Vélez, el 27 de abril
y los puentes de la historia
Ricardo Forster
El
largo, complejo, difícil, contradictorio, desafiante y tumultuoso camino
recorrido entre un 27 de abril de hace nueve años y la vigorosa movilización
que se hizo presente en el estadio de Vélez para acompañar, festiva y
militante, el recuerdo de aquel día insospechado y azaroso y este presente
impulsado por la potencia de una historia en movimiento, nos exige detenernos
en las distintas estaciones de este recorrido cargado de antiguas y nuevas
referencias y surcado, de lado a lado, por acontecimientos, decisiones y
conflictividades que le han dado otro rostro a la actualidad argentina.
Pero
Vélez también fue, y ya me ocuparé de eso, la verificación, una vez más pero
con mayor énfasis, del papel central, absolutamente central, de Cristina no sólo
en su rol de presidenta del país sino como punto de giro inigualable de la
política y de la conformación de un proyecto de transformación que, eso parece,
ha ido encontrando su liderazgo y, cada vez más, su sujeto social y militante.
Vélez
fue la evidencia de una continuidad y de una apertura. Continuidad de lo
iniciado, bajo condiciones limitadas y en el interior de un universo político
estallado, por la voluntad a contracorriente de Néstor Kirchner que, en
aquellos días famélicos de pueblo sosteniendo y saturado de pueblo hambriento y
desconfiado, vio nacer un proyecto que, tomando desprevenidos a los poderes
reales, ensanchó esa pequeña fisura en el muro de la dominación para avanzar
sobre lo que hasta muy poco tiempo antes era inimaginable, una audacia más
cercana al delirio que a la realidad de una sociedad que permanecía desquiciada
y aturdida por el grito decembrino de enronquecidas gargantas clasemedieras que
salieron a las calles de aquel fin de año tórrido de 2001 para exigir “¡Que se
vayan todos!” (el antiguo pero siempre resistente hilo de la antipolítica se
coló entre los pliegues de la “insurrección” porteña que, entre despechada y
abandonada, y cual mago capaz de sacar inusitados conejos de una galera
agujereada, se ofreció como la clase inmaculada que venía a expulsar del país a
la escoria de sus políticos venales). Kirchner, desconocido y portador de un
secreto legado supuestamente devorado por otros fuegos de la historia, navegó
las aguas arremolinadas invirtiendo la dirección hacia donde soplaban los
vientos huracanados de la catástrofe nacional.
Su figura desaliñada emergió de
un sótano frío y húmedo, de esos donde van a parar los trastos y los recuerdos
en desuso, y, con la voz despareja pero firme de quien sabe que a las
oportunidades hay que saber tomarlas en el momento adecuado, le dijo a una
sociedad desconfiada, escéptica y confundida que él “venía en nombre de una
generación diezmada” y que “no estaba dispuesto a dejar sus convicciones en la
puerta de entrada de la Casa Rosada”. Dos frases conmovedoras y extrañas cuya
verosimilitud terminaría de concretarse, en lo más profundo de una conciencia
juvenil emergente, una también inesperada y dolorosa mañana de octubre de 2010
mientras la sociedad se preparaba para una jornada de censo nacional.
Sin
ahorrarnos dificultades ni desasosiegos, el país, su mayoría popular, aturdida
por la peor de las noticias, fue a rendirle tributo al hombre que con coraje y
decisión vino a cambiar la historia.
Lo
cierto es que esa primera etapa del “kirchnerismo” (lo pongo entre comillas
porque todavía ese nombre era una hoja en el viento, apenas si la comodidad
periodística para nombrar lo que carecía de nombre mientras cosas insólitas
iban sucediendo en un país siempre listo para sorprenderse a sí mismo) estuvo
marcada por la reconstrucción posterior al cataclismo
social-económico-político-institucional que había lanzado a la Argentina al
abismo de su propia desdicha, como si las esquirlas envenenadas de la dictadura
finalmente hubieran hecho blanco en el cuerpo de una sociedad extraviada y sin
horizonte. Kirchner, en esos años iniciales, hizo el trabajo de bombero y de
removedor de escombros al mismo tiempo que se puso el traje de albañil para ir
rehaciendo el edificio de una nacionalidad en ruinas. Para eso actuó con
decisión, con astucia y sin renunciar, en ningún momento, a sus convicciones
pero sabiendo que en aquella etapa del inicio tan frágil (nunca dejaría de
recordar la entrevista en la que el director de La Nación le anunció que su
gobierno, si no se atenía a las políticas recomendadas por el establishment, no
duraría más allá del primer año), sería necesario acordar con dios y con el
diablo con tal de encontrar el aire suficiente como para salir a flote pero sin
renunciar a lo que no admitía negociación: avanzar hacia una política de
derechos humanos que fuera capaz de derogar las leyes de la impunidad y los
indultos abriendo, ahora sí, una genuina política de la memoria entrelazada con
una reparación jurídica. En ese abanico sorprendente que va del discurso en la
ESMA, allí donde pidió perdón en nombre del Estado nacional, hasta el
extraordinario momento en que ordenó que se bajara el cuadro de Videla, se
encierra la certeza de una inflexión histórica, la conciencia, para muchos
argentinos y argentinas –hasta ese momento escépticos–, de estar entrando en
una etapa no soñada que sabría encontrar otros acontecimientos superlativos (el
no al ALCA en Mar del Plata, la fabulosa quita de la deuda y la salida del FMI,
la ampliación del espectro de las jubilaciones para todos aquellos que habían
sido expulsados del sistema, la consolidación de una política latinoamericana y
la recuperación económica y salarial, para nombrar los más significativos).
Sin
la voluntad del flaco y desgarbado santacruceño, sin el núcleo irreductible de
sus convicciones atesoradas desde los días de su juventud, nada de lo ocurrido
hubiera sido posible. Porque hay momentos, únicos, en los que la historia se
quiebra y emerge lo nuevo, lo insospechado, aquello que enloquece lo establecido
y aceptado y abre una brecha por la que se produce un giro de esa misma
historia que va fluyendo hacia otras posibilidades. En estas apresuradas líneas
me gustaría rescatar desde esta perspectiva enloquecedora de la historia a la
figura de Néstor Kirchner. Él fue, como diría un John W. Cooke de este tiempo,
el “hecho maldito del país burgués”, la risa de los olvidados que regresaban
para ocupar, una vez más, su lugar en la escena. Esa misma risa, sumada ahora a
la del propio Kirchner, sobrevoló a la multitud militante, jóvenes sobre todo,
que se congregó en el estadio de Vélez para apiñarse alrededor de quien hoy
conduce el país en el sentido de la emancipación y la soberanía.
La
segunda etapa fue la del conflicto y la del desvelamiento. Se inició cuando la
rebelión agromediática intentó horadar la legitimidad del gobierno recién
plebiscitado de Cristina y buscó desencadenar lo que el colectivo Carta
Abierta, surgido en los días calientes de las rutas cortadas y de los piquetes
rurales, definió como una “acción destituyente”, poniéndole nombre a un desafío
antidemocrático que buscaba reinstalar el poder de decisión en su núcleo de
siempre. Fue el momento de la repolitización urgente y dramática de una parte
de la sociedad que comprendió lo que estaba en juego y le dio, a la experiencia
inaugurada en mayo de 2003, una mística y una identidad que todavía no había
logrado alcanzar. El 2008 sería el año del todo o nada, el punto de inflexión
que puso a prueba la fortaleza de un proyecto que, de un modo inusitado, había
alcanzado una independencia inimaginable teniendo en cuenta el escuálido apoyo
con el que contó. Cristina, todavía junto con Néstor Kirchner, enfrentó su hora
más compleja ejerciendo no sólo el derecho emanado de la soberanía popular sino
doblando la apuesta y dándole una elocuente señal al poder económico de quién
determinaría, en esta nueva encrucijada nacional, el rumbo del país.
En
aquellas jornadas, dominadas por la hegemonía de la corporación mediática que
había puesto todo su poder de fuego para doblarle la mano al Gobierno y dejarlo
exhausto y en soledad, lo que surgió fue una notable reconstrucción de la
memoria política asociada a la cristalización, ahora sí, de lo que llevaría el
nombre de “kirchnerismo”. Medidas de un notable calibre simbólico y de
significativas consecuencias estructurales, como lo fueron las reestatizaciones
de Aerolíneas Argentinas y del sistema jubilatorio se vieron acompañadas por lo
que podría llamar el “giro contrahegemónico” del Gobierno que comprendió que
una parte sustancial del partido se jugaba y se jugaría, de ahí en más, en el
territorio de lo cultural-simbólico, es decir, en la disputa por el sentido y
el relato tratando de romper el dominio casi absoluto que ejercía la
corporación mediática sobre la mayoría de la sociedad. Fue el tiempo en el que
se abrió la caja de Pandora de los medios concentrados de comunicación y el
inicio de una extraordinaria movilización que culminaría, al final del 2009,
con la aprobación de la nueva ley de servicios audiovisuales que puso en
evidencia hacia dónde comenzaban a soplar los vientos de la hegemonía cultural.
Esta
segunda etapa del kirchnerismo estuvo atravesada por el conflicto con las
corporaciones y profundamente signada por la consolidación de una identidad
político-cultural que produjo un notable cambio en la inercia despolitizadora
que había dominado la vida argentina desde la época de la desilusión
alfonsinista y cuya cristalización cínica contaminó la década menemista. Fue
también el tiempo de la expansión del proyecto nacional y popular sorteando los
momentos de máxima dificultad (la derrota de junio de 2009 fue leída por la
prensa hegemónica y alucinada por el grupo A, la nueva alianza opositora que
creyó ocupar el Congreso para, desde allí, limitar y finalmente destituir al
Gobierno, como el anuncio del fin de juego para el kirchnerismo, su crepúsculo
y su despedida de la escena). Nuevamente la respuesta fue doblar la apuesta y
sorprender, una vez más, a una oposición raquítica de ideas y deudora absoluta
de la agenda elaborada por la corporación mediática. De la Asignación Universal
a la ley de medios, la iniciativa política volvió a estar del lado del gobierno
nacional. El 2010 fue el año de la definitiva recuperación (y eso más allá del
brutal impacto de la muerte de Néstor Kirchner que, en todo caso, vino a
descorrer el velo de la mentira y de la infamia con la que los medios de
comunicación hegemónicos habían intentado cubrir la figura del ex presidente).
Fue el año de las movilizaciones del 24 de marzo, de las inolvidables y
multitudinarias jornadas del Bicentenario, de la decisión de utilizar las
reservas del Banco Central y de poner a su frente a Mercedes Marcó del Pont
desplazando al neoliberal Martín Redrado y que fue testigo, también, de la ley
de matrimonio civil igualitario. Un año tocado por el dramatismo de una muerte
inesperada que lejos de paralizar el creciente apoyo que venía teniendo el
gobierno de Cristina se transformó en caudaloso y definitivo reconocimiento
popular magnificado por el derrame militante de miles y miles de jóvenes. El 24
de octubre de 2011 cerró, con el triunfo apabullante por el 54% de los votos,
la segunda etapa y le dio su entrada a la tercera etapa que hoy estamos
viviendo.
Sin
abandonar la marca de origen del kirchnerismo, esa capacidad para sorprender e
invertir los efectos de una supuesta debilidad en momentos en que los poderes
económico-mediáticos buscan doblegar el espíritu transformador e irreverente
que viene desplegándose desde el 2003, Cristina, no bien se acomodó a la
caudalosa legitimación electoral, se dedicó a entrecruzar, por la vía del
discurso y de los hechos, tres ideas nucleares de su gobierno: la
profundización del modelo, la necesidad de una sintonía fina que viniera a
compensar los desequilibrios y la afirmación de que esta etapa debería estar
puesta bajo el signo de la igualdad. Rápidamente algunos creyeron o intentaron
hacer creer que estábamos entrando a una época de repliegue y de “ajuste” y que
la “sintonía fina” no era otra cosa, más allá de los ocultamientos, que un giro
a la derecha. Para tratar de marcar la cancha desde un principio, los poderes
económicos intentaron presionar sobre el dólar y aceleraron la fuga de
capitales. La respuesta, inmediata y contundente, fue exigir a las petroleras y
mineras que liquidaran sus divisas de exportación en el país y aplicar un
control a la compra de dólares. Pero, y como para aturdir todavía más a los
propulsores del repliegue, Cristina decidió ir a fondo con el Banco Central y
elevó la ley de reforma de la carta orgánica dándoles una herida de muerte a
los restos de neoliberalismo que todavía condicionaban a la entidad monetaria
nacional. Lejos de acatar los dictámenes provenientes de los recetarios del
anarcocapitalismo financiero, el kirchnerismo siguió apretando el acelerador
hasta llegar a la que, tal vez, sea la medida más trascendente de los últimos
años: la renacionalización de YPF.
Una
medida que irradia sobre la vida económica pero también lo hace sobre la
memoria histórica y la trama identitaria. Una decisión que se entrelaza con un
concepto de soberanía puesto en juego en el aniversario de Malvinas y que
establece el vínculo indisoluble entre la soberanía democrática, la social, la
territorial, la económica y la energética. YPF como símbolo subterráneo y
permanente de un país que se reconstruye parte por parte saliendo de décadas de
expropiación de derechos, de recursos naturales, de soberanía y de igualdad.
Muchas
cosas se dieron cita el 27 de abril en la cancha de Vélez: recuerdos de tantos
que ya no están y que ofrendaron sus vidas por un país más justo; consolidación
de la militancia juvenil, con La Cámpora como insignia de la memoria y el
presente, capaz de rebasar con su energía y entusiasmo un estadio alborozado
por las ideas de ayer y de hoy; la confluencia, como promesa de “la unidad y
organización” reclamada por Cristina desde el escenario principal, de aquellas
organizaciones políticas y sociales que le han dado forma y consistencia a la
extraordinaria novedad del kirchnerismo. Nueve años de una fecundidad que
parece inagotable y que proyecta una Argentina con cada vez más justicia,
democracia, soberanía e igualdad. Un puente construido a lo largo de nueve años
para que recorran, en un camino de ida y de vuelta, los sueños y los lenguajes
que volvió a poner en movimiento aquel hombre que supo caminar contra el viento
patagónico.