. Eran, la llave y la mano, poderosos talismanes ante los que dijo frases y sentencias en una lengua desconocida para los moradores del reino. Cuando estuvo acabado el vestíbulo, se encerró en su gabinete astrológico, entregándose el anciano Ibrahim a sus muy ocultas artes del encantamiento. Tardó tres días en salir a la luz, y cuando lo hizo subió a la montaña y en la cima estuvo hasta hora muy avanzada de la noche. Luego fue ante la presencia de Aben Habuz y le dijo:
—He acabado, ¡oh, rey!, mi tarea. Sobre el ápice de la montaña se alza uno de los palacios más hermosos que jamás haya podido imaginar la fantasía humana; un palacio cuya sola contemplación halaga los latidos del corazón como ningún otro a lo largo de los tiempos. Hay allí salones y galerías, vergeles primorosos, fuentes de agua pura, fragantes baños… Toda la montaña es, señor, un paraíso… Y al igual que en el jardín de Irem, lo protege un poderoso encantamiento, el más eficaz que pensarse pueda; un hechizo que lo esconde de la contemplación ambiciosa de los mortales, salvo aquellos que poseen el secreto de sus poderosos talismanes.
—¡Maravilloso! —exclamó Aben Habuz, feliz—. Mañana con las primeras luces del alba subiremos para tomar posesión de tanta belleza.
El monarca, de tan feliz como se sentía, apenas pudo conciliar el sueño aquella noche. Aún no habían asomado los rayos del sol por las blancas cumbres de Sierra Nevada, cuando el rey, acompañado de su séquito, montaba el mejor de sus caballos e iniciaba la subida por la estrecha pendiente que conducía a la cumbre. A su derecha, sobre un hermoso palafrén blanco, iba la princesa goda, engalanada con las más ricas joyas y con su lira de plata al cuello. El astrólogo marchaba a la izquierda del rey, a pie, pues nunca gustó de cabalgar, con su báculo labrado de jeroglíficos. Aben Habuz parecía ansioso; no lograba ver el refulgente palacio prometido, ni los primorosos jardines anunciados.
—Tal es precisamente el misterio —le respondió el astrólogo a una de sus preguntas —, y tal es la salvaguardia del palacio. No se divisará hasta que, cruzada su puerta encantada, nos encontremos en el lugar idóneo.
Estaban ya en el pórtico cuando se detuvo Ibrahim y señaló al soberano la llave y la mano esculpidas en el arco.
—Ahí tenéis, señor, los talismanes que guardan la entrada de vuestro paraíso; hasta que la mano no alcance la llave y se apodere de ella, no habrá poder terrenal ni artificio mágico que prevalezca contra el señor de esta montaña…
Aben Habuz contemplaba maravillado los talismanes cuando lo adelantó el palafrén de la cristiana cautiva, que cruzó así el pórtico y los umbrales. Entonces exclamó jubiloso el astrólogo:
—¡Ahí está la recompensa que me habíais prometido, oh, mi rey! Ahí está la primera bestia que cruza la mágica puerta con su carga…
Aben Habuz sonreía ante lo que suponía una broma de su astrólogo, pero al momento lo supo anhelante de su premio y le dominó una cólera tal que se le erizaron las barbas de tanta indignación como sentía.
—Hijo de Abu Ayub, ¿qué te propones? —le dijo con suma dureza—. Sabes bien cuál es el significado de mi promesa; te será otorgada la primera bestia de carga que cruce ese umbral, así que hazte dueño, si quieres, de la mula más grande y fuerte de mis establos, cárgala con lo más caro de mi tesoro y oblígala a atravesar el pórtico… Pero no oses reclamar a la mujer que es la más deliciosa alegría de mi viejo corazón.
—¿Y para qué quiero yo riquezas? —dijo con desdén el astrólogo—. ¿Acaso no poseo el libro de la erudición del sabio Salomón, que puede proporcionarme cuando me venga en gana los más ricos tesoros? Me habéis dado vuestra palabra, señor, y por eso me pertenece la princesa cristiana, que os reclamo como mía…
La princesa, entonces, miró altiva desde su montura, mostrando su rostro una sonrisa de desprecio hacia aquellos dos hombres por la disputa que mantenían. Se reía de la delirante senectud del soberano y su astrólogo, que pugnaban por su belleza. Y mucha más risa causó a la princesa el monarca, cuando al perder toda su mayestática prudencia gritó al otro:
—¡Eres el hijo más vil y ruin de los desiertos! Podrás dominar muchos artificios, pero no disputarme el poder. ¡Y no intentes burlar a tu rey y señor!
—¡Mi señor y mi rey! —dijo el astrólogo, mofándose del soberano—. No sois más que el soberano de una montaña y reclamáis poder sobre mí, que poseo los talismanes de Salomón… Pues bien, Aben Habuz; manda en tu despreciable reino y sigue engañándote con el paraíso de tus montañas… Yo seguiré en mi filosófico retiro, riéndome de tu necedad.
Golpeó entonces el suelo con su báculo, tomó por las bridas al palafrén de la princesa cristiana y la hizo pasar por el centro de la barbacana. La tierra, ante el asombro de todos, se cerró después tras el sabio, que se llevaba a la princesa y su caballo. Ni huella quedó de ellos. Aben Habuz quedó mudo de asombro e ira. Ordenó después que un ejército de cavadores trabajasen sin parar con el pico y la azada, en busca del astrólogo y la princesa. Fueron vanos todos sus esfuerzos; el duro pedernal del seno de la montaña resistía todos sus ataques; cuando al fin lograban ahondar apenas un par de metros, al punto se cubría el hoyo. Buscó Aben Habuz en la falda de la montaña la entrada de la cueva que llevaba a los aposentos subterráneos del astrólogo, pero también resultó vano su afán. Donde antes estaba, ahora sólo había roca. Con la desaparición de Ibrahim Ebn Abu Ayub se fue también el poder benéfico de los talismanes. El guerrero de bronce seguía fijo, como clavado en su caballo, pero con el rostro vuelto hacia la montaña y la lanza apuntando al lugar por el que había descendido al interior de la tierra el astrólogo, como si allí estuviera emboscado y al acecho el enemigo más terrible del rey. De tarde en tarde se oían débilmente, como desde el duro corazón de la montaña, armoniosas músicas que acompañaban el delicioso canto de una voz de mujer. Un buen día llevó hasta Aben Habuz un montañés la noticia de que en la noche anterior había descubierto una hendidura en la roca, y que asomándose cuanto le fue posible logró ver una sala subterránea dentro de la cual descansaba el astrólogo en un hermoso diván, adormecido por la lira de plata de la princesa cristiana, cuya música parecía tener un poder asombroso sobre el anciano. Aben Habuz reanudó entonces, con nuevos bríos, la búsqueda del astrólogo, valiéndose ahora del montañés como guía. Mas no logró desenterrar a su rival en amores…
El hechizo de la mano y de la llave contrarrestó todo su poderío de monarca, y en la cima de la montaña, el sitio del jardín y del palacio prometidos, seguían desnudos, sin maravilla alguna ante la que deleitarse; todo era estéril y baldío; hasta el hermoso campo florido de otros tiempos parecía oculto como por arte de encantamiento, como si no hubiera sido más que una fantasía del anciano Ibrahim.
Esto último, por cierto, es lo que prefirieron pensar desde aquel entonces las gentes del lugar; así, mientras unos dieron a aquel paraje el nombre de La locura del rey, otros lo llamaron El paraíso de los tontos… Mas no pararon ahí las desgracias y las desventuras de Aben Habuz. Aquellos a quienes despreció y contra los que hizo la guerra de forma harto sangrienta, con la fuerza del talismán de su guerrero de bronce, apenas supieron que al anciano monarca ya no contaba tan mágico encantamiento, no hacían sino invadir una vez y otra su reino, trocando su antaña y plácida existencia de soberano en el ocaso de sus días en una sucesión de revoluciones inquietantes. Y murió un día Aben Habuz, y se le dio sepultura… Allí, en tan mágica montaña, se erigió pasados los tiempos la Alhambra, que rememora los esplendores y las delicias del fabuloso jardín de Irem. Aún se alza en toda su belleza, completa y firme, la puerta hechizada, protegida sin duda por la mano y por la llave misteriosas; es la puerta conocida hoy como de la Justicia, que da entrada al castillo. Bajo tan mágico lugar dormita en su palacio subterráneo el astrólogo, arrullado en su diván por la deliciosa música de la lira de plata de la princesa goda. Los centinelas que montan guardia en la fortaleza oyen todavía a veces las claras melodías, sobre todo en el estío, y sin poder sustraerse a su influjo dormitan y hacen dejación de su guardia… Así de apacible y soñoliento es el lugar. Por ello no resulta exagerado decir que la Alhambra es la fortaleza que más invita a las ensoñaciones en toda la cristiandad. Todo este influjo, según la leyenda, seguirá siglo tras siglo; la princesa cautiva de hermosura impar lo será eternamente, sin irse del lado del astrólogo árabe, que a su vez seguirá eternamente encadenado al hechizo de su lira de plata, dormitando hoy y siempre, hasta que la mano empuñe la fatal llave y se desvanezca así el hechizo de la montaña encantada.
Washington Irving
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