martes, agosto 28, 2012

Análisis: Crispados en la Política (parte 4) - Analyse: crispées en politique (partie 4)


Entre la descalificación y el desprecio, el clima de la política aparece como si existiera una confrontación terminal con tonos apocalípticos. Verdadero rasgo de época, la crispación tiende a negar al otro, a ocultar que, en realidad, no hay tantas diferencias. O a esconder las verdaderas diferencias

Nicolas Casullo: 
Políticas y reyertas en tiempos mutantes

Lo llamativo

Hagamos un rodeo para llegar pronto. No deja de ser curioso cómo se fue gestando en estos últimos años una atmósfera interpretativa –que agudiza el presente electoral– cada vez más tensa, crispada, entre lo que podría denominarse provisoriamente un mirar peronista de las cosas y un mirar antiperonista de las mismas cosas. Una circunstancia de la patria que parecía más bien disuelta luego del magma provocado por las experiencias menemista y frepasista de los ‘90, las cuales cada una por su camino (conservadurismo liberal y progresismo liberal) se habían encabalgado sobre lo que se consideró el nuevo ideograma o destino inexorable para la Argentina contemporánea.
También es bastante notable en estos últimos años cómo se vuelve cada vez más áspera la convivencia entre ideas de izquierda e ideas de derecha en las más insospechadas conversaciones, en relación con innumerables aspectos, cuestiones, “detalles y menudencias” que le dicen, sobre lo comunitario. Extraña contradictio sin duda, en un tiempo donde las usinas más enjundiosas del neoliberalismo reiteran lo anacrónico de seguir “pensando en izquierdas y derechas” para una historia que desde los salmos del mercado habría sepultado vetustas ideologías del siglo XX.

Asimismo es palpable en el aire, no tanto el aroma a menta sino a viejas e “impresentables” distancias y diferendos de clases en tanto experiencias socioculturales que atraviesan de manera equidistante cuerpos y subjetividades. A tal punto que ciertos mundos de la vida se abisman y encierran en sí mismo como nunca antes, en relación con otros mundos sociales de la vida. ¿Qué democracia para esos dos cosmos tan distantes?
En igual sentido, resulta curioso que en pleno apogeo de una programática republicana sobre el bello consenso (entre “todos”) en lugar del agreste conflicto (entre intereses), no haya hoy tema, problema, hecho o enunciación en el país que no exponga de manera cada vez más cruda y rotunda los conflictos al desnudo, y los modelos más bien opuestos en cuanto a qué país se quiere para los benditos “hijos de uno”. Curiosas entonces las infinitas violentaciones que habitan la sociedad, por debajo del simulacro idílico de acuerdos gerenciadores de una “única república liberal para todos”.

Lo cierto es que las discrepancias ideológicas, existenciales y espirituales que hoy son activadas tanto por una nueva derecha conservadora como por gobiernos de raíz populista con apoyo de mayorías sociales en el continente (como el actual caso argentino), plantean como nunca antes –a la ciudadanía y electores– climas culturales de fuertes desencuentros. Postidentidades y traumáticos tránsitos de sensibilidades con respecto a juicios y gustos societales. Fricción de mundos simbólicos. Distintas memorias enemistadas entre sí. Interpretaciones inconciliables, vidriosas, prejuiciosas. En fin, un container cultural (de una modernidad tardía, post) que se erige como decisivo y enrarecido cuerpo político más o menos discernible. Un conglomerado nacional de signos, hechizos, ecos, déjà vu, herencias, sombras y artefactos de conciencia que hoy es objeto de disputa y voto, tanto o más que los clásicos datos políticos explícitos como pueden ser las críticas gubernamentales a la prensa, las denuncias de corrupción administrativa, las oposiciones tildadas de mentirosas o las culpabilizaciones por la crisis energética.

¿Qué se disputa? (I)

El filósofo Jacques Rancière analiza el estado actual de la política en relación con democracias paralizadas frente al mercado: “Cuando el partido de los ricos y el de los pobres dicen aparentemente lo mismo –modernización–, cuando se dice que no queda más que escoger la imagen publicitaria mejor diseñada en relación con una empresa que es casi la misma, lo que se manifiesta patentemente no es el consenso, sino la exclusión. El reunir para excluir (...) lo que aparece dominando la escena no es lo que se esperaba –el triunfo de la modernidad sin prejuicio– sino el retorno de lo más arcaico, lo que precede a todo juicio, el odio desnudo hacia el otro”.

Para nuestro teórico –que no coincide con tantos politicólogos saltando de set en set televisivo– las nuevas ideo-lógicas del consenso, las de la “alegre alternancia entre derechas e izquierdas” para Latinoamérica, las de la modernización de las representaciones, abren la posibilidad de un mundo de inédito odio social disfrazado. Odio maquillado, que desde el lenguaje del orden, la moral inquisidora, la privatización de la política, el individualismo, la modernización ciudadana naïf, la prevención y mucho cualunquismo periodístico, ofertan la posibilidad de comprar un “todo” ya sin adversarios sociales ciertos. Un paquete “institucional” donde todo es equivalente a todo, fetichistamente tranquilizador, aunque siempre “amenazado” de alteración o provocaciones indeseables, sociales, “clientelísticas”.

El “bien democrático”, ese disponible hoy en vidriera, elimina culturalmente de antemano lo que debe quedar políticamente afuera, para recién después abrirse a la comprensión de la exclusiva institucionalidad legitimada que quedó. Se postula un mundo sin confrontaciones sociales genuinas ni problemas irresolubles, porque lo que ha sido erradicado es precisamente ese mal: el mal del otro. El enemigo –más publicitado que nunca ahora–, se lo nombre como se lo nombre, ha quedado afuera de todas las consideraciones, afuera del predio “democrático” comprado a cuotas de mercado: afuera de la única historia que se contabiliza.

El consenso que las nuevas derechas buscan imponer republicanamente expulsa cualquier otra historia o sujeto político otro, con respecto a una única lógica democrática, lógica que hoy se ofrece como reaseguro de un mundo sitiado por demasiados “extranjeros” o deportados de ese propio mundo de “calidad institucional” guardada en un country. El modelo de la república liberal tardomoderna permite entonces excluir, ilegitimar, destituir (odiar sin culpa, odiar con o sin conciencia, odiar desde una “neoinocencia” política) lo que debería ser admitido en cambio como un enfrentamiento de intereses nacionales y de clases en un escenario histórico de permanentes litigios sociales.

Por lo tanto bajo este molde de “consenso” expulsante (reductor de los conflictos) en realidad regresaría oscuramente lo arcaico, lo mítico, lo prepolítico, según el filósofo. Una violencia ideológica reactiva de autoconservación tardocapitalista, tan re-habilitada como solapada con sus aullidos espectrales. Un aborrecimiento social como conciencia media, legalizada por un nuevo orden democrático global dominante en tanto institucionalidad hueca sin contenidos sociales, actores de una cultura ni horizontes históricos.

Lo ideológico reprimido regresa así como lo esperpéntico de las nuevas democracias encorsetadas por el reinado del credo neoliberal: vuelve en términos de derechas políticas “sin partido”, vuelve por debajo de los mundos simbólicos administrados ahora por un mercado mediático que le sigue sustrayendo diariamente a la política lo medular de su autonomía y de sus identidades cuasi canceladas.

El pensador francés piensa en las acumulaciones de patologías, miedos, racismos y fascistización que aglomeran las napas, los sótanos sociales, los mundos inconscientes o manifiestos de un reaccionarismo poseedor que se articula políticamente en España, en Italia, en Francia, en Europa del Este, en los Estados Unidos de la guerra. 



Y al describir tal cosa, a lo mejor sin percatarse del todo alude también a cierta actualidad de Brasil o la Argentina, en cuanto a asistir a una época de constitución de un nuevo tipo de conservadurismo exclusor: pos-partido clásico, cocido a hechura de información para las masas, como lo denomina el teórico. Una derecha moralizadora abstracta, fiscalizadora y “virtuosa”, alentadora de un orden democrático cerrado y en definitiva antipolítico, “inevitablemente” policíaco, respaldado por un revitalizado reaccionarismo religioso y portador de un realismo cínico que se disfraza de soluciones expeditivas, mágicas, persuasivas, contra “los enemigos de las instituciones”.

Con la emergencia de tal conservadurismo reactivo, en el contexto de esta edad capitalista, se asiste entonces a muchos fenómenos subyacentes –tensantes, exasperadores– en cuanto a formas de vivir, entender y votar. Este proceso sería lo que realmente se dirime política (y calladamente) en muchos comicios del mundo de hoy. Proceso que también nos acontece en el seno profundo de lo comunitario nacional desde la tecno-actuación de muchos poderes: un tejido de discrepancias invisibles, de disputas sordas, de colisiones efectivas pero sin nombre, que no aparecen de manera explícita, todavía, en ninguna publicidad programática.

¿Qué se disputa? (II)

A primera vista nunca un peronismo desperonizó tanto su fisonomía como el del gobierno de Kirchner, en cuanto a abandonar sus clásicas y gastadas fraseologías, su folklore movimientista, sus rituales y emblemas rutinarios malversados. A primera vista nunca una oposición aparecería tan disgregada, sin perfiles propios. A primera vista pocas veces un planteo gubernamental cumplió las iniciales estaciones de una recuperación capitalista verificables en las moderadas pero visibles mejorías de los estratos populares y medios. A primera vista resulta inédito, en un cuarto de siglo de democracia recuperada, una oposición tan raquítica en ideas.

Y no obstante estas “primeras vistas” que darían para un paisaje apacible de las cosas, existe –como se exponía al principio– un clima de profunda irascibilidad en las lecturas que se hacen sobre el presente. De intolerancia en cuanto a la valoración de las identidades políticas. De extremismo en las apreciaciones de lo que ocurre. De agresividad en las mutuas calificaciones entre oficialismo y oposición, entre opiniones que apoyan o descalifican al Gobierno. De ideologización acentuada de las posiciones asumidas. De retorno nunca vistos de antiguos climas de viejas historias políticas. De crispación social politizable de manera artera, que sobre todo la ciudad capital riega sobre el país. ¿Qué es, entonces, lo que se está confrontando tan duramente en estos tiempos entre Gobierno y oposición?

Más allá de los ninguneos oficialistas y de los agorerismos opositores que pueblan nuestro presente, aparece un trasfondo de dificultosa enunciación. Una trastienda de la actualidad que concentraría ese exceso de tensión y virulencia en una escena democrática argentina que se pregunta, un poco desorientada, por lo que realmente está en disputa con tanta exasperación.

La emergencia de un peronismo de centroizquierda irrumpió en el 2003 como una instancia bastante a contrapelo de la época nativa y mundial de dictadura implacable de los mercados. Aparición política superestructural, que en su presencia supera su propia y simple caracterización económica (desarrollismo capitalista de intenciones productivistas/trabajadoras) para plantear de manera fuertemente simbólica un dato inesperado con respecto a un proceso histórico que para ese entonces ya había largamente desnacionalizado y autodesintegrado sus dos partidos nacionales (a través del menemismo y la Alianza).

El kirchnerismo (por sobre sus actuales logros, fallas, autismos, buenos índices laborales y productivos, débil republicanismo y pactos burocráticos) estableció una operatoria intensa para la sociedad en el campo de la valoración de la historia. Del valor del pasado en un mundo etéreo, ingrávido, coloidal en sus legados. Pasó de un reconocimiento de la caducidad de los ornatos justicialistas a la intención de poner en escena, a cambio, una sustancialidad sociopolítica del propio peronismo extraviada al menos desde 1974. Procuró reinscribir su condición histórica medular, cosa que se volvió de pronto, 30 años después, significativa por lo abrupta y anacrónica en relación con el presente y los cálculos de previsibilidad. Y que en mayor o menor medida sacudió culturalmente a una sociedad surcada por demasiados mandatos exculpatorios, “modernizadores”, siempre en ciega fuga hacia adelante.

En este clima el kirchnerismo trazó por el contrario una extensa parábola que reivindicó al peronismo nacional-industrialista del ‘45, y al político generacional de los ‘70, con una propuesta de juicio definitivo al tiempo dictatorial y su sociedad testigo. Ambas citas sobre aquellas dos coyunturas del pasado justicialista se indispusieron con los patronazgos impertérritos del país y sus lobbies económicos y culturales. Citas por ende temerarias, si se las mide desde la fragilidad del 22% de votos conseguidos (contra 50% obtenido por las derechas en ese mismo 2003). La que remitía a un octubre lejano, puede interpretarse como fondo coral para un nuevo dibujo social de inclusión. La de los ‘70 del genocidio, como una nueva horma para leer quiénes en realidad estaban “dentro” y quiénes “fuera” de la ley en el sistema político democrático.

Esta suerte de exabrupto no previsto obligó al resto político (ya sea que lo haya silenciado o dicho) a ir desnudando ideológicamente poco a poco la historia de lo realmente sucedido en la crónica del país: a destapar posiciones personales y colectivas aprisionadas, o que se creían “superadas”, o ya no interpelables, o indecibles para siempre. Cada uno volvió a lo que era. Un camino confesional imperdonable para gran parte de los poderes y actores de un país ladino en sus enunciaciones, reciclajes y procedimientos constituidos. Lo cierto es que el kirchnerismo corrió hacia la derecha del escenario (a peronistas y no peronistas que hoy se asumen como derecha) lo que en lo ‘90 era la Argentina “normal”, “moderna”, liberal, la única, la obedecida: la “de todos”.

Sabiéndolo o sin saberlo, el Gobierno reintrodujo, para eso, pedazos del peronismo originario a secas. Esto es: aquel comandado por su centroizquierda en el marco de sus agudas e insoportables contradicciones y oportunismos. Desde esta perspectiva política (recobrada de sus antaños) el peronismo volvió a hacerse presente entonces en muchas de sus facetas socioculturales como aquel conocido parteaguas de la escena política vernácula.

El peronismo de centroizquierda siempre alteró al país bienpensante como chirridos de puerta vieja en el silencio de la noche y la sana lectura. En realidad hereda un dato tan realista como trágico del propio Perón, que en su sueño de edificar “la nación del pueblo”, la partió de manera indefectible social y culturalmente en dos: peronistas y antiperonistas (cruel paradoja que analizó Horacio González en un excelente texto escrito durante su exilio).

Podría decirse que estos argumentos de fondo –más que la crítica al autoritarismo o “soberanismo” presidencial– condensan, hoy por hoy, el núcleo de las mayores razones e intolerancias liberales antiperonistas de diverso cuño, en una actualidad donde la sociedad no sabe cómo regular sus fantasmas y mitos flamantes o desperezados.

Pero lo cierto es que las batallas en el terreno electoral, aquí y en otras partes, asumen subrepticiamente los nuevos contornos ideológicos, mentalidades e imaginarios soterrados que adquieren las derechas y las izquierdas democráticas en proceso de fuerte mutación civilizatoria y de crisis políticas, experiencias que ya llevan tres o cuatro décadas de operar sobre las masas. También sobre lo global y lo nacional en reyerta.

Izquierdas y derechas democráticas apuntan, ambas, a un centro político que no es el mismo “centro” desde una perspectiva que desde la otra. En este sentido, en muchas ocasiones, y en muchos niveles, se lidia y se extreman las sensibilidades por cosas que los distintos sectores sociales asumen sin tener muy claras las visiones que se ven obligados a protagonizar: sin discernir del todo los retazos y marcas, antiguas y nuevas, de una cultura política nacional y mundial insertas en especiales metamorfosis.

Sin embargo la singularidad de lo colectivo social, cuando asume la voz, se reabre a cada paso. A cada instante. Es siempre un retrato incompleto, por hacerse, un hecho situado en la inminencia, que intenta su historia y rompe los relatos establecidos.

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