A un joven, muy religioso, le regalan
un loro. Al principio se alegra por el obsequio, pero rápidamente descubre que
el animal sólo profiere obscenidades, profanidades y palabras ofensivas. El
joven, al principio, trata de reformarlo: le lee las Sagradas Escrituras, le
habla pausadamente, le pone música suave.
El resultado es nulo: el loro sigue
lanzando barbaridades todo el día. Finalmente, el joven se harta del animal y
le grita que deje de decir palabrotas. El loro le responde con una andanada de
malas palabras. El joven lo toma del cuello y lo sacude, pero el loro responde
pegándole picotazos en las manos. Desesperado, el muchacho toma al pájaro, abre
el freezer de su heladera y lo arroja adentro. Al principio escucha picotazos y
patadas contra la puerta, acompañadas del habitual repertorio del loro.
Sin embargo, un par de minutos
después, es todo silencio. El muchacho, preocupado, piensa: «¿Lo habré
matado?», y abre de inmediato la puerta del freezer. El loro, con total
compostura, sale de la heladera, se estira, picotea sus plumas y le dice:
-Comprendo que quizás te ofendí con mi
vocabulario y mis acciones, y te prometo que a partir de ahora no se repetirán
estas manifestaciones de vulgaridad. Estoy decidido a reformarme y a cambiar mi
inaceptable comportamiento.
El joven no puede creer lo que
escucha, y cuando está a punto de preguntar qué provocó el cambio, el loro
agrega:
-A propósito: ¡qué pedazo de kilombo
debe de haber armado el pollo...!