Es extraño que la extrema
derecha se camufle como un movimiento político de pureza democrática, como si
su verdadera posición en el espectro ideológico debiera serle escamoteada a sus
adherentes.
También es raro que en
una cruzada contra la corrupción participe una controvertida personalidad. En
efecto, el exministro Londoño, que nunca debió serlo, fue vencido en juicio por
una apropiación indebida de activos públicos, que necesitó de falsificación de
documento. Hay una larga lista de ministros, embajadores, jefes de seguridad,
congresistas y funcionarios asociados con el expresidente que han sido
condenados, están siendo juzgados o han sido extraditados por sus vínculos con
el paramilitarismo y con el crimen organizado. Hay acá mucha impureza.
El expresidente propone
un sistema unicameral que es una seria limitación a la representación regional
y nacional y que debilita el Legislativo frente al poder presidencial, que
tanto concentró en sus ocho años de mandato. No considera una propuesta del
senador John Sudarsky a favor de un sistema de representación uninominal, donde
los electores puedan reconocer a su senador y exigirle que defienda sus
intereses y no los propios del político. El puro centro es claramente
antidemocrático.
A pesar de unirse al coro
de la opinión pública contra la reforma judicial, Uribe no objetó que los
congresistas pudieran renegar del principio de conflicto de intereses en temas
constitucionales. Es que él dio ejemplo al propiciar su interés personal en la
compra de los votos para que aprobaran sus reelecciones. Ahora se pueden
constitucionalizar también los intereses particulares de congresistas,
funcionarios y magistrados.
En el terreno de la
economía, Álvaro Uribe otorgó cuantiosas exenciones tributarias para atraer
inversionistas extranjeros que hubieran venido de todos modos para apropiar
recursos naturales escasos y de elevadas rentas. No quiso aumentar la
participación ni la vigilancia de la Nación en los ingresos que generan el oro,
el petróleo y el carbón, que no son renovables. Fue una política irresponsable
con los contribuyentes y las futuras generaciones.
A pesar de la bonanza
externa, el gobierno central hizo un déficit de más de 4% del PIB en 2010,
prueba de intemperancia y de imprevisión. A fines de 2004, Uribe quiso liquidar
la independencia del Banco de la República, trasladando la política cambiaria
al Ministerio de Hacienda, impaciente porque la tasa de cambio había bajado.
Afortunadamente, no se atrevió a derribar en ese momento las talanqueras
constitucionales que se lo impedían.
La inversión en obras
públicas fue una bonanza para los contratistas, pero un castigo para los
ciudadanos que tuvimos que sufrir las consecuencias de la corrupción, la
desidia y la incompetencia en el diseño y la ejecución de las dobles calzadas
que no se terminaron, de los transmilenios con sobrecostos, de los aeropuertos
mal diseñados.
La vía prioritaria que requería la economía nacional, la
autopista Bogotá-Buenaventura, quedó en pañales.
Un país acostumbrado a un
nivel moderado de corrupción soportó un aumento en el poder de los grupos
privados legales e ilegales que devoraron los presupuestos nacionales,
regionales y de la salud. El balance de ocho años de políticas públicas de
Uribe resulta entonces negativo; un tercer término presidencial deterioraría
más la democracia y sería peor para el desarrollo económico.
por Salomón Kalmanovitz
EL ESPECTADOR
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