Un joven cura se hace cargo de la
parroquia en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Comienza a trabajar,
pero rápidamente advierte que casi todo el mundo que se confiesa lo hace por
infidelidades. Un día, harto de esta epidemia de adulterio, se sube al púlpito
y vocifera:
-¡Es una vergüenza lo que sucede en
este pueblo! ¡Si escucho una sola confesión más respecto del tema que todos
ustedes saben, renuncio y me voy!
Como el curita le cae bien a todo el
mundo, se corre la voz de que hay que reemplazar «fui adúltero/a» por «me caí».
Así marchan las cosas, hasta que un día el joven cura pide una audiencia al
intendente. El funcionario lo recibe de inmediato, y el curita lo increpa:
-¡Señor intendente: va a tener que
hacer algo con las calles de su ciudad, porque todo el mundo se la pasa
cayéndose!
El intendente no puede contener la
carcajada ante la inocencia del curita, hasta que éste le dice:
-¡No sé de qué se ríe: su esposa se
cayó tres veces esta semana y su mamá otras dos!