miércoles, mayo 16, 2012

Feria del Libro y un análisis de Horacio González - Foire du livre et une analyse de Horacio Gonzalez

Los lados de la Feria del Libro

Por  Horacio González.
Director de la Biblioteca Nacional
  
Siempre tuve un fiel acatamiento a las redundancias y tautologías; por lo tanto, la feria del libro siempre la pensé con… libros. No hay ninguna novedad en esto, salvo el ingenuo énfasis en lo que de por sí ya enuncia. Pero circulan un millón de personas –cálculo de los organizadores–, por lo tanto es un océano de voluntades peregrinantes que la visitan. Ellas son más literales que quienes la vemos del lado del libro. La marejada de gente, opíparo festín de los especialistas en consumos masivos, ven de la Feria… el lado “feria”. La resonancia milenaria que tiene el ir a la feria, no seré yo el que cometería la obviedad de destacarla una vez más. Me eximo de los detalles que sin duda nos llevarían al carácter fundador del comercio, de las actividades mercantiles como grado cero de la sociabilidad y el encuentro práctico o útil entre las personas. La conjunción, entonces, entre feria y libro –no una librería, no un supermercado, no un bazar, no un cine, no un free–shop, no un shoping center–, es un extraño engendro asumido por los lectores argentinos de manera gozosa y extraña. Con algo de devocional y un poco de cachadora resignación.
Una rara forma de amor se desarrolla antes esas fugaces librerías de utilería, con su asegurada finitud entre choripanes, radios que transmiten en vivo y televisores por doquier. El televisor, sin duda, no es el enemigo del libro. En las versiones más apacibles de la historia, es su amigo y compañero, bocina visual generosa que lo transmite en imagen y toma prestados sus textos porque –¡oh, sorpresa!– la televisión actual extiende cada vez lo que llama “zócalos” con textos. Textos rápidos, que suelen no coincidir con lo que se escucha en la banda de sonido y que tiene como secreta homologación las notas anónimas que le siguen a las notas firmadas de los diarios. Son éstos, textos que brotan del infierno y un impulso oscuro de degradación, acaso una perduración absurdamente insultante de los libros, salidos de un mercado de injurias y chabacanerías.
Pero no es así la Feria del Libro, los stands se prevén con anterioridad y muchos son finas construcciones de estudios de arquitectura. Hay que ver, la noche final de la Feria, mientras se escucha un borroso brindis de las autoridades por los parlantes –todo lo que lleva a un punto espectral de fusión la publicidad de los locales, las palabras de los conferencistas, los anuncios de actos, las canciones de los abundantes grupos musicales–, cómo se desarma una ciudad resignada que ya conocía su perentoria fugacidad. Se desclavan alfombras, se desmontan arcadas y mesadas. Todo en un santiamén, como si un apuro culposo los hubiera albergado a todos. Es la dimensión teatral de la Feria, de la transitoria comunidad que se había forjado, que como los grupos de saltimbanquis itinerantes, los volatineros o las murgas, le dan una fundamental importancia al momento de la llegada y al momento de la retirada. El tiempo mítico de la Feria cae entonces en el tiempo real.
¡Pero, qué! Siempre había existido el tiempo real, el libro es dueño de la escena y en la inauguración siempre se escuchan apologías al libro –no existen abjuraciones del libro, sí quemazones, pero es bueno aclarar que hay escritas muchas diatribas al libro, ingeniosas y dúctiles, pero en otros libros–, pero hay que escuchar los cálculos de los promotores, dueños de distribuidoras y librerías. Son componentes necesarios de la Feria del Libro. No podemos hablar allí de Oliverio Girondo –pongamos el caso–, sin pensar que metros más allá alguien evalúa si cayó, subió o “se salió empatado” en el nivel de ventas. 



Y después de esta necesaria mezcolanza de niveles, debemos encarar el verdadero corazón cultural de la Feria, su infinita e inagotable heterogeneidad. El libro parece único si lo tornamos expresión religiosa pero al revés de la famosa chanza de Mallarmé, el totalmente diverso. Hay un libro para cada cosa, actividad y pasión mundana. El libro existe para alcanzar al mundo. La Feria del Libro lo demuestra. Pero de repente, en medio del vocinglerío, de los miles de televisores prendidos, de los stands de las tablets –quizás los más concurridos–, entre una presentación de un best seller con cinco mil espectadores (¿tanto?) y un facsimilar de la Biblioteca Nacional (el facsimilar de la revista de Los libros, que se presentará con ¿50, 100 personas?), entre tanta disparidad, en fin, puede aparecer una vieja edición de Macedonio Fernández o Roberto Arlt. ¿Hay libreros de viejo en la Feria? No, pero puedo asegurar que ediciones náufragas del pasado, inesperadamente infiltradas –caramba con la palabra– entre tantos libros que son las apuestas de las editoriales, sean poderosas y pequeñas, suelen emerger como un acto reivindicatorio cuando los sonidos cesan y se retiran los promotores y vendedoras.
Es el espíritu de la Feria, que no deja de ser un mercado ni un laboratorio de experiencias con los grandes públicos, que no cesa de obligar a la pregunta de por qué se lee, cómo se lee, quiénes leen, por el hecho de que irrumpan las ediciones antiguas de la época en que no se conocían las palabras “stand”, “spot” o “target”. Pero irrumpen en este o aquel lector o bibliotecario, en aquel que vemos salir ahora mismo por Plaza Italia con su bolsita de algún puesto de nombre indescifrable, con su compra forzada o fantástica, que deberá delatar, entre los viajeros del subterráneo, que venía del bullicio perseverante que los argentinos dieron en llamar Feria del Libro.

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