miércoles, agosto 22, 2012

La masacre de Trelew (parte 2)- Le massacre de Trelew (partie 2)


“Los minutos de terror se avecinaban en la Base Almirante Zar de Trelew. Eran las 3.30 de la madrugada del 22 de agosto cuando se les impartió a los prisioneros una orden insólita: salir de sus celdas con la vista fija en el piso y detenerse ante la puerta de cada uno de sus calabozos en dos hileras. ‘¡El mentón contra el pecho! ¡La mirada en el suelo!’, gritó el capitán Sosa.

“Por sus cabezas pueden haber pasado muchas conjeturas, pero seguramente ninguna se acercaba a lo que ocurrió segundos después. De forma imprevista los uniformados comenzaron a disparar sus ametralladoras. La balacera duró 20 minutos. Los presos, indefensos, nada podían hacer frente a las balas militares. Los cuerpos caían de a uno. Algunos, aún con vida, se retorcían de dolor en el suelo del penal; Sosa y compañía no dudaban en darles el tiro de gracia en la nuca. Entre los gritos de los heridos y moribundos, Jorge Alejandro Ulla alcanzó a gritar a los militares ‘hijos de puta’, antes de ser rematado. María Antonia Berger escribió en la pared de la celda con su propia sangre lomje (libres o muertos, jamás esclavos)” (Christian Petralito, Alberto Alderete, Trelew, Nuestra América, 2007, p. 65.).

Los libros sobre Trelew que deben leerse son el que acabo de citar, el de Humberto Costantini, Libro de Trelew, y el de Tomás Eloy Martínez, La pasión según Trelew.
Tomás presentó este libro en 1973, en plena campaña electoral de Perón-Perón.
Una etapa de momentánea elasticidad.

Me llamó la atención que un periodista tan exitoso se metiera en un lío tan comprometido. Además, no tenía trayectoria militante en la izquierda peronista ni en la marxista. Y en la foto que exhibía La Opinión se lo veía con una barba intempestiva.
Más allá de esto o más acá, el libro es excelente, está tan bien escrito como sólo Tomás y algunos otros pueden escribir en este país y le costó lo que sin duda habría de costarle: persecución y exilio.


UN BUEN POLICÍA
Trelew se transformó en un símbolo de la venganza. Los faenadores del ‘76 no dejaron vivo a uno que se hubiera expresado elogiosamente sobre los mártires o condenatoriamente sobre los asesinos. Mataron a los que hicieron obras de teatro.
A los que simplemente, en un reportaje, mencionaron condenatoriamente el hecho. 
“¿Dijiste algo contra la matanza de Trelew? Rajate, hermano. Eso solo cuesta la vida”.
 ¿Por qué? ¿Por qué esa saña?

Porque condenar Trelew era condenar la metodología que, ahí, ya se decidió para combatir a la guerrilla no bien se diera la oportunidad, que los militares veían cerca dada la edad de Perón y las líneas terriblemente antagónicas dentro del justicialismo.
Trelew, entre los militantes y entre la guerrilla, no fue la feroz advertencia que debió haber sido.

Era sólo un acto de barbarie de la Marina. Uno más. Expresaba, es cierto, “El carácter desafiante, la soberbia represiva de los altos mandos, la técnica de la ‘masacre disuasora’” (Envido, Ibid., p. 4 de la sección Situación, casi siempre brillantemente escrita por Horacio González).
Pero todo eso habría de ser controlado apenas el pueblo llegara al poder y el General Perón a la patria.

Hubo bronca con lo de Trelew, pero no hubo miedo. O muy poco.
Se enfrentaba a un enemigo cruel, brutal. Pero las fuerzas propias eran tantas que lo dominarían fácilmente.
Por fin, Trelew fue conceptualizado como un acto de desesperación de la Marina reaccionaria.
Para algunos exaltados: la declaración de la guerra civil.



Yo estaba en Córdoba, en la oficina de un defensor de presos políticos. Ahí nos enteramos los dos. El tipo empezó a dar zancadas por el escritorio y aullaba: “¡Esto es la guerra civil!” Seguía: “Basta, basta”. Y de pronto larga la frase de Ghioldi: “Se acabó la leche de la clemencia”. Le di los números de Envido que le había llevado y partí de regreso a Buenos Aires. Todos concordaban en que ése no era el camino.

Los muertos de Trelew fueron velados en la sede del Partido Justicialista.
Pero el sanguinario, el brutal comisario Alberto Villar arrasó la puerta ¡con una tanqueta!
Cagó a palos a todo el mundo. Familiares, madres, ancianos, jóvenes. Se llevó los féretros y desapareció.
Este señor –el tipo que hizo esta bestialidad– fue nombrado por Perón al frente de la Policía Federal en 1974. Cuando le objetaron la medida dijo: “¡Pero es un buen policía!”

Se hacen actos importantes.
Uno, memorable, en el Sindicato de Prensa. Para honrar la memoria de Emilio Jáuregui. Cada uno estaba por una revista. Rodolfo Walsh por el periódico de la CGT de los Argentinos. José Ricardo Eliaschev por Nuevo Hombre, que dirigía Silvio Frondizi, publicación muy ligada al ERP.
Alguno más que olvidé.
Y Horacio González por Envido.

Eliaschev dijo algo patético y trágicamente divertido: “A los de Nuevo Hombre ya nos amenazaron, nos pusieron varias bombas. No sé, ¡sólo falta que nos maten!”. Por supuesto: sólo eso faltaba. Y eso pensaban hacer.
Walsh estaba como hundido en su silla. Malhumorado, rojo como si tuviera 30 de presión.
Dijo dos o tres cosas y al diablo.

Horacio estuvo formidable y fue el único que evocó a Jáuregui y reflexionó sobre la decisión última del militante: poner en riesgo su vida.

Apareció alguien de la revista La Comuna y anunció la adhesión “del intelectual David Viñas”. Hubo varias bromas. “¡Pobre Viñas, si se entera que lo definieron como un intelectual lo mata al salame éste.”

¿Intelectuales? No, todos debíamos ser militantes. Soldados de la causa nacional y popular. El tipo debió decir “del militante David Viñas”.
No “del intelectual”. “Intelectual” no daba riesgo, no daba compromiso, no daba militancia. Daba Torre de Marfil. Lejanía, demasiados libros y poca praxis.
Así eran los tiempos.

José Pablo Feinmann
Fragmento del Ensayo     Peronismo
Filosofía política de una obstinación argentina
Suplemento especial de Página/12


Entradas Relacionadas