Por Edgardo Mocca
A través de un post
breve, conciso y profundo publicado en el blog Artepolítica, Nicolás Tereschuk
se interroga sobre el conflicto: cuánto conflicto es necesario, cuál es el
límite que separa la conflictividad que hace falta para volcar la balanza de
fuerzas a favor de un proceso transformador, de aquella que deja a su promotor
en el lugar de una “minoría intensa”, a la que se pueda aislar del grueso de la
opinión popular, siempre demandante de una dosis considerable de rutina en los
asuntos públicos.
La cuestión admite
múltiples perspectivas de abordaje. Tal vez, como casi siempre que se abordan
cuestiones centrales de la filosofía política, convenga remitirse a Maquiavelo.
Dice el florentino en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio: “Los
que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe atacan lo que fue la
causa principal de la libertad de Roma... En toda república hay dos espíritus
contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se
hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos”. Notable
exaltación del conflicto en la pluma de quien se planteó la unidad estatal
italiana como tarea político-intelectual excluyente.
Pero la cuestión del
conflicto va y viene; está siempre atravesada por las contingencias históricas
y concretas de cada comunidad política. Europa, después de la destrucción
masiva en dos guerras y de la experiencia de los regímenes criminales del
fascismo y el nacional-socialismo, experimentó la fuerte necesidad de paz
interior y, en ese contexto, proliferaron las perspectivas consensualistas y la
demanda de la atenuación de los conflictos. Gran parte de la ingeniería
institucional y de la reflexión filosófico-política estuvieron signadas por esa
demanda. Alguna analogía puede trazarse entre esa experiencia y la de las
sangrientas dictaduras militares en el Cono Sur en la década del setenta:
después de la recuperación democrática, la conflictividad social fue
mayoritariamente asociada a la amenaza de la “ingobernabilidad”, término que en
su origen nombraba a complejos problemas de legitimación del capitalismo
democrático y en el léxico criollo de los ochenta terminó llanamente asociado a
los clásicos procesos de quiebra de la democracia.
En nuestros países, es
notable cómo uno de los registros sobresalientes de esa apelación a la
“responsabilidad” en la contención del conflicto sociopolítico provino de voces
que venían de la izquierda, aun de sus versiones más radicalizadas en la década
anterior. Coincidieron dramáticamente en los albores de nuestra
redemocratización, las huellas profundas de la derrota política de los setenta
–la barbarie del terrorismo de Estado incluida– con el visible deterioro de los
regímenes del “socialismo real” que acabaría implosionando pocos años después.
Era algo así como si al temor a la derrota de las utopías revolucionarias se
sumara algo peor: el temor a su éxito, que la historia nos mostraba como el
reino más perfecto del autoritarismo burocrático.
Un testimonio altamente
calificado de ese proceso de las izquierdas puede encontrarse en el libro
Secretos de la Concertación, recientemente publicado por el ex senador chileno
Carlos Ominami. Todo el volumen está atravesado por lo que el autor llama la
perspectiva del “sobreviviente”, él mismo que en los tiempos del gobierno de la
Unidad Popular militaba en la izquierda más radicalizada y crítica de la
experiencia del “socialismo en democracia” que encabezó Salvador Allende. Habla
de la culpa y los temores de quien logra eludir la amenaza cierta y concreta de
la muerte.
Dice Ominami: “Reconozcámoslo, el miedo al conflicto restringe de
manera severa el espacio de la libertad... ¿Cuántas veces se me enrostró,
frente a la defensa de un punto de vista, que por mi intransigencia iba a pasar
esto o aquello? ¿Que cómo yo, con mi historia, no me daba cuenta de los riesgos
que corría, de los males que podía acarrear? Frente a esas presiones, las
convicciones tambalean”.
Claro que, como lo
ilustra el propio trabajo de Ominami, los procesos de autorreflexión de las
comunidades políticas no son lineales, ni mucho menos neutrales. Los años de la
recuperación democrática en el Cono Sur son, al mismo tiempo, el período en el
que se concreta la hegemonía mundial del capitalismo financiarizado, que vino a
reemplazar al “estado de bienestar” como fórmula de compromiso entre la
acumulación del capital y la vigencia de los derechos sociales, con el Estado
democrático como garante, por un nuevo paradigma de desarrollo: los mercados
“autorregulados”, las fronteras estatales diluidas y los derechos sociales
reconvertidos en estrategias individuales de salvación frente al avance
incontenible del capital. La difusión generalizada y abrumadora de ese nuevo
mundo feliz necesitaba colocar al conflicto –y muy particularmente al conflicto
de clase– en el lugar del museo arqueológico, en el sitio simbólico de quienes
vivían anclados en el pasado (en el ’45, en el caso de los argentinos).
Los partidos políticos
–en el país, la región y el mundo– no pueden explicar su actual pobreza
ideológica y la brecha de representatividad que los separa del pueblo por una
simple acumulación de errores dirigenciales. Es el vaciamiento de la arena del
conflicto lo que los puso en ese lugar. Es la obsesión por el “consenso”
deliberadamente reinterpretado como resignación ante el establishment; la falsa
idea de que la política es un espacio puramente “deliberativo” en el que está
ausente la dimensión del poder. (¡Una política depurada del poder!) La
democracia reducida a un sistema de derechos individuales, derechos que flotan
en el aire de las buenas conciencias y no en las relaciones de fuerza que los
habilitan o los frustran. Una “ética de la responsabilidad” que termina
consistiendo redondamente en “no hacer olas” para no convocar a los fantasmas
del enfrentamiento.
También nuestra
democracia, como la Roma evocada por Maquiavelo, creció en el conflicto. Sus
mejores momentos en estas casi tres décadas están asociados a conflictos: desde
el juicio a las Juntas hasta el actual proceso de transformaciones signado por la
recuperación de autonomía frente a las corporaciones, pasando por la derrota
política de los militares insubordinados contra el régimen constitucional. La
gran pregunta sobre el conflicto no es la que duda de su carácter políticamente
necesario sino, justamente, la que atañe a la capacidad de “cercarlos”
democráticamente, de desplegarlos sin que pongan en riesgo la estabilidad
democrática. Hemos aprendido que los programas de transformación y los diseños
de improbables sociedades futuras no son nada sin el poder que pueda, no
hacerlos realidad, lo que es materialmente imposible, sino sostenerlos como
banderas y fuentes inspiradoras de un determinado rumbo político.
Ese es el quantum del
conflicto necesario. Y no es descifrable por ninguna prescripción con
pretensiones científicas. Para volver a Maquiavelo, no es la virtud del
político la que está en juego sino la virtù. Es decir, no se trata de la buena
educación, los buenos modales y la simpatía. Se trata de esa aptitud
intransferible para captar la naturaleza de la situación y actuar sobre ella:
una aptitud que deviene virtuosa cuando la acción que en ella se inspira
contribuye al fortalecimiento del espacio político como ámbito de libertad. Esa
virtù es tan incompatible con la adaptación temerosa al statu quo como,
trayendo una vez más a Tereschuk, con la escandalización artificial del sentido
común de las clases medias. La conflictividad no es un juego de chicos; tiene
sentido si sirve a una estrategia transformadora. Y tal estrategia necesita
actuar sistemáticamente sobre las correlaciones de fuerza, ganar amigos,
neutralizar adversarios, aislar enemigos.
Lo más interesante del
actual proceso político –y puede pensarse que no es una exclusividad suya– es
que con los avances los conflictos no se detienen ni se simplifican; por el
contrario, se hacen más tensos y más complejos. No es tan extraño como parece:
para darle legitimidad a políticas de reparación, redistribución y cambios
estructurales hay que enarbolar una promesa, un “relato”. Y ese relato es la
clave tanto de la transformación como de sus problemas.
Porque a cada paso, la
coherencia del relato se hace más compleja: por qué recuperar YPF pero no
gravar la renta financiera, por qué aplicar retenciones a las exportaciones
agrarias y no hacer una profunda reforma impositiva de carácter progresivo, por
qué recuperar el Banco Central para el estado democrático y no avanzar en la
plena reestructuración de la actividad de las entidades financieras. Son
porqués de la política y no de las almas bellas que observan. Y como son de la
política se subordinan a la pregunta sobre el cómo: cómo hacer para mantener y
reproducir el poder político que fue necesario para llegar hasta acá y será más
necesario todavía para responder a esos porqués y a otros que, con todo
derecho, puedan formularse.
Fuente: infonews.com