domingo, agosto 26, 2012

Análisis: Crispados en la Política (parte 2) - Analyse: crispées en politique (partie 2)


Entre la descalificación y el desprecio, el clima de la política aparece como si existiera una confrontación terminal con tonos apocalípticos. Verdadero rasgo de época, la crispación tiende a negar al otro, a ocultar que, en realidad, no hay tantas diferencias. O a esconder las verdaderas diferencias


Eduardo Grüner: Crispaciones eran las de antes

Hace muchísimos años, Félix Schuster me enseñó la diferencia entre lo que él llamaba filósofos profundos y filósofos hondos. Los primeros (pongamos Descartes, Kant o Hegel) construyen grandes, elegantes y completos sistemas que son verdaderos monumentos de inteligencia lógica. Los segundos (pongamos, Kierkegaard o Nietzsche) se despreocupan del sistema para calar “hondamente”, con vena poética y/o trágica, en el alma, en las pasiones, en la carne. Unos apuntan al logos, los otros al pathos; unos a la cabeza, los otros al cuerpo. Los dos son necesarios, sin duda, y hay entre ellos entrecruzamientos, matices. Pero Félix tal vez me perdone si yo –aprovechándome de la invitación de este diario– imagino un tercer grupo: los filósofos crispados. Estos son los que, aunque sea coyunturalmente, han adoptado de manera excluyente una causa que los motiva a usar las armas de la crítica filosófica para estigmatizar, y si es posible demoler, las otras posiciones, que desde la crispación son necesariamente posiciones enemigas, irreconciliables. Marx tiene momentos así. O el propio Nietzsche, cuando siente que la crispación es más eficaz que la hondura. Heidegger también, aunque casi siempre arropa su crispación en “hondonadas” poetizantes. O Sartre, en textos como el prólogo a Los condenados de la Tierra y otros. Este señalamiento no pretende ser una crítica. Al contrario: muchas veces las ideas, cuando son verdaderamente fuertes –y no importa, en este momento, si son correctas o equivocadas– requieren, demandan, un tono crispado y hasta violento, un estilo de manifiesto exacerbado que aclare, con la nitidez de una navaja bien afilada, la posición. Pero aquella fortaleza de las ideas no proviene de las ideas por sí mismas. Mucho menos de la mera crispación de los enunciados. Hace poco –en algún pliegue de estas mismas doce páginas–- León Rozitchner explicaba, hondamente, por qué para hacer filosofía no bastaba, y más bien era un obstáculo, el saber del filósofo profesional. Pero también, siguiéndolo, se podría decir: para tener ideas fuertes, y una causa que defender, no basta la crispación retórica. Hay que, primero, sentir el cuerpo tironeado por una necesidad, no generada por la propia motivación de decir algo, sino porque mi decir crispado responde a un estado del mundo que se me ha vuelto intolerable. Y para eso, en efecto, tiene que estar en juego un mundo, y no una simple colección de anecdotarios más o menos triviales. Los autores que citábamos más arriba, en sus momentos más crispados, están haciendo política en la acepción más amplia pero más estricta, más virulenta pero más noble: sea para tomar partido en la lucha de clases, para denunciar el acontecimiento de la muerte de Dios, para recusar la “metafísica de la técnica”, para escupir diatribas contra el genocidio colonial (y, otra vez, no importa aquí nuestra opinión sobre cada una de esas cuestiones). La crispación es un momento de lo que se percibe como poniendo en juego el destino de la polis, de la Ciudad, del ser social en una instancia dramática de su historia, en un punto de no-retorno cuya percepción por parte de la sociedad tiene que ser puesta en palabras crispadas y crispantes, a los gritos si fuera menester.

No es eso, va de suyo, lo que están haciendo nuestros políticos actuales. La cotidiana crispación –ella sí, “retórica” en el sentido vulgar– que las palpitaciones de un año electoral consagran como gimnasia de oralidad mediática, es poco más que el abuso de lengua contra el permanente vacío con el que se enfrentan. Y no es que no haya materialidades bien dramáticas que afecten a la polis nacional. Es que el talante hegemónico –no estamos diciendo ninguna novedad– es precisamente el de no afilar la navaja de las verdaderas posiciones (si las hay) que, se cree, pudieran sobresaltar las curvas de medición de la intención de voto; y en particular las de la “clase media”, esa categoría ya constitutivamente vacía y residual, que por alguna enigmática razón pasa por ser la franja demográfica que decide el peso de las urnas.

Entonces –es nada más que un ejemplo propiciatorio–: la sociedad ruralista, quién sabe si acuciada por la reinante metafísica no de la técnica sino de la soja, presenta su reclamo crispado como si lo que estuviera en juego fuera el destino mismo del “ser nacional” (que, como se sabe, ha dependido siempre de los Shorthorn y el candeal) y no el ansia de tener ganancias fabulosas y no solamente espectaculares. Y el Gobierno responde crispadamente como si lo que estuviera en juego fuera, una vez más, una épica de emancipación nacional y popular respecto de las grandes oligarquías parasitarias, y no, otra vez más, el sempiterno tironeo de “interna” empresarial entre unos puntitos más o menos de la renta agraria versus otros puntitos más o menos de la renta industrial, etcétera. Y el misterioso “valijero” con sus torpes ochocientos mil verdes crispa los discursos mediáticos, y sobre todo los silencios tensos de las partes implicadas, como si lo que estuviera en juego fuera el futuro del socialismo del siglo XXI chavista, o la gran conspiración antibolivariana que frustrará definitivamente el gran relato de la unidad latinoamericana, y no alguna maniobrita de cuarta para descolocar quién sabe a quién, o sencillamente la palurdez de un vivillo demasiado seguro de sí mismo. 



Y la mudanza de la policía a propiedad de Buenos Aires crispa el “debate” (es una manera de decir) parlamentario, como si lo que estuviera en juego fueran las grandes hermenéuticas críticas a propósito de la noción de seguridad, y no los tira-y-afloja contables que podrían incidir en el futuro humor de la sacrosanta porteñidad. En cambio, ninguna crispación discursiva escuchamos por aquí a propósito de Irak, de Somalía, de Haití, o mucho menos de la solución final (así la llamó el futuro Jefe local, créase o no) para la Villa 31: todos lugares donde se juega bastante más que, digamos, la distraída bolsa de una ex ministra de Economía.

Por favor, que se nos entienda bien: no cabe duda de que detrás de estas sintomatologías histeroides hay, o puede haber, grandes cuestiones que afectan al cuerpo de la polis. Muchos de nuestros más grandes ensayistas políticos (de Sarmiento a Martínez Estrada, de Scalabrini Ortiz a Murena, de Alberdi a Astrada) han usado pre-textos aparentemente coyunturales para tirar de la punta del ovillo de las grandes crispaciones argentinas. Pero, justamente: nuestros actuales crispados ocultan con su crispación sobreexaltada la liviandad espumosa de unas “políticas” que nada tienen que hacer con las gestas épicas y los grandes relatos (ni lucha de clases, ni muerte de Dios, ni desocultamiento del Ser, ni levantamientos de la dignidad periférica contra el neocolonialismo), sino con cómo “mide” éste o aquél de acá al 28 de octubre: las grandes crispaciones de la filosofía de la historia argentina (que en altri tempi producían semanas trágicas, bombardeos de las grandes plazas, cordobazos, desfiles heroicos de pañuelos blancos o lo que fuere) terminan no en el reino de la libertad conquistando al de la necesidad, ni en el Estado ético mundial de Hegel, ni en la platónica República de los Sabios, sino en la rutinaria serialización de la oferta en el cuarto oscuro –que, para colmo, lo acaba de demostrar Adrián Paenza con todo rigor matemático, ni siquiera garantiza una democracia modestamente “procedimental”–. Seguimos estando, parecería, bajo el síndrome del todavía-no (para decirlo con Ernst Bloch) del 19/20 de diciembre del 2001, esa crispación de largo alcance –aunque en su momento haya tenido patas cortas– que sigue siendo el gran fantasma que recorre el así llamado sistema político nacional (y no sólo). Lo sepan o no, todos, sin dejar afuera a ni uno solo, los miembros de la “clase política” –incluyendo a quien mejor entendió lo que allí se jugaba, entendimiento que lo llevó a ganar el poder desde la casi nada, con una estilística diversa a la usual pero sin sacar los pies del proverbial plato– invierten ahora en crispaciones módicas los intereses que a duras penas lograron rescatar de aquella cuasi quiebra. Ya nadie en la Argentina asume que representa (o al menos, quisiera representar) grandes proyectos de clase, o nacionales, o regionales, o simplemente de izquierda o de derecha: nuestras crispaciones son todas de extremo centro, pero no apuntan a ningún centro extremo problemático que autorizara plumas, palabras o espadas crispadas de verdad como las arriba citadas. Fórmula sencilla: nuestra actual política crispada es directamente proporcional a la ausencia de una radical crispación política causada por lo que otrora se llamaban los “grandes temas de la realidad nacional”. Permítaseme citar a otro gran “pensador” (como se dice ahora, ya que no hay más “intelectuales”): Freud, siguiendo a Leonardo y tratando de explicar la política (es decir, la ética) de su teoría, hacía la distinción entre la via di levare –que consiste en retirar la hojarasca superflua para llegar al hueso de la cuestión– y la via di porre –que consiste en tapar con esa hojarasca el lugar de la nada–. ¿Hace falta sugerir cuál de esas vías, que ni siquiera es una “tercera”, han elegido nuestros crispaditos políticos?

En fin, quizás haría falta inventar aún una cuarta categoría de filósofos: los relajados, que supieran adoptar una sana distancia irónica ante las crispaciones engañosas (incluidas las autoengañosas) de nuestros políticos. Pero, a decir verdad, sería prematuro: todavía hay demasiadas razones para crisparse en serio.

Fuente: Página 12

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