viernes, junio 08, 2012

El Holocausto ¿qué derechos otorga al Sionismo? - L'Holocauste quels sont les droits au sionisme?

Israel: ¿A qué da derecho el Holocausto?

A los judíos, a transformar la seguridad en instinto y en política, y su derecho a la defensa en primaria y perentoria obligación de garantizarla: a desconfiar de todos y de todo cuando aquélla está en juego. A pensar que ningún momento pacífico, de armisticio en el odio por la razón que fuere, es definitivo: que ninguna ideología antisemita es pasajera, como ninguna profesión de fe pro judía o pro israelí es absoluta; que ninguna declaración de amistad o protección al pueblo judío, fuera de Israel o incluso dentro, es concluyente. De otra manera: a actuar pensando que aquella parte de la historia que llenó de odio el corazón no judío sigue viva, y que ni siquiera actos como el propio holocausto han logrado enterrarla.

A los no judíos, como también a los propios judíos, el Holocausto, con su dosis de odio tranquilo, pacífico y metabolizado; su castigo a una raza en lugar de a ciertos hechos; su sustitución de la sociedad por la naturaleza y de la voluntad por la pertenencia; su orgullo tecnológico y su conocimiento científico, etc., les otorga el derecho a transformar en deber la idea de que, en materia de perversidad, la especie humana no tiene fondo, que todo es posible, y que por ende lo que pasó ayer puede volver a repetirse aunque deba hacerse lo imposible por evitarlo. En suma: les provee de la idea de que el hombre más civilizado es también el gran protagonista de la crueldad y la barbarie máximas.

Empero, el Holocausto no da derecho a ningún gobierno israelí a escudarse en él para negar los derechos humanos o para incumplir las obligaciones implicadas en el hecho de formar parte de la comunidad mundial. Ni a devolver con la misma moneda, o mejor, con acciones susceptibles de ser provocadas por la misma moneda de odio, cualquier intento palestino por sacudirse el yugo al que está sometido, y ello pese al gobierno tiránico que voluntariamente padece por ser el responsable directo de su elección, o a la impúdica condición hostil de dicho gobierno hacia Israel; ni tampoco a deshumanizar al árabe israelí o al crítico del gobierno de turno en Israel, como suele practicarse a la menor ocasión escudándose en la fuerza o en la historia.

El Holocausto en una aberración tan monstruosa desde el punto de vista humano que hasta arrebata a su principal víctima el derecho a reproducirlo ante otros incluso como reacción de legítima defensa.

Tal es el terrible dilema de la seguridad para Israel, encerrada como está entre la posibilidad del aislamiento más absoluto y la imposibilidad de usar todo el poder de que es capaz para garantizarla; tal es el conflicto agónico que ésta comporta en su seno y la dificultad casi insuperable, en abstracto, de solución, dados su inviolable derecho a vivir y, por otro lado, los odios que suscita, tan letales como los de Amílcar o su hijo Aníbal a Roma, según nos narrara Cornelio Nepote en sus Vidas. 
Quizá por ello hasta la misma paz ha desaparecido de la agenda política, y cuando se la nombra sea más objeto de mofa o escarnio que preocupación política –o simplemente humanitaria. Israel, en efecto, como cualquier otro país, pero con mayor justificación ética y legitimidad jurídica que ninguno, no debe dejar resquicio alguno en grado de afectar a su seguridad. Pero, al mismo tiempo, le está vedada toda acción que judaíce al posible enemigo, que destruya indiscriminadamente la vida de inocentes para castigar a algún culpable (máxime cuando aún no hay pruebas evidentes del crimen), justo porque la humanidad ya ha experimentado, y en el pueblo judío precisamente, su tragedia más indigna e inconmensurable: un punto irrepetible en la historia.


Quizá en este sentido resulten inteligibles las palabras de Günther Grass que tanta polvareda –hecha de insensatez argumentativa y de deseos de vendetta personal, de memoria herida y de miedos sin cicatrizar, de odio vigilante y de ideologías políticamente inconfesables, de intereses urgentes y de creencias sin tiempo- han levantado, y que declaran a Israel el actual enemigo de la paz. Y poca duda puede caber de que la posesión del arma atómica, el principal cargo contra el Estado judío, convierte en principio a quien la posee en enemigo latente de la humanidad (dudoso honor que, no obstante, debe recordarse comparte con Estados Unidos, Rusia, Francia, Inglaterra, Corea del Norte, Pakistán, China e India), y a quien aspira a poseerla en enemigo de segundo rango.

Por un lado, en su pseudo-poema, Grass nos dice, con su deliberado olvido, que es la política llevada a cabo por el gobierno israelí, más que la propia posesión del arma nuclear, la causa que transforma a la paz en Oriente Medio y a Israel en enemigos jurados; y también que, en su caso concreto, su conciencia ya ha lavado la pecaminosa deuda moral contraída por su -tardíamente reconocido- pasado nazi en relación con los judíos, que le forzaba a apoyar incondicionalmente a Israel; un peso, en fin, del que parece haberse descargado lo más granado intelectualmente hablando de la izquierda europea, la israelí incluida. Naturalmente, Netanyahu y su gobierno no se atribuyen mérito alguno en semejante logro, en tanto la izquierda no sólo lo culpa a él, sino que el desafecto viene de lejos aunque ahora, con el escrito de Grass, parece cobrar nueva virulencia (con todo, y prescindiendo de este episodio de desencuentro, Netanyahu debería prestar un poco más de atención al fenómeno de la violencia –anteayer mismo fueron violadas en la playa de Tel Aviv varias mujeres simultáneamente ante la mirada de espectadores curiosos que no movieron un dedo por ayudarlas- que cada vez roe más por dentro la cualidad democrática de la sociedad que él gobierna, y que ha llevado a denuncias constantes a un sector de la población contra su gobierno y sus protegidos de la extrema derecha religiosa, así como a emprender la ruta de la diáspora a muchos ciudadanos israelíes cuando el Estado judío nació precisamente con la aspiración de terminar con ella atrayéndola hacia sí: todo ello contribuye a explicar por qué la paz esté fuera de la hoja de ruta de la política israelí cuando debiera constituir su suprema aspiración).

Por otro, al centrar su crítica en Israel libera a Irán –país corrupto y autoritario donde los haya- de toda responsabilidad. Israel, en cambio, no ceja en su afán –y el suyo no es el único- por acumular pruebas contra el régimen de los ayatolás en su esfuerzo por hacerse con la bomba atómica, y la lengua incendiaria de su dirigente político más conocido, en ataque permanente contra la integridad y aun la existencia del Estado judío, aporta la credibilidad necesaria a dicho esfuerzo: y, ambos juntos, la legitimidad requerida por el gobierno de Netanyahu para atacar a Irán antes de que la mala nueva tenga lugar. Tal es el parecer irrefutable del gobierno israelí del que Grass se ha desentendido. Ahora bien, ¿es Irán uno de los países que andan a la caza de ese instrumento demoníaco? Sus enormes reservas de petróleo y gas que volverían innecesaria para el desarrollo económico la energía nuclear, las mentiras frecuentes acerca de sus instalaciones a los técnicos de la OIEA, sus constantes tira y afloja en las negociaciones, dirigidos, parece, a ganar tiempo, etc., optarían por el sí. Pero aparte de que en tal caso, es decir, ante pruebas contundentes, el ataque ya se habría producido, cuando acusamos al gobierno iraní de locura por su empeño en creer divinas todas y cada una de las letras de su libro de cabecera, y de creer que eso solo basta para hacer y deshacer humanamente siguiendo el diktat de la deidad, deberíamos acusarlo siempre y no según nuestra conveniencia. Y siempre, en este punto, significaría creer a sus dirigentes cuando afirman que no quieren la bomba atómica porque ese tipo de armas las carga el diablo. Y ser diabólico, se sabe, es para ellos ir contra el Islam.

Sea cual sea el resultado final de esta marcha militar hace tiempo iniciada en pos de la guerra, que atropella a su paso el débil recuerdo de una idea de paz sin la que, en cuanto telos normativo, resulta inconcebible la resolución de los conflictos que flagelan Oriente Medio y todo lo que le rodea, es menester frenarla antes de que aquélla estalle. Israel mismo podría hacer algo más por la paz si, en lugar de convertirse en adalid de la guerra con Irán, dejase de oprimir a los palestinos y, en negociaciones dignas de ese nombre, se fijaran fronteras justas y la continuidad del territorio palestino, si bien es menester reconocer que en absoluto es el único responsable de semejantes carencias; y también si detuviera los asentamientos en tierra ajena, frenara las correrías de sus gorilas religiosos y dejara de actuar en el teatro del mundo como si fuera actor único y su obra no resultara de interés vital para los espectadores, entre otras posibles acciones.

La paz, con todo, es un problema de la comunidad internacional que ésta debe resolver en su conjunto por medio de las instituciones comunes, por imperfectas que sean. Es obvio que condición preliminar del proceso es la asunción por parte de aquélla, y como cosa propia, de que la seguridad de Israel es un hecho intangible de la que ella se ofrece como garante natural. A partir de ahí deberá desarrollarse el tortuoso proceso de negociación que por fuerza debe acabar estableciendo la paz, cueste lo que cueste, incluso si hay un bando que la rechaza.

La sociedad internacional habrá demostrado así, al integrar a Israel en su seno, haber aprendido la lección que el Holocausto le legara, y amortizado la deuda de complicidad contraída con la historia por haber abandonado a su soledad, y con ello a la condición de paria errante, al pueblo judío. De paso, habrá puesto fin al aislamiento ontológico de dicho pueblo que la historia parecía haberle legado como destino, y por ende a toda ocasión de servirse del Holocausto como excusa contra la paz o contra el futuro de la Humanidad.


http://www.losangelespress.org/israel-a-que-da-derecho-el-holocausto/
Antonio Hermosa Andújar*

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