Hoy, día 14 de julio, se celebra el aniversario de la Revolución francesa. 'Liberté, egalité et fraternité.' LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD RESONARON TIEMPO DESPUÉS EN LA PATRIA GRANDE, PROMOVIENDO LAS INDEPENDENCIAS.
En memoria a este aniversario, recordemos las expresiones de Eduardo Galeano, (fragmentos del libro Espejos-Una historia casi universal)
Pelucas
En la corte de Versalles, más de cien perruquiers se ocupaban de estos artificios, que de un salto habían atravesado el Canal de la Mancha para aterrizar en los cráneos del rey de Inglaterra, el duque de York y otros traficantes de esclavos que imponían la moda francesa a la alta nobleza británica.
Las pelucas masculinas habían nacido en Francia para exhibir el privilegio de clase, y no para ocultar la calvicie. Las de pelo natural, regadas de talco, eran las más caras, y las que más horas de trabajo exigían cada mañana.
Clase alta, altas torres: las damas, ayudadas por los postizos, que ahora se llaman extensiones, lucían complicadas armazones de alambre que elevaban sus cabezas en pisos sucesivos, exuberantes de plumas y de flores. La azotea capilar podía estar decorada por barquitos de vela o granjas con animalitos y todo.
No resultaba fácil construir todo eso, y sostenerlo en la cabeza era una hazaña.
Y por si fuera poco, ellas debían arreglárselas para moverse metidas en enormes miriñaques que las obligaban a caminar chocándose.
El peinado y el vestido ocupaban casi todo el tiempo y la energía de la aristocracia.
El resto se consagraba a los banquetes.
Tanto sacrificio había dejado exhaustos a las damas y a los caballeros.
Escasa resistencia encontró la revolución francesa cuando les atragantó la comilona y suprimió las pelucas y los miriñaques.
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Un prólogo de la revolución francesa
Por la calle principal de Abbeville desfiló la procesión.
Desde las aceras, todos se quitaban el sombrero al paso de la hostia, alzada sobre las cruces y los santos.
Todos, salvo tres muchachos que tenían los ojos puestos en el público femenino y ni cuenta se dieron.
Y fueron denunciados.
Ellos no sólo se habían negado a descubrirse ante la blanca carne de Jesús, sino que además le habían dedicado sonrisas burlonas.
Y los testigos agregaron otras evidencias graves: la hostia había sido rota, para hacerla sangrar, y una cruz de madera había aparecido, mutilada, en una zanja.
El tribunal concentró los rayos de la ira sobre uno de los tres muchachos, Jean François La Barre.
Aunque recién había cumplido veinte años, este insolente se jactaba de haber leído a Voltaire y desafiaba a los jueces con su estúpida arrogancia.
El día de la ejecución, una mañana del año 1766, nadie faltó a la plaza del mercado. Jean François subió al cadalso con un cartel colgado del pescuezo:
Impío, blasfemador, sacrílego, execrable, abominable.
Y el verdugo arrancó la lengua del condenado y le cortó el pescuezo y le partió el cuerpo y arrojó sus pedazos a la hoguera.
Y con sus pedazos echó al fuego unos libros de Voltaire, para que juntos ardieran el autor y el lector.
Aventuras de la razón en tiempos de cerrazón.
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Veintisiete volúmenes.
La cifra no impresiona mucho, si se tienen en cuenta los setecientos cuarenta y cinco volúmenes de la enciclopedia china, publicada pocos años antes.
Pero la enciclopedia francesa, l 'Encyclopédie, marcó con su sello el Siglo de las Luces, que de alguna manera le debe su nombre.
El Papa de Roma mandó quemarla y dictó la excomunión de quien tuviera algún ejemplar de obra tan blasfema.
Los autores, Diderot, D'Alembert, Jaucourt, Rousseau, Voltaire y unos cuantos más, arriesgaron o padecieron cárcel y exilio para que su gran trabajo colectivo pudiera influir, como influyó, sobre la historia siguiente de las naciones europeas.
Dos siglos y medio después, esta invitación a pensar sigue resultando asombrosa.
Algunas definiciones, entresacadas de sus páginas:
Autoridad: Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre otros.
Censura: No hay nada más peligroso para la fe, que hacerla depender de una opinión humana.
Clítoris: Centro del placer sexual de la mujer.
Cortesano: Se aplica a quienes han sido colocados entre los reyes y la verdad, con el fin de impedir que la verdad llegue a los reyes.
Hombre: El hombre no vale nada sin la tierra. La tierra no vale nada sin el hombre.
Inquisición: Moctezuma fue condenado por sacrificar prisioneros a sus dioses. ¿Qué habría dicho si hubiera visto alguna vez un auto de fe?
Esclavitud: Comercio odioso, contra la ley natural, en el que unos hombres compran y venden a otros como si fueran animales.
Orgasmo: ¿Existe algo que merezca tanto ser logrado?
Usura: Los judíos no practicaban la usura. Fue la opresión cristiana la que forzó a los judíos a convertirse en prestamistas.
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La revolucionaria mano humana
En 1789, la cárcel de la Bastilla fue asaltada, y conquistada, por el pueblo en furia.
La población se negó a seguir pagando los tributos y los diezmos que habían engordado a la monarquía, a la aristocracia y a la Iglesia, venerables instituciones a las que nadie había podido encontrar, nunca, ninguna utilidad.
El rey y la reina huyeron. El carruaje emprendió viaje hacia el norte, hacia la frontera.
Los principitos iban vestidos de nenas. La institutriz, disfrazada de baronesa, llevaba un pasaporte ruso.
El rey, Luis XVI, era su mayordomo.
La reina, María Antonieta, su mucama.
Se había hecho noche cuando llegaron a Varennes.
De pronto, una multitud emergió de las sombras, rodeó el carruaje, atrapó a los monarcas y los devolvió a París.
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María Antonieta
Poca importancia tenía el rey.
La reina, María Antonieta, era la odiada.
Odiada por extranjera, porque bostezaba durante las ceremonias reales, porque no usaba corset y porque tenía amantes.
Y por sus despilfarros.
La llamaban Madame Déficit.
Fue muy concurrido el espectáculo.
La multitud rugió una ovación cuando la cabeza de María Antonieta rodó a los pies del verdugo.
La cabeza desnuda. Sin collar.
Toda Francia estaba convencida de que la reina había comprado la joya más cara de Europa, un collar de seiscientos cuarenta y siete diamantes.
También creían todos que ella había dicho que si el pueblo no tenía pan, bien podía comer tortas.
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La Marsellesa
El himno más famoso del mundo nació de un famoso momento de la historia universal.
Pero también nació de la mano que lo escribió y de la boca que por primera vez lo tarareó: la mano y la boca de su nada famoso autor, el capitán Rouget de Lisie, que lo compuso en una noche.
Dictaron la letra las voces de la calle, y la música brotó como si el autor la hubiera tenido adentro, desde siempre, esperando salir.
Corría el año 1792, horas turbulentas: las tropas prusianas avanzaban contra la revolución francesa.
Arengas y proclamas alborotaban las calles de Estrasburgo:
—¡A las armas, ciudadanos!
En defensa de la revolución acosada, el recién reclutado ejército del Rin partió hacia el frente.
El himno de Rouget dio brío a las tropas.
Sonó, emocionó; y un par de meses después reapareció, quién sabe cómo, en la otra punta de Francia.
Los voluntarios de Marsella marcharon al combate entonando esa canción poderosa, que pasó a llamarse la Marsellesa, y toda Francia le hizo coro.
Y el pueblo asaltó, cantándola, el palacio de las Tullerías.
El autor marchó preso. El capitán Rouget era sospechoso de traición a la patria, porque había cometido la insensatez de discrepar con doña Guillotina, la más afilada ideóloga de la revolución.
Por fin, salió de la cárcel. Sin uniforme, sin salario.
Durante años arrastró su vida, comido por las pulgas, corrido por la policía.
Cuando decía que él era el papá del himno de la revolución, la gente se le reía en la cara.
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Olympia
Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento.
Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, marchó presa, el Tribunal Revolucionario la sentenció y la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó.
—Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿porqué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían.
No podían hablar, no podían votar.
La Convención, el Parlamento revolucionario, había clausurado todas las asociaciones políticas femeninas y había prohibido que las mujeres discutieran con los hombres en pie de igualdad.
Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio.
Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland. Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó.
La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política.
Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado.
Y la guillotina volvió a caer.
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La guillotina
Una alta puerta sin puerta, un marco vacío.
En lo alto, suspendido, el filo mortal.
Tuvo varios nombres: la Máquina, la Viuda, la Afeitadora.
Cuando decapitó al rey Luis, pasó a llamarse la Luisita.
Y por fin fue bautizada, para siempre, la Guillotina.
En vano protestó Joseph Guillotin.
Una y mil veces alegó que no era hija suya esa verduga que sembraba el terror y atraía multitudes.
Nadie escuchaba las razones de este médico, enemigo jurado de la pena de muerte: dijera lo que dijera, la gente seguía creyendo que era el papá de la primera actriz del espectáculo más popular de las plazas de París.
Y la gente también creyó, y sigue creyendo, que Guillotin murió guillotinado.
En realidad, él echó el último suspiro en la paz del lecho, con la cabeza bien pegada al cuerpo.
La guillotina trabajó hasta 1977, cuando un modelo ultrarrápido, con mando eléctrico, ejecutó a un inmigrante árabe en el patio de la prisión de París.
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La revolución perdió la cabeza
Para sabotear la revolución, los dueños de la tierra incendiaban sus propias cosechas.
El fantasma del hambre rondaba las ciudades.
Los reinos de Austria, Prusia, Inglaterra, España y Holanda se alzaban en pie de guerra contra la contagiosa revolución francesa, que ofendía las tradiciones y amenazaba la santísima trinidad de la corona, la peluca y la sotana.
Acosada por dentro y por fuera, la revolución hervía.
El pueblo era el público que veía lo que se estaba haciendo en su nombre. No mucha gente asistía a los debates.
El tiempo no daba. Había que hacer cola para comer.
Las divergencias conducían al cadalso.
Porque todos los dirigentes de la revolución francesa eran enemigos de la monarquía, pero algunos tenían un rey adentro, y por derecho revolucionario, nuevo derecho divino, eran dueños de la verdad absoluta y exigían el poder absoluto.
Y quien osara discrepar era contrarrevolucionario, aliado del enemigo, espía extranjero y traidor a la causa.
Marat se salvó de la guillotina porque una señorita chiflada lo apuñaló cuando se estaba bañando.
Saint Just, inspirado por Robespierre, acusó a Danton.
Danton, condenado a muerte, pidió que no se olvidaran de exhibir su cabeza a la curiosidad pública y dejó su par de huevos, en herencia, a Robespierre.
Dijo que los iba a necesitar.
Tres meses después, Saint Just y Robespierre fueron decapitados.
Sin quererlo ni saberlo, la república, caótica, desesperada, trabajaba por la restauración del orden monárquico.
La revolución que había anunciado libertad, igualdad y fraternidad terminó abriendo paso al despotismo de Napoleón Bonaparte, que fundó su propia dinastía.
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La revolución perdió la cabeza
Para sabotear la revolución, los dueños de la tierra incendiaban sus propias cosechas.
El fantasma del hambre rondaba las ciudades.
Los reinos de Austria, Prusia, Inglaterra, España y Holanda se alzaban en pie de guerra contra la contagiosa revolución francesa, que ofendía las tradiciones y amenazaba la santísima trinidad de la corona, la peluca y la sotana.
Acosada por dentro y por fuera, la revolución hervía.
El pueblo era el público que veía lo que se estaba haciendo en su nombre. No mucha gente asistía a los debates.
El tiempo no daba. Había que hacer cola para comer.
Las divergencias conducían al cadalso.
Porque todos los dirigentes de la revolución francesa eran enemigos de la monarquía, pero algunos tenían un rey adentro, y por derecho revolucionario, nuevo derecho divino, eran dueños de la verdad absoluta y exigían el poder absoluto.
Y quien osara discrepar era contrarrevolucionario, aliado del enemigo, espía extranjero y traidor a la causa.
Marat se salvó de la guillotina porque una señorita chiflada lo apuñaló cuando se estaba bañando.
Saint Just, inspirado por Robespierre, acusó a Danton.
Danton, condenado a muerte, pidió que no se olvidaran de exhibir su cabeza a la curiosidad pública y dejó su par de huevos, en herencia, a Robespierre.
Dijo que los iba a necesitar.
Tres meses después, Saint Just y Robespierre fueron decapitados.
Sin quererlo ni saberlo, la república, caótica, desesperada, trabajaba por la restauración del orden monárquico.
La revolución que había anunciado libertad, igualdad y fraternidad terminó abriendo paso al despotismo de Napoleón Bonaparte, que fundó su propia dinastía.