viernes, agosto 24, 2012

Análisis: Crispados en la Política (parte 1) - Analyse: crispées en politique (partie 1)


Entre la descalificación y el desprecio, el clima de la política aparece como si existiera una confrontación terminal con tonos apocalípticos. Verdadero rasgo de época, la crispación tiende a negar al otro, a ocultar que, en realidad, no hay tantas diferencias. O a esconder las verdaderas diferencias

Leon Rozitchner: El malestar en la política

En el azul del cielo, o en el de la bandera, el horizonte político se nos ha achicado como nunca antes. Basta con mirar la cara de la gente por la calle. ¿Por qué no hay una política transformadora de las condiciones tan penosas? ¿Por qué la política tiene que ser siempre frustración e impotencia?
Habría que reconocer primero que las condiciones históricas que vive el mundo son muy pesadas. ¿Ustedes creen acaso que al terror que hizo que desaparecieran poblaciones enteras en el mundo no se agrega el que vivimos nosotros no hace muchos años? ¿Y que en el espacio que la democracia abrió luego esa amenaza no sigue vigente aún entre nosotros? Aquí, como en tantos países, el neoliberalismo cooptó o compró a los partidos políticos, socialdemócratas y conservadores, a la Iglesia, medios de comunicación, intelectuales y sindicatos. Quizás esa lucecita que se iluminó luego, hasta ahora más tenue y vociferada antes que aplicada, sea la que sostiene a Kirchner pese a la frustración que provoca la política real que está desarrollando.

¿Por qué la crispación, una crispación nueva, recorre todo el campo de la política? Todos saben ahora de las amenazas que se ciernen y se incrementan sobre el mundo, sienten venir las tormentas antes lejanas (nieve, bosques arrasados, hielos polares derretidos, hambrunas, guerras) que anuncian su llegada. Pero mejor es no pensarlo. Presienten que lo ganado por el neoliberalismo, al menos con esta política, no se recuperará nunca: las nuevas condiciones han llegado para quedarse o para empeorarse, y la impotencia nos gana. Cuanto menos se hable de lo que se aproxima, más se tensa la crispación por lo que está avanzando sin poder decirlo para enfrentarlo.

¿Entonces, para qué escribir otra vez sobre el malestar en la política y seguir hablando de la coyuntura y de las próximas (y repetidas) elecciones, en espera de que el mal tiempo pase, mientras el buen tiempo y los días soleados son para ellos, y las mayorías aplastadas esperan, como decía una canción de la Guerra Civil Española: “que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”?
La revolución que ha triunfado mientras hace pocos años se esperaba otra (¡hace sólo 40 años!) fue en verdad la que el cristiano-capitalismo preparaba: la revolución más feroz y sanguinaria que asuela ya casi toda la Tierra. Nunca, desde que el mundo es mundo, en ningún otro siglo como en el XX, hubo un aniquilamiento de vidas humanas tan monstruoso: cientos de millones desaparecieron por su intermedio, incrementadas en el que comienza. Porque ésta, a diferencia de aquella revolución que prometía un mundo mejor para todos, lo está destruyendo. Es una revolución sin futuro: vive al día, como las oscilaciones de la bolsa. No porque exista ese pueril determinismo de la historia del que algunos esperaban la caída del capitalismo: el capitalismo va a caer porque su triunfo final promete y nos adelanta el fin de este mundo tal como durante siglos los hombres mal que bien lo construyeron. Porque la Naturaleza no le tiene miedo a los hombres.

Todos vamos sintiendo que la destrucción y el aniquilamiento avanzan sin que encuentren un límite: el siniestro progreso al infinito del capital financiero, indiferente a toda valoración humana, arrasa el mundo. La “acumulación primitiva” nunca se acaba. Entonces la gente siente el pavor de la amenaza, y se petrifica sin atinar a nada, salvo el sálvese quien pueda. De allí las caras de tantos argentinos.

La crispación de nuestros políticos –à la mode antes y fashion ahora– responde a que ellos también sienten el campo de la política estrecho y limitado, porque el terror y el miedo también los han invadido. Si esos políticos, meros administradores y/o burócratas, nos confesaran cuáles son sus miedos, nos dirían que temen suscitar un verdadero apoyo desde abajo, multitudinario, que los obligue a hacer lo que no han hecho. Eso los asusta. El peligro que ellos no enfrentan lo ponen a cuenta de salvarnos a nosotros de un desastre peor del que vivimos. ¿Somos pesimistas por describir lo que tantos sienten?

La relación de la ciudadanía con los políticos de los partidos mayoritarios tiene varias dimensiones. Las visibles primero, y luego aquellas que, acalladas, no se dicen. Es obvio: el político nunca dice la verdad completa. Quienes la dicen y la desnudan desde la izquierda son minoría, pero no es suficiente para resolver el dilema que el peligro de su aplicación plantea. Política administrativa, no hay casi política porque no hay casi alternativas, nos dicen: el margen se ha estrechado, hasta desaparecer casi. El peligro y el riesgo fueron radiados de la política que podrían exigirle las mayorías. Estas, las verdades calladas de lo que nos pasa –aunque están en reserva en lo imaginario– son justamente las más importantes: sobre su existencia se juegan todas las dimensiones de la realidad plena.



Los políticos, casi todos ellos, actualizan una sola dimensión de la realidad que vivimos, la que se debate en el campo de la arena política acotada por el poder realmente dominante. Pero el discurso en realidad alude o hace guiños a todas esas otras verdades que no pueden ser enunciadas. Y esas verdades son, sin embargo, las que están, impacientes o expectantes, al acecho. Es sobre ese no dicho que el político normal actúa. ¿Quién se atreve a penetrar más hondo para movilizar lo que el miedo y la represión contiene para que aparezca y se convierta, siendo masivo, en una gran fuerza? La política avanza como un barco cercado de icebergs: sabe que la mayor masa de hielo está bajo el agua, y sólo una pequeña punta anodina sobresale. De esa punta sólo el político sagaz sabe lo que esconde. Mejor dicho: casi todos lo saben, y sobre ella trabajan –para disolverla unos, para sacarla a flote otros–. Toda política arrastra su masa crítica, invisible, debajo del agua: el peso gravitatorio de las mayorías silenciadas.
¿Qué los diferencia? ¿Cuál es el margen del movimiento de Kirchner? Parece mínimo, casi no despega de los que se le oponen, pero existe. Si no existiera esa diferencia no habría política, que es siempre expectativa en acto. Ese margen no puede ser confesado –quieren que pensemos– porque mostraría entonces la complicidad con lo que dice que combate: toda apertura se mueve entre la expectativa de la mayoría y el miedo de los que realmente tienen el poder y se sienten amenazados con perderlo. Kirchner, con su política de derechos humanos, representa en el imaginario social un “montonerismo” aplacado que estaría de vuelta de la lucha armada. De eso lo acusa la derecha, porque ella teme las astucias imprevisibles de la historia, y no le perdonan. Se ponen histéricos: ellos también tienen miedo, pero de que los derechos humanos se extiendan hasta los derechos sociales. En política nunca las palabras son flatus vocis: arrastran promesas o amenazas. Aunque por otro lado es eso mismo quizás lo que lo lleva a Kirchner a ser aún mayoritario: la esperanza de un cambio incruento de una población vencida pero no desahuciada en lo imaginario.

La mirada del político abre o cierra los ojos de toda la gente, para que vean o no vean la realidad, unos para espantarla, otros para que nos animemos a mirarla. La política regula la realidad para agrandarla o achicarla: operan las cataratas para ver más claro, o enturbian y espesan más todavía la mirada. Y se nos pide que tengamos confianza en lo que nos muestran: sólo nosotros sabemos por qué lo hacemos, pero no podemos decirlo –nos susurran al oído– porque entonces se acabaría el juego. Piden que nos quedemos quietitos en el molde. Pero tampoco nos confiesan –y esto es lo más grave– cuál es el obstáculo real que enfrentan para no hacer lo que prometían, para que entonces nosotros podamos ayudarlos. Los obstáculos que no se declaran públicamente impiden que la crispación que todos sentimos pueda tener un contenido objetivo: comprender cuál es la piedra que encuentra esa política en el camino. Si Kirchner hablara claro y pidiera apoyo podría motivar un movimiento que desde abajo lo apoye con su fuerza viva. Así el gobierno podría incrementar su poder: tener más fichas para ponerlas en juego. No, por favor, no lo hagan –susurran en voz baja– la oposición se daría cuenta de nuestra estrategia. Y entonces, como si la política jugara al oficio mudo, pensamos que es cierto. Y nos quedamos quietos, esperando, esperando: no queda otra. Sólo emergen breves y fugaces puntos de conflicto donde se encrespan las crestas de los gallos de riña que ponen en el ruedo: lo demás está oculto a nuestros ojos.

Nos dejan sólo con el imaginario que el discurso a veces despierta, como por ejemplo cuando en Bolivia, bien lejos, Morales acusó a la Repsol por primera vez desde que es presidente. Pero por otro lado no hace mucho provincializó la propiedad, antes nacional, del petróleo en beneficio de la Repsol. ¿La distancia entre los hechos y la palabra hasta cuándo podrá ser mantenida sin que haya que decidirse por lo uno o lo otro? La imaginación expectante cuando mira los hechos se convierte en realidad sufriente. Sería bueno que Kirchner pensara que la realidad política es a la larga implacable: pasivos y mansos pero frustrados ¿le seguirán teniendo confianza? Ese es el punto: apostar a una credibilidad exagerada. Lo sabremos pronto.

Ese es el juego de la política, y por eso los gritos de traición que cunden, tanto aquí como en Brasil o en Uruguay. Porque si no hay política en serio, aunque haya políticos y elecciones, sólo habrá terror económico presente como hubo terror militar antes, y entonces el tiempo futuro –no nos damos cuenta– estará clausurado. Un político demasiado astuto corre el peligro de volver a cerrar la apertura del espacio público que su osadía abrió, porque toda política tiene plazo fijo. La política desaparece entonces como posibilidad abierta, la ínfima credibilidad se pierde y la crispación cunde.
Entonces: ¿nos animaremos a juntarnos y ponernos de pie, todos juntos en todas las plazas, para imponer como lo hicieron los bolivianos –sí, los “bolitas”, no los porteños– e intentar cambiar las cosas desde abajo: impedir que la catástrofe globalizada que se anuncia también nos coma vivos? No hay que matar a nadie para ser más fuertes que ellos. Con Kirchner se trata todavía, nos dicen, de esperar un poco. Pero sería bueno si la gente saliera otra vez a la plaza para saber al menos en qué consiste la esperanza.

Fuente: Página 12

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